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Historias de cuarentena (11)

Palabras Cuidadas, por Valeria González

Ciudad de Buenos Aires, 25 de marzo de 2020

Considerando:

Que al parecer las palabras escritas han quedado exceptuadas de la obligación de aislamiento social obligatorio, mal llamado “cuarentena”. Que, de ese modo – y como deberán seguir circulando para sostener el lenguaje humano, servicio fundamental si los hay - es preciso establecer una serie de regulaciones que atraviesen a la palabra en su modalidad escrita ya que también son sujetos pasibles de recibir cuidados.

Y respondiendo a las inquietudes sobre ¿Cómo afectará el aislamiento a la gramática, a la sintaxis y a los signos de puntuación? ¿Cómo toman distancia las palabras para no contagiarse, pero se acercan lo suficiente como para no empezar a deambular sueltitas, parias de un par que les facilite tener algún o varios sentidos?

Por ello,

El Presidente de la Nación Argentino - Lenguajera

DECRETA 


Art. 1º Para comenzar recomendamos utilizar el paréntesis de cierre a modo de barbijo para las palabras sintomáticas. No vayan corriendo ahora a vaciar las góndolas ya que la provisión de paréntesis está garantizada como para abastecer a todos, a todas y a todes.

Art. 2º Inauguraremos más llamadas a pie de página que, como suelen ser tediosas para el lector, por ese mismo motivo se constituyen en lugares poco transitados, propiciando un excelente espacio para aislamiento socio-palabrero.

Art. 3º Los márgenes de las hojas deberán dejarse libres (las marginalias quedan completamente prohibidas) y ser repasados con corrector líquido, ya que su fórmula posee tantas porquerías que alguna seguro mata al virus. Algo similar se recomienda con los subrayados en los textos, dejar por un tiempo el lápiz negro y sólo remarcar con resaltador. Se solicita a la población abstenerse de utilizar resaltador amarillo, si fuese posible, no usarlo Nunca Más.

Art. 4º Se utilizará hasta el 31 de marzo (ahora vamos hasta el 12 de abril) interlineado de 2.5 puntos y cuatro espacios entre palabra y palabra. Se grafica a continuación: esta sería una distancia prudente. Se encuentra terminantemente prohibido colocar puntos suspensivos en lugar de utilizar la barra de espacio.

Art. 5º Considerando que la distancia que establecen los signos de puntuación “coma” y “punto seguido” pone en riesgo a las palabras vecinas, sólo se admitirá el uso del “punto y aparte”, ya que la falta total de puntuación colaboraría en profundizar los estados confusionales que ya andan amenazando y propiciaría aún más en potenciar la intolerancia propia de este momento de encierro.

Art. 6º Los acentos pasarán a ser todos prosódicos. Esto no va a ocasionar mucha resistencia ya que últimamente, se escriban o no, los acentos brillan por su ausencia.

Art. 7º Quedan suspendidas las citas de otros.

Inciso a: Se suspenden sobre todo aquellas citas que provengan de autores de países con picos altos de coronavirus. Estas alertas serán más fuertes con autores contemporáneos, pero se está evaluando extender la medida a cualquier autor extranjero sea del siglo que sea.

Inciso b: En cuanto a autores locales, queda a criterio responsable de cada uno evaluar si se trata de una palabra asintomática que puede entonces hacérsela propia sin generar riesgo de fanatismo o falta de pensamiento propio ya sea para sí mismo o para terceros.

Inciso c: Como deberán exponerse al abismo de la palabra propia, se evalúa la prescripción online de ansiolíticos a través de la Asociación Argentina de Psiquiatría Escrituraria.

Art. 8º Se cierran las fronteras idiomáticas a lugares en riesgo. No se permitirá el ingreso de palabras provenientes de lugares afectados y tampoco se permitirá que nuestras palabras viajen al exterior.

Inciso a: Se repatriarán aproximadamente 2.500 palabras a través de la aerolínea de bandera nacional. Ya se han repatriado términos como "che" "boludo" "capo" "fiera" "maestro" "campeón" como modos argentos privilegiados para llamar al otro.

Inciso b: Seremos inflexibles con aquellos que burlen las barreras idiomáticas establecidas en el Art 8º inciso a. En tal caso las Fuerzas Armadas de la Real Academia Española – siempre tan solícitas a reprimir las innovaciones del lenguaje – tomarán gustosas la temperatura a la palabra y, tengan o no tengan fiebre, por provenir de lugares de riesgo se las obligará a permanecer en estado de llamada al pie de página o entre paréntesis.

Inciso c: Se encuentra en estado de evaluación el requerimiento urgente que han presentado ante este Ministerio algunos intelectuales a quienes les resultaría casi imposible escribir sin el uso de palabras francesas o inglesas.

Inciso d: Las tareas de traducción, siempre que tomen los suficientes recaudos, podrán realizarse normalmente. Será de uso obligatorio colocar entre paréntesis y con una llamada que remita a pie de página, el término en su idioma original.

Inciso e: Por el momento no se han encontrado mecanismos de control sobre el lenguaje inclusivo ya que, al no ser reconocido por la Real Academia Española, logra sistemáticamente evadir los controles patriarcales del lenguaje.

Art. 9º Se solicita una actitud solidaria y ser moderado en el uso de signos de admiración, interrogación y puntos suspensivos. Los mismos tienen el poder de transmitir - sin utilizar ni una palabra - estados de alerta, euforia o depresión que no colaboran con la serenidad necesaria para llevar a buen término este aislamiento socio – lenguajero.

Art. 9 Comuníquese, publíquese, dése a la Dirección Nacional del Registro palabrero y archívese.

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Historias de cuarentena (10)


Si ellas pudieron, nosotros también, por Liliana Martínez

Suelo decirle a Ariel, mi psicoanalista, que tengo redes y un recorrido personal, lleno de artilugios, herramientas, alertas; de qué agarrarme para capear los retos; y vaya que este es uno.

Me llamo Liliana, tengo cincuenta y muuuuchooosss, soy maestra primaria y me encanta mi laburo. Soy hija, soy madre, soy abuela, amiga, la ex de Edu; soy……, mi desafío continuo.

Viví casi toda mi vida en casa con familias numerosas. Mi infancia y adolescencia compartida con mis viejos y mis dos hermanos, siempre peleando el mango, pero unidos y felices. Mi adultez, me encontró con Edu y el familión de cuatro hijos que formamos. Juntos construimos una casa hermosa, enorme, con jardín y ventanas luminosas. Con arcadas y espacio amplios para que Milti la recorra libre con su silla de ruedas y nosotros la llenáramos de vida, alegría, peleas, risas, llanto. Mucho amor, mucha entrega; de todos, para todos y para afuera.

“Lo hicimos bien lindo”, le digo a Eduardo, mi compañero de ruta, mi familia, aún hoy que somos “ex”. Tengo la dicha de contar con una cofradía de amigas que sabemos reírnos de nosotras mismas, escucharnos, alentarnos, censurarnos y abrazarnos todo el tiempo. La vida casi no tiene deudas conmigo, ni yo con ella; y digo casi porque mi espíritu siempre quiere y espera más (tal vez el desafío de Milton en mi vida sea el artífice de esta capacidad de esperar más).

Noveno día de los tiempos de coronavirus-aislamiento. Aquí estamos, sola en mi nuevo departamento, mi nuevo hogar; conmigo, con mi historia, mis desafíos, mis sueños, mis miedos, mis redes… No sé qué salga de todo esto, pero estoy segura que cuando pase, porque todo pasa, y el corona también pasará, ya no seré la misma, tal vez nadie lo sea.

Estos días me apoyo en mis amigas, mi familia, mi amigo de estos últimos meses; mis afectos. Armo rutinas, me obligo a cumplirlas, me tengo paciencia, me dejo entristecer un rato y me sobrepongo, leo, miro pelis, trabajo y estudio. Muchas instancias, como en mi vida diaria común, pero con un alerta especial para no bajar los brazos y seguir, siempre seguir.

Mientras tanto les voy a compartir mi ventana, adornada desde el 24 de marzo, con cuatro pañuelos blancos, confeccionados con hojas de rollo de cocina de diferentes tamaños, que me sirven para recordar que si ellas pudieron, nosotros también.

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Historias de cuarentena (9)

Tamara y su curiosidad por las ventanas, por Irene Peisker

A Tamara desde pequeña le había gustado mirar por las ventanas de las casas mientras caminaba a paso ligero. En general sucedía cuando se escapaba de su casa después de una pelea con los padres o cuando la angustia la atormentaba. Pero a veces, solo a veces, cuando se sentía una soñadora con posibilidades. En esos momentos se le ocurrían las mejores historias.

No miraba para chusmear lo que pasaba en el interior, ni siquiera era necesario que la ventana estuviese abierta, simplemente cuando alguna atraía su mirada echaba un rápido vistazo y se armaba una historia sobre los moradores. A veces una misma ventana le inspiraba historias muy distintas disparadas por un olor, un color o una presencia apenas percibida. Después creció y la vida ya no le dejó lugar ni tiempo para esos juegos.

Pero apenas un par de semanas atrás todo había cambiado. El mundo, no solo su mundo, se había parado y corría vertiginoso dejándola encerrada en su casa en la quietud del aislamiento social preventivo mientras el virus con corona se expandía y generaba muerte a su paso. Por ese entonces vivía sola y muy cómoda consigo misma hasta que tuvo que hacerlo 24 horas por día durante largos 14 días que pronto pasarían a ser más.

Todas las noches, como muchos de sus vecinos, se asomaba al balcón para aplaudir a los trabajadores de la salud que arriesgaban sus vidas y también a un montón de otros trabajadores que cumplían sus obligaciones para que ellos, los que aplaudían, para que ella pudiera encerrarse en su casa hasta que el peligro amainara

Y empezó a descubrir nuevas ventanas que se abrían a las 9 en punto para ese aplauso colectivo, lo único que podrían compartir en mucho tiempo. Después miraba esas mismas ventanas durante el día, las espiaba y se imaginaba la vida de las personas apenas perfiladas en las noches. Algunas estaban siempre cerradas lo que le hacía pensar que sus habitantes eran unos ortivas pero había una que logró atraer su atención, en las horas de sol estaba siempre abierta pero con las cortinas corridas, solo cuando una brisa las movía podía entrever algo del interior.

Pero por las noches una silueta quedaba enmarcada en la semi penumbra de la habitación y parecía participar tenuemente del ritual. Tamara sintió que su curiosidad se disparaba, no podía dejar de mirar furtivamente a toda hora. Hasta tuvo miedo que la descubriera. Trató de fabricar un relato convincente sobre el habitante de aquel departamento que nunca salía al balcón ¿Sería uno de los que trajo el virus a la Argentina desde el extranjero? O tal vez un prófugo de la justicia. ¿Un solitario que disfrutaba de su soledad?

No podía dejar de mirar ese balcón y esa ventana, hasta llegó a enojarse, si ella tuviera ese ventanal con esa terraza no estaría todo el día encerrada en el interior de su departamento. Lo comentó con sus hijos que se rieron desde sus propios encierros.

Una noche, ya harta de que el tipo ese no se asomara ni diera mayores muestras de importarle lo que pasaba a su alrededor (aunque a veces parecía que aplaudía) decidió hacer mucho bochinche solo para que sintiera su presencia. Se armó con una vuvuzela recuerdo de algún mundial de fútbol y una campana muy sonora recuerdo de unas vacaciones en Córdoba cuando todavía tenía marido, y les dio con ganas parada entre las macetas que llenaban su pequeño rincón. Una sonrisa de satisfacción le cubrió el rostro cuando vio que el corría un poco más las cortinas y aplaudía en dirección a donde estaba parada.

Cuando se acostó a dormir sabía que soñaría con él pero cuando despertó a la mañana siguiente estaba pensando en su primer novio, ese que le había movido la estantería mientras pasaba de la adolescencia a la juventud, y aun cuando eran tan distintos. Todo el día los recuerdos fueron y vinieron y cuando a las 21 horas comenzaron los aplausos volvió a participar pero sin mirar hacia lo del vecino de enfrente. Hasta que escuchó una voz que gritó por encima del ruido ensordecedor.

– Tamara ¿sos vos? Cuando todo esto termine tenemos que juntarnos a tomar un café y contarnos nuestras vidas.

No podía creerlo, la cuarentena le había devuelto a Juan, su primer amor, el que empezó a participar tibiamente en política para acompañarla a ella, el mismo que nunca había podido olvidar. Corrió al interior de su casa temblando de expectativa, la cuarentena dejó de ser un pasar de horas huecas, iba a usar esas horas que le habían sido regaladas para llegar al encuentro lo mejor posible.

Una de sus ventanas por fin le había respondido.

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Historias de cuarentena (8)

La rabia, por Demián Konfino

Nació como el contorno de un rumor. Fue tomando forma y se convirtió en noticia. Primero de color. Indefinido, el color. Después, amarilla. La radio empezó a hablar de escándalo. En la cola de Despensa Luana o en la del Banco Provincia. Los cajetillas del restorán Venados o los pescadores del río Ajó. El pueblo se empezó a exaltar. Era cierto.

Un tano en General Lavalle. En plena pandemia.

La hija del jefe de guardaparques, Agustina, se casaba con Ernesto, el heredero de un extenso campo en General Madariaga. Hacendado el pibe, buen partido. Pero nieto de tanos. Y si antes esto no era un problema, ahora sí. En nuestro país recién aparecían los primeros casos. Pero las noticias que llegaban desde el primer mundo eran poco alentadoras.

El primo del pretendiente, Francesco, llegó para la boda que se iba a celebrar en La Merced y, claro, para el fiestón que se esperaba en la Sociedad Rural de Tordillo, en el vecino pueblo de General Conesa. Sin embargo, inexplicablemente, fue alojado en la casa de don Echeverry, el jefe de guardaparques de Lavalle, sobre avenida Mitre.

En la radio la polémica se instaló. ¿Por qué el tano no se quedaba en Madariaga si Ernesto era de allá? ¿O en Conesa, si allí sería la fiesta? Había que minimizar riesgos y los tanos, por definición, eran riesgosos. A nadie le importaba si eran de la Lomabardía, donde picaba fuerte el bicho, o si eran de Calabria, como Francesco, donde la cosa estaba más tranquila. La información, en estos casos, solía ser una de las primeras víctimas.

El Dr. Arizmendi, intendente de Lavalle cortó por lo sano. Citó a conferencia de prensa. En la sala, los dos movileros de las dos radios y la cronista del semanario local con estricta separación de un metro. Quiso llevar calma a la población. Y en buena medida lo logró. Comunicó que el tano sería conducido en una finca familiar en General Guido. No iría al servicio religioso en La Merced y solo iría a la fiesta. En un auto particular, se sentaría solo y tendría un mozo propio, con guantes y barbijo. El tano también, por supuesto, vestiría todas las medidas de higiene necesarias.

La tranquilidad volvió por unas horas a los bancos de la plaza del pueblo. La cuestión pasó a ser abordada en los últimos quince minutos de la programación radial. Y el alcohol en gel volvió a tener stock en la única farmacia lavallense.

La paz no podía durar demasiado mientras transcurriera la peste. La prensa volvió a abordar el tema como una cuestión política, casi judicial. La intendencia de General Guido había enviado una carta documento al municipio de General Lavalle, con el fin de retractar la medida. El problema era de Lavalle. Guido no tenía por qué hacerse cargo del muerto.

¿Muerto? Si nadie estaba muerto. Ni siquiera infectado. Pero el drama ya había ascendido a estaturas escalofriantes. Se hablaba que el sistema sanitario local no cubriría la demanda y la farmacia, ya había quedado demostrado, no lograría un adecuado abastecimiento.

El sentimiento guidense empezó a aflorar como en viejas epopeyas años ha. No lo iban a permitir. Qué se creían. El gerente del correo sucursal General Guido, don Achával, visitó a don Velázquez, el viejo dueño del polirrubro Buena nueva. Le comió el coco. A Guido nadie lo iba a llevar de la rastra. Armaron una reunión en el correo. Invitaron a don Ricardo, dueño de la Panadería Don Ricardo y a Sergio, dueño de Gomería Sergio.

La propuesta fue de Achával pero no hubo desacuerdos. Había que cortar por lo sano. Crearon el Comité de Autodefensa de Guido contra la Epidemia. Las siglas daban para CAGE pero resolvieron ponerle CAGUE. La primera misión estaba clara. Hacer respetar a Guido. Los cuatro presentes lo entendieron perfectamente sin siquiera decirlo. Había que deshacerse del tano.

Quedaron en encontrarse el viernes por la mañana en el correo, justo el día anterior al casamiento. Sergio llegó con su rifle 22 Browning de palanca, colgado del hombro por la correa. Tal como habían quedado. Ricardo llevaría su Fiorino y, juntos, le harían la visita al tano.

Llegaron como pudieron, por el par de surcos de huella de tractor sobre el camino embarrado. Un viejo casco rosa pálido se divisaba a lo lejos, una vez atravesada la tranquera. Cuando la Fiorino se acercaba un hombre fornido y de cabello ensortijado salió al encuentro. Estaba envuelto en un mameluco blanco, llevaba guantes de latex azules como manos y el rostro, se escondía detrás de un barbijo blanco.

Ricardo clavó el freno y bajó. El resto hizo lo propio. De la caja del utilitario saltó Sergio y cargó el Browning al hombro. El hombre, al ver el caño apuntándole, quiso correr. Ni bien giró, se escuchó la estampida. El hombre cayó. Seco. Como el eco, detrás del humo del 22. Corrieron hasta el cuerpo sangrante que ya no respiraba. Sergio no lo dijo pero sacó pecho como un barco. Su notable puntería había ganado fama en los torneos de caza de la costa.

Al llegar, otro hombre de bermuda de lino beige, remera de algodón blanca y franciscanas de cuero marrón, de barba recortada a la moda y cabeza rasurada a cero salió portando unos Ray Ban indesmentibles, legítimos.

Dijo algo ligeramente inentendible. Sergio solo entendió catzo. O sea, algo en tano. Había ocurrido un gran equívoco. El hombre que yacía de cara al sol y al cielo diáfano no era el blanco acordado. Se miraron y hubo gestos de reproche indisimulados hacia Sergio.

Hubo un momento de silencio. La duda llegó a instalarse. ¿Habían matado a un médico? Y ¿ahora? Limpiar a un tano de mierda en el culo del mundo era una cosa. ¿A quién carajo le iba a importar? Pero asesinar a un doctor. La pucha.

-En qué quilombo nos metimos. –Dijo Sergio.

-No. -Le contestó Achával a Sergio.- Te metiste.

Sergio revisó los bolsillos del hombre caído. Ahí estaba su pasaporte bordó. Venezolano. Uno menos, pensó Sergio.

Se volvieron a mirar. Se estudiaron. Sergio levantó el rifle y apuntó hacia Achával.

-¿Sabés qué les pasa a los tibios? –Le preguntó mientras Achával levantaba las dos palmas y empezaba a sudar mares. -…

-Ya lo sabés. No es tiempo para dudas. –Giró el caño hacia a la derecha hasta encontrar al tano. Un segundo habrá demorado. A lo sumo dos. Descargó.

La bala entro limpia en el centro exacto de la frente.

-Muerto el perro se acabó la rabia. –Sentenció Sergio ante la mirada aterrada de los demás. –Vamos.

Enfilaron hacia la Fiorino y volvieron al pueblo. Cuando llegaron a la plaza y la paz parecía volver a instalarse en cada uno de ellos y en los pueblos de los generales, don Velázquez, notablemente cansado exclamó:

-¡No!

-¿No qué? –Interrogó Achával, extenuado, con un pie afuera del utilitario.

-Lo escuché anoche en el noticiero. Qué mala pata.

-¿Qué cosa dice, don Velázquez? –Inquirió Ricardo.

-El muerto sigue contagiando. Después de muerto. La peste sigue en el fiambre. –Los miró a todos. Uno por uno. Sergio volvió a empuñar el 22.

-La rabia nunca murió cuando mataron al perro -alcanzó a decir don Velázquez, mirando hacia los plátanos de la plaza vacía, antes de escuchar el tiro del final. De su final.

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Historias de cuarentena (7)

La enfermera, por Ricardo Dios

Se puso el traje de enfermera que usaba cuando era más joven para divertirse con Santiago en la cama, lo encontró después de ordenar por tercera vez el ropero. Estaba un poco amarillento y todavía le entraba. Felipe tenía 38 de fiebre y estaba asustado. Yanina se apareció de enfermera en su cuarto y a Felipe se le iluminó la cara. No había tenido tos aunque le dolía un poco la garganta. Estaban encerrados los cinco hace 2 semanas, la beba, Juana que recién empezaba primer grado y Felipe que había empezado 4to.

Juana se puso el delantal que apenas había estrenado en el colegio, dijo que ella también era enfermera y se puso al lado de Yanina. La beba dormía en el moises en el cuarto de su mamá y papá. Santiago ya le había tomado la fiebre 7 veces desde que se despertaron.

Estaban les 4 en la habitación de Felipe y Juana.

- No puede tener el virus, estamos acá guardados hace mucho- dijo el papá.

- Vos vas al chino dos veces por día, Santiago, te haces el boludo y tiras la basura cuando la bolsa no está llena, cualquier excusa usas para salir a la calle, el bicho puede estar en la suela de tus ojotas o en el sachet de leche.

- Pero no es así, estaría todo el barrio contagiado ya.

Felipe empezó a toser. Santiago dio un salto hacía atrás. Yanina alejó a Juana, metió la mano en su bolsillo y sacó un barbijo.

(Se acordó de cuando jugaban con Santiago, él era un enfermo que casi no podía mover las manos y tenía que hacer todo con la boca, el barbijo se lo sacaba con los dientes. Eso la calentaba mucho).

Acarició a Felipe y le pidió a Santiago que llamé al 107. Apretó el alcohol en gel y no había más. Pateó con furia una pelota de plástico y volteó la casita de las Barbys. Matilda, la beba, se despertó y empezó a llorar.

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Historias de cuarentena (6)

Por Mariano Abrevaya Dios

Hola, amiga del corazón. Me acabo de enterar de que Alberto anunció que los que estamos afuera vamos a tener que esperar. Me quiero matar, es la posta. Quiero estar en casa concha pa’ arriba, extraño mi cama, la ducha, los libros, la tele, la heladera, todo, pero ya está, ¿qué puedo hacer? Esperaré. No soy una de las soretas que filman videos caseros para putear a Aerolíneas, exigir que me devuelvan a casa porque pago mis impuestos. Me la banco. Ya volveremos. Estamos varados en Cuzco, un pueblo alucinante, posta que te volvés loca, y más ahora que está desierto y silencioso. Eso sí. Desde la última vez que te escribí, desde Potosí, la relación con Tincho se desbandó por completo. El chabón ya había mostrado una actitud bastante miserable -posta que me sorprendí mucho- con la descompostura que lo dejó nock out en aquel momento del viaje. Después levantó, y medio que la careteó, anduvimos bien, pero ahora que estamos aislados en la habitación del hostel -gracias a Dios en soledad, y no con los alemanes o tanos que también quedaron varados acá- el tipo mandó todo al carajo. Está bien, dirás, estamos ante una pandemia mundial, una situación claramente excepcional, una reverenda mierda que desequilibra las emociones hasta de un perro, pero igual. Se alienó. Su nivel de angustia crecía a medida que se amontonaban las malas noticias que llegaban desde allá. Llegamos a hacer el Machu Pichu, un sueño cumplido, a pesar de todo. Ahora pienso que haberme mandado a viajar  con él, fue un error, que me apresuré, pero bueno, una mancha más al tigre. Aprendí a convivir con mis contradicciones y fracasos. Lo trabajé en terapia. Acordate el nivel de autocastigo que me infringía hasta hace dos años atrás. Ahora tengo que bailar con el coronovirus y con Martín, en un pueblo construido y habitado por el pueblo inca. El tipo está aniquilado en lo anímico. Todo el puto día tirado en el catre, con el celular frente a los ojos, casi no come. Ayer dijo no aguanto más y salió a dar una vuelta. ¿Vos sabés lo que son los polis de por acá? Te muelen a palos. Yo ya no le pido que se calme, que nos hagamos compañía, o que use la cabeza. No se fue a la mierda porque sabe que termina en un calabozo. No creo que podamos remontar este desastre. Ni acá ni alla, cuando volvamos. Te amo, amiga. Esto también va a pasar, lo sé. Escribime. Imaginate lo bien que me hace leerte, y escribirte. PD: A Marta le conté algo, aunque de un modo bastante velado.

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Historias de cuarentena (5)

Por Mariano Abrevaya Dios

Miguel tiene treinta y cinco años y maneja motos hace por lo menos quince. Se fracturó piernas y brazos, tiene un clavo de platino incrustado en un tobillo, y si bien tiene claro que se puede matar en cualquier momento, no la cambia por nada. Ni la madre pudo convencerlo de que dejase de usarla. Mucho menos su último novio. Es mi fuente de ingresos, justifica. Y tiene razón. Gracias a su trabajo puede tomar las clases de teatro. Hace dos años que labura para una casa de mensajería, en el centro de la Ciudad. Ahora el negocio está muerto, pero tuvo la fortuna de que un conocido, una semana antes del decreto de la cuarentena, lo propusiese como repartidor en la Farola Express de Villa Devoto. Con eso ahora está tirando. Con el jefe y los tres empleados que sostienen el funcionamiento de la cocina, casi no habla. Dos de esos pibes vienen desde lejos. El patrón es de la zona. No tiene miedo ni anda paranoico, pero sigue todas las indicaciones del gobierno. Si siempre fue fóbico a las personas, ahora con la pandemia, extremó al máximo sus movimientos. Utiliza guantes de látex y el contacto con los clientes no pasa de un estricto hola y chau. A más de uno le dejó la comida sobre el descanso de una baranda, o la puerta, y le hizo señas para que le deje la plata ahí. Que la chupen. Es cierto, en el monoambiente en el que vive por momentos siente que se asfixia, pero ya arregló con su profe que le dará una clase por semana por video. Pero aparte, lo asume, nunca disfrutó tanto de las calles como ahora. Desiertas, todas para él, sin giles que le tiren la carrocería encima, y absolutamente absorbidas por un silencio que lo conecta con la calma de Pehuajó, durante su infancia, donde su padre le transmitió lo único que le queda de él: la pasión por los fierros.

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Historias de cuarentena (4), especial 24 de Marzo

Por Mariano Abrevaya Dios

Qué cierto lo que decís, Olga. Nunca fue tan especial un 24 de marzo. Tan distinto, único, acá desde casa, pero conectada con todos los que hoy hacen de la memoria un ejercicio imposible de quebrar. Para vos, que fuiste bióloga, bah, perdón, que sos bióloga, esto debe ser como una pesadilla convertida en realidad. Para mí es como una película. ¿Vos creés que vamos a poder sostener el encierro durante tantos días? Vos extrañas con locura a los nietos, lo sé, y a tus compañeras. ¿Hace cuánto que las conocés? Cuarenta años, por lo menos, claro, teniendo en cuenta que te acercaste al grupo que se juntaba en la iglesia allá en el ochenta. Menos mal que esta plaga apareció ahora y no hace un mes y medio atrás, cuando fuiste a declarar al juicio. Tendrías toda esa pelota ahora adentro tuyo, y encima en medio de esta pandemia. Te hizo bien, ¿no? Fue un acto de justicia en sí mismo. Ay, quedó hermoso el pañuelo. Lo vi desde la puerta de calle. Me parece bárbaro que los organismos hayan impulsado esta idea. En realidad, seamos sinceros, no tiene mucho sentido ponerlos en las ventanas, balcones, puertas, porque en la calle no hay un alma, querida, pero sirve para enviarnos las fotos, publicarlas en las redes, hacer de eso un grito colectivo, aunque sea virtual. Olguita, yo en un rato me voy, tengo que atender a otros abuelos, ¿te parece bien que te deje hecho un bife con puré? Bárbaro. Recordá que te va a hacer bien caminar unos diez minutos por el patio, y seguir leyendo esos artículos de divulgación científica que me contaste que publicaron los alemanes en relación al virus. Te quiero mucho, viejita. Y te admiro. Ustedes son todo lo que está bien. Mañana nos vemos.

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Historias de cuarentena (3)

Historia de un monotributista, por Pablo Bigliardi (desde Rosario)

Luego de los anuncios presidenciales tuve que cerrar definitivamente mi peluquería al que pocas clientas ingresaron. Me esperan tres libros de cuentos bastante avanzados, una novela de género fantástico también avanzada y un libro de poemas que nunca termino, que fue iniciado en 1998 y continúa en una espera que podría obtener su turno en los próximos días. Será la primera vez en mi vida de escritor que voy a vivir como escritor. Hay una ansiedad de culpa por que en mi peluquería no hay ingresos monetarios y cuando vuelva no sé qué me puede esperar por mi condición de monotributista, porque el cargo completo de todas las responsabilidades como empleador y como deudor siempre fueron mías por intentar ser un trabajador independiente.

Entonces la locura de lo que viene que espere, mientras tanto quiero experimentar la comparación de mis últimos treinta años como trabajador de una belleza efímera: la peluquería y el desafío de entender cómo vive un escritor. Las conclusiones me esperan al final de la cuarentena.
Entonces paso la mayor parte del tiempo sentado frente a la computadora o a un manuscrito de mi novela que me acompaña hasta en el baño. Cuando me canso de un sistema, paso al otro y tanto la lapicera como el teclado sufren mis embates supuestamente creativos. Cuando me canso de ambos, comparto las situaciones familiares cocinando, hablando, recomponiendo algún espacio vacío que las semanas laborales van agrandando y ha llegado el momento de achicarlo. “El afecto y la vida familiar podrán rellenarlo” sería el primer título del cuento de las reparaciones para iniciar.

Hace veinte días estaba sentado frente a una gran arboleda con mis manuscritos, escuchando el ruido de la cascada de un arroyo y al lado de un hermoso chalet que habíamos alquilado con mi compañera en Córdoba. Cuando faltaba un día para volverme a Rosario, vinieron a mi mente los reclamos históricos de pasar una o dos semanas dedicado exclusivamente al relajamiento, a no hacer nada y a escribir por sobre todas las cosas. Alcé la voz mil veces al cielo de por qué el destino me llevaba constantemente a trabajar tanta cantidad de horas en la peluquería. Hoy me siento culpable, creo que Dios, Zeus, Horus o quien fuera, escuchó mis plegarias egoístas y paró el mundo por mí, hundiéndolo a un estado terrible y a favor de quien obtuvo una semana para dedicarse a lo suyo sin tener en cuenta al resto del mundo.

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Historias de Cuarentena (2)

La horda, por Mavi Massaro

–¿No usás barbijo, Ignacio?

–No, señora. Eso es para la gente que se contagió. No se puede usar barbijo indiscriminadamente.

La vecina lo miró extrañada. De repente, Ignacio le parecía un subversivo. Él leyó el mensaje entre líneas y no dijo nada más. Llegaron a la planta baja. Abrió la puerta, la dejó pasar y la saludó.

–¿Tenés que ir a trabajar todos los días?

–Y si, Beatríz. El supermercado no cierra. Que tenga buen día. Caminaron en direcciones opuestas. Ignacio, a la izquierda hacia César Díaz y después a la derecha para salir a Nazca. De ahí, tres cuadras hasta el Carrefour Express. Su vecina, al contenedor de basura. En el grupo de WhatsApp del edificio lo habían dejado bien claro: debido a la falta de portero cada uno se tenía que encargar de sacar su bolsa.

Ignacio cumplió su horario sin quejarse. En realidad, prefería salir que quedarse en cuarentena. En su casa se sentía frágil. Todo le recordaba a su soledad. Pero mucho más, la foto del día que se casó con Juana. Llevaban cuatro años de divorcio. Ella se había quedado con la tenencia de las nenas. Ahora, el régimen de visitas estaba suspendido y no sabía cuándo las iba a volver a abrazar. Mejor estar en el trabajo, pensó, así no me quemo la croqueta.

A las 20 volvió a su casa. Subió por la escalera. Desde que se había declarado la cuarentena hacía lo posible para no sucumbir ante la psicosis. Pero, tampoco era inmune. El ascensor seguramente estaba lleno de gérmenes. Y de virus, claro. Para abrir la puerta, sostuvo la llave con la remera. Entró sin tocarla y la cerró con el pie. Se lavó bien las manos, mientras tarareaba el estribillo de la Marcha Peronista. Sacó de su mochila la cena: un paquete de milanesas de arroz y otro de puré chef. Calentó el aceite y el agua. Metió una milanesa en la sartén y vació la mitad del paquete de puré en la olla. Estaba todo encaminado cuando empezó a escuchar gritos y golpes. Primero, se asustó. Después se acordó de lo que habían mandado por el grupo. A las 21 convocaban a cantar para que la gente acatara el aislamiento social y se quedara en su casa. A Ignacio esas consignas le parecían estúpidas. No lo veía como una forma de unión en la crisis. Más bien le recordaba a Vigilar y castigar. Salió al balcón para escuchar mejor.

El vecino de abajo estaba sacado. “¡QUEDATE EN CASA LA PUTA QUE TE PARIÓ!”, gritaba, mientras golpeaba la baranda y hacía un ruido infernal. Todo el barrio cantaba.

–¡Ey! Che, ¿podés dejar de golpear la baranda, por favor?

No hubo respuesta. El vecino paró durante dos segundos y después siguió dándole al metal. A lo lejos, una mujer gritaba desaforada.

–¡HAY QUE DENUNCIAR AL QUE SALGA! ¡HAGAN LA DENUNCIA AL QUE SALGA!

–Esto es el colmo –dijo Ignacio en voz alta– pasamos de la paranoia a la exaltación de la justicia por mano propia. ¡Qué país, che!

Volvió a la cocina. El puré se le había pegado a la olla. Puteó. Lo sacó del fuego e intentó rescatar algo. En ese momento, sonó el timbre. Se acercó hasta la puerta y estiró la cabeza para espiar por la mirilla sin llegar a tocarla.

En el pasillo, una horda de vecinos comandados por Beatriz lo increpaban. Estaban armados con palos de amasar y tenedores. Uno llevaba en alto la escobilla del inodoro.

–¿Cómo es eso de que saliste gil? ¡Te vamos a sacar a la calle por irresponsable!

–Pero, ¿qué dicen? Trabajo en el Carrefour, ¿qué quieren que haga?

–¡No se puede salir! –gritó una vieja que tenía un perro horrible en brazos.

–¡Abrí la puerta si sos guapo, dale! –dijo el vecino de abajo.

Ignacio abrió la puerta. Estaba enojado, quería mandarlos a cagar. Pero pensó que si les mostraba la credencial del supermercado con su nombre, iban a entender. Estaba decepcionado porque Beatriz estuviera ahí, aunque no le sorprendía. En cuanto abrió la puerta, se le fueron al humo. Lo agarraron entre tres y lo subieron al ascensor. Lo tenían de las muñecas. Le hacían doler. El resto de los vecinos y vecinas bajó por la escalera. Para salir del ascensor lo levantaron como hacen los amigos en los casamientos. Solo que en este caso no había una buena intención. Mientras Ignacio veía todo desde arriba, Beatriz abrió la puerta de calle. Lo bajaron y lo tiraron al piso, sobre las baldosas de la entrada. Se golpeó la nariz y le salió sangre.

Arrodillado y agitado, Ignacio no podía creer lo que veía. Lo habían echado del edificio. De su propia casa. En el palier, los vecinos y vecinas vitoreaban. Lo señalaban del otro lado de la puerta de vidrio. Parecía que echaban espuma por la boca. De repente, Beatriz estornudó. En la emoción del momento olvidó hacerlo dentro del codo. El grupo se quedó mudo. El vecino de abajo de Ignacio la miró con odio. En seguida, estornudó él. Tenía tanta bronca contenida, que no pudo evitar hacerlo con la boca abierta y le salpicó saliva a todo el mundo. En ese instante, se cortó la luz. Empezaron a los gritos. Le pedían ayuda a Ignacio, que les abriera la puerta. Que dejara que salieran.

–¿Nos vas a dejar morir acá, pelotudo? –preguntó Beatriz.

Ignacio se tentó. Empezó a reírse compulsivamente. En el palier, le decían de todo y le apuntaban con la linterna de los celulares. Él se metió la mano en el bolsillo: tenía las llaves del Gol y un paquete abierto de maní salado. Se paró y se sacudió la ropa. Caminó media cuadra. Desactivó la alarma, entró al auto y se tiró en el asiento de atrás a ver Netflix en el celular.

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Historias de cuarentena (1)

Por Mariano Abrevaya Dios

Jorge Ludueña recuperó la libertad un par de horas antes de que Alberto Fernández anunciase la cuarentera obligatoria en todo el país. Estuvo encerrado en el penal de Batán, cerca de Mar del Plata, durante cinco años, por un robo a mano armada. Ingresó a su casa, en Berazategui, de noche, cuando el presidente ya había finalizado su discurso. Al llegar al barrio notó un clima enrarecido, los vecinos estaban en las puertas de sus casas, en grupos, iban y venían por la cuadra, tenían los televisores encendidos, pegaban algún grito. Su hermano no estaba. Hacía varios meses que no tenían contacto. Mejor. Le había dejado una nota sobre la cama; se había ido a lo de su novia, en Quilmes. La heladera estaba pelada. Se pegó una ducha y encaró hacia el Chino. Nunca había visto tanta gente ahí adentro. Fue como chocarse de frente contra una pared. Se despabiló con un movimiento de cabeza y fue a buscar lo suyo. En la góndola de los fideos y el arroz, toda revuelta, estaba Violeta, la amiga de su madre que vivía a la vuelta. Lo saludó con una sonrisa y le posó la mano en la mejilla. Pero en seguida lo dejó solo, rehén de la paranoia que flotaba en el comercio. La gente cargaba productos en las bolsas sin mirar. En la cola, que llegaba hasta la carnicería del fondo, trató de aislarse de los diálogos que unos y otros rumiaban mientras se comían las uñas y trataban de encontrar un culpable. Ya tenía consigo el corte de carne que se iba a asar en la parrilla del horno, y también la botella de vino tinto y un mantecol para el postre. Mañana sería otro día. El asunto de la guita lo charlaría con Ricardo, el pibe del ministerio con el que viene laburando desde hace medio año su vida en libertad. Fue él quien le avisó, por la mañana, que el gobierno probablemente ordenaría que todo el mundo se quede en casa. Son once días de aislamiento social y obligatorio, le dijo. Me los como crudos, pensó, ni bien le pagó al chino, que se estaba peleando con un hombre de bermudas, y apretó el paso en dirección a su casa.

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Manu y Santino Dios

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