Buscar dentro de HermanosDios

Valeria, encantadora y colmada de turistas



Valeria del Mar es un cándido pueblo de casas de veraneo que se despliega a lo largo de tres kilómetros a la redonda, sobre calles de arena y bajo la fresca sombra de un pinar que un grupo de visionarios forestó en la zona hace más de ochenta años. Familiar y de clase media, la localidad forma parte del Partido de Pinamar (junto a Ostende y Cariló) en la que vive una población estable de unas cincuenta mil personas.

Uno de esos habitantes es un guardavidas de unos treinta años, la piel muy tostada, ojos claros y el pelo rubio y desprolijo hasta los hombros, que no saca la vista del mar mientras conversamos sobre la notable cantidad de gente que ocupa hasta el último metro de arena. Estamos a tres cuadras del muelle de madera que nace en la calle del centro y desemboca en la arena.

“Para mí tiene que ver con la gente que este verano no quiso irse de vacaciones fuera del país, y aparte tené en cuenta hay mucho poblador de localidades cercanas que hoy domingo tiene su día de descanso”, dice. El otro dato es que el clima es una fiesta. Cielo completamente azul, treinta grados, ni una pizca de viento.

El nene que corretea a nuestro lado es un calcomanía del guardavidas. Tiene unos cuatro años y una rasta de pelo le cae por la espalda. “En invierno hago poda de árboles y arreglo jardines. Sino, pinto, hago trabajos de albañilería, o lo que sea”, cuenta el rubio de malla colorada. Su hijo está escolarizado. Un día después de la charla, de paseo por las calles de arena, pasaríamos frente a un jardín púbico de una planta, muy bonito, debajo de un anillo de pinos, con el parquecito alfombrado de pinachos, ramas y piñas.

“Mis abuelos fueron pioneros de Valeria”, aporta el guardavidas, y en seguida se pone de pie para observar con mayor precisión el nado de una persona, a unos treinta metros de la orilla. Luego vuelve a tomar asiento en la silla con respaldo de lona, debajo de la gruesa sombrilla que lo protege del sol. “Una gran ventaja que tiene el lugar, a diferencia de Cariló, ponele, es que los lotes no miden más de quinientos metros”, advierte. Y es cierto: acá no se ven las mansiones que se amontonan de modo obsceno en la localidad vecina.

El rubio no lo explicita con ninguna palabra o gesto en particular, pero se le nota el orgullo de pertenecer a Valeria, y no haberse tentado por las supuestas oportunidades de una ciudad como Buenos Aires, o más cerca, Villa Gesell, hoy convulsionada por el asesinato del joven Sebastián Baéz.

Estoy tentado de mencionarle la realidad política nacional, pero entiendo que no hace falta. Macri ya fue.

Otra guardavidas, más veterana y a cargo de una casilla –ploteada con una promoción de Movistar- de las extensas playas de la zona más alejada del centro, ya sobre la localidad de Cariló, no se olvida de los años de gobierno de Cambiemos. Arremete con todo ni bien abordamos el asunto. Insensibles, incapaces, malas personas, vomita. “Acá con la gestión de Yesa (Martin) estaban convencidos de que ganaban en Provincia y en Nación, se largaron con un montón de obras y ahora no tienen plata para terminarlas”, detalla. Tiene puestos unos lentes para el sol y un silbato rojo de plástico le cuelga del cuello por medio de una cuerda. Lleva el pelo atado, tirado para atrás.

En esta zona hay menos gente que en la zona cercana al centro. Se llega caminando, con los bártulos al hombro, o a bordo de las camionetas Hilux, Chevrolet, Honda, que se estacionan detrás de una hilera de troncos, del lado de los médanos. Son familias o grupos de amigos que instalan sobre la arena unos coloridos gacebos, y debajo, mesitas, conservadoras. Desde lejos, parece un campamento de una competencia tipo Dakar. “Yo antes no me daba cuenta de nada porque estaba inmersa en mis quilombos familiares, pero ahora que mis hijas están grandes empecé a darle más pelota a lo que pasaba a mi alrededor. Yo no entiendo como hay gente que los apoya”, retoma la guardavidas. Cuenta que se está por jubilar. Por su franca sonrisa y su relación con la naturaleza, en especial el mar, sospecho que está pasando uno de los momentos más lindos de su vida.

Por la noche, el pequeño centro del pueblo se colma de turistas. Pizza por metro, minutas, pastas, casas de hamburguesas y hasta los dos restaurantes de mariscos tradicionales del balnerario, en todos lados, uno ve mesas llenas, y hasta colas en la puerta. Los buzos y pantalones largos, un clásico. La piel tostada y ardida, otro. Las tres heladerías y el salón de juegos para los chicos, como así también los locales de Havanna y Martínez, también están llenos de gente. En muchos casos, se nota el buen pasar económico.

Los precios en las despensas y pequeños supermercados, en general, cuestan un ojo de la cara. Son herencia del peor gobierno de la democracia. Pero son los mismos que en casa. Y un dato para nada menor que hay que sumar para el balance: el gobierno popular no habilitó aumentos en los peajes ni en las naftas. Tampoco hubo conflictos con los guardavidas de la costa atlántica en la negociación por los salarios, un clásico del verano en épocas de neoliberalismo.

Tiene que ser buena o muy buena la temporada para los sectores gastronómico y hotelero. Se lo discuto a cualquiera. Está a la vista. Todas las hosterías de la avenida costera que une Valeria con Ostende, en la que se destaca, por ejemplo, el Viejo Hotel Ostende, tiene sus estacionamientos colapsados.

A unos y otros les tiene que ir mucho mejor que a los vendedores de chipá, ensaladas de fruta, choclos y churros que caminan sin parar en la playa (salvo Churros El Topo, que sigue abriendo locales, a fuerza de un producto de excelencia). “Hay más gente pero se vende poco”, contó una vendedora de chipá. Otro vendedor, en este caso de pulseras, muñequeras y tobilleras artesanales, que llega a Valeria hace siete veranos desde Misiones, consideró que “este año es igual al anterior porque antes había menos plata pero valía más que la de ahora”.

En definitiva, ya sea por el efecto del impuesto al dólar, o el cambio de humor social y la expectativa que genera el nuevo gobierno, la realidad es que por lo menos acá, y también en Villa Gesell, donde estuvimos una noche (casi todos los comercios, en una poco habitual actitud solidaria y colectiva, exhibían un cartel con un pedido de justicia para Sebastián Báez), se notó una masiva presencia de turistas que sin medir demasiado los gastos colmó bares, restaurantes y carpas.

De todas maneras, nosotros, con la familia, nos pasamos la mayor parte de las horas en el mar, y el resto del tiempo en la casita de la calle Cabeza de Vaca, rodeada por unos grandes árboles llenos de piñas, donde asamos carne, comimos tostadas y miramos, ya entrada la noche, programas para chicos de dos años, en Youtube.

Leer más...

Esquina necesidad

Por la esquina de San Martín 1 (CABA) transitan cientos, miles de personas por hora. Desde temprano y hasta última hora de la tarde. Esto se debe a que que ahí nomás está una de las bocas de la estación Catedral de la línea D de los subtes por el que ascienden y descienden ríos de hombres, mujeres y diversidades que en la mayoría de los casos trabaja o debe realizar un trámite en la zona. A pocos metros se extiende la calle San Martín, que te introduce en el microcentro renovado por la gestión de Larreta, en el que abundan las casas matrices de los bancos, en su mayoría privados, pero también los públicos. Varias empresas, muchas casas de cambios, un museo. En diagonal, a unos pocos pasos, se despliega la enorme, soleada e histórica Plaza de Mayo (sin rejas), la casa de gobierno (que ahora luce una luminosa escarapela), la AFIP, el Cabildo, la aristocrática Avenida de Mayo, y más allá, el bajo porteño. También ahí nace la avenida Diagonal Norte, que desemboca en la calle Florida primero y más adelante el Obelisco. Se trata, sin dudas, de una esquina neurálgica.

Es allí que si uno pone un freno, guarda el bolsillo en el celular, apaga la música, levanta la vista, verá que media docena de hombres y mujeres pugnan por vender algunos de sus artículos o productos. Haga frío o calor, incluso si llueve. Son dos los jóvenes que ofrecen cuatro paltas por cien pesos. A los gritos. Tienen la fruta dentro de unas cajas de cartón, apoyadas sobre los escalones del portón cerrado del Ministerio de Modernización. Es africano el que vende los lentes, aunque no emite ni una palabra. Está de pie, con el enorme paño de telgopor apoyada sobre sus piernas. El que vende chipá debe ser paraguayo. Cada tanto avisa sale cincuenta pesos la bolsita. Su lugar, en este momento, es el semáforo. La señora que ofrece los jazmines está ronca de tanto elevar la voz para que los oficinistas se lleven un ramo. Los tiene en un canasto de mimbre y utiliza los escalones del portón para que lo escuchen todos los que transitan la zona. El más callado de todos es el que vende pañuelos. Es un perchero vivo. Cuelgan de sus brazos, de todos los colores, para todas las causas. En una mano tiene tres paquetes de los otros pañuelos, para los mocos. Y en la otra, portasube. Cada tanto abre la boca para contar todo lo que ofrece. Hoy no está la señora que no habla, quizá porque sea muda, quizá porque ya no tiene fuerzas. Se la suele ver sentada sobre una reposera, con las rodillas tapadas por una frazada. Sobre una falda posa un cartón escrito a mano en el que pide una ayuda.

Ojalá que al pasar por esa misma esquina, los primeros días de enero de 2021, por lo menos dos de los vendedores ambulantes ya no estén ahí. Para mí significaría que consiguieron algo mejor para ellos y los suyos, un poco el factor suerte, y otro tanto porque mejoró el país.

Leer más...

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios