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Historias de cuarentena (16)

Sosiego, por Mariano Abrevaya Dios

La abuela arrastra las chancletas por el patiecito, las manos detrás de la cintura, la cabeza gacha, la espalda vencida. Desde acá arriba se le nota aún más la protuberancia que le nace en el omóplato derecho. Salió a tomar aire, pobre. Debe estar todo el día hundida en el sillón. ¿Cuántos recuerdos se acumulan en noventa y dos años? Lo único que sé de ella es que creció en una zona rural, en Uruguay, y que tiene diez hijos. Es con una de ellas que vive en la planta baja. Ya no salen, claro, y de las compras se ocupa un familiar, pero hasta el mes pasado me las cruzaba en la calle. Iban al Chino, o la mayoría de las veces, a la farmacia. Supongo que se arreglan con la jubilación, y ahora con la ayuda que está bajando el gobierno. Camina los dos metros del largo del patio, da un paso para un costado, y regresa. Es una jaula de aire húmedo, con las paredes de la medianera descascaradas. En la pileta para lavar ropa hay una prenda en remojo, y en el tendedero amurado a la pared, un bombachón. Debe estar pensando en su compañero de toda la vida, o en el amante con el que tuvo relaciones en el arroyo una noche de tormenta, andá a saber. Incluso alguno de esos diez hijos capaz que es de aquel intrépido muchacho de ojos y pelo negro. Por ahí tiene la cabeza puesta en los atardeceres o colores del cielo de su infancia, en el olor a la tierra, en lo tanto que le gustaba acariciar la cabeza de su caballo preferido, qué se yo. Sus pasos son mansos, sosegados, no parece estar afectada por un ataque de angustia. Es muy probable que esté sonriendo con el recuerdo de un nieto, o una biesnieta. Debe ser maravilloso a esa edad mirarle los ojos a una criatura, sacarle una sonrisa, acariciarle los cachetes mofletudos. Sí, estoy segura. Se está despidiendo. Sabe que ya no hay vuelta atrás. Igual casi no salía.

“Abuela, cómo anda”, no pude contenerme.

“Hola querida”, con la cabeza apenas levantada, un mar de arrugas en la frente, los ojos dos moneditas puestas de costado.

“Qué bien esos ejercicios, eh”.

“Hago lo que puedo”, levanta los bracitos hasta la cintura, con las palmas de las manos, blancas, exhaustas, en dirección al recortecito de cielo que se abre sobre nuestras cabezas.

“Nos están matando con los aromas a tucos, comidas al horno y tortas fritas que llegan desde ahí abajo”, le sonrío.

“Y bue, de algo hay que morir, decía mi madre”.

Quiero llorar.

“Le mando un abrazo gigante, abuela”.

“Gracias, querida”.

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Historias de cuarentena (15)

El año del quiebre, por Mariano Abrevaya Dios

Tenía 16 años cuando se produjo el levantamiento carapintada de abril de 1987. La edad que ahora tiene mi hijo mayor. La edad que tenía Pablo, mi mejor amigo en aquel tiempo, cuando cursábamos el tercer año de un colegio nacional en Villa Urquiza. Con mi familia éramos de los tantos argentinos y argentinas que habíamos sufrido de manera directa la noche más negra de nuestra historia. Nos habíamos exiliado en el 82 y volvimos en 1984. Al año siguiente arranqué, por descarte, en el Reconquista, el último bachiller en convertirse en mixto de la entonces Capital Federal. Me adapté rápido. No tenía problemas con la socialización. Con Pablo me hice amigo enseguida.

Su familia tenía un corralón sobre la avenida Monroe, frente al Hospital Pirovano. Eran todos de Independiente, y más de una vez me invitaron a ir a la cancha, en Avellaneda. La madre trabajaba en el sistema de salud porteño y cada tanto caía en un pozo depresivo. Saludarla, al entrar a su casa, era pasar por un momento de incomodidad. Pablo y su hermano mayor tenían un perro raza Doberman que se movía a toda velocidad por el departamento, muy inquieto. Pablo tenía el pelo largo, como yo, y usaba un jardinero de jean, sin remera, muy seguro de sí mismo, a pesar de la edad, en la que uno suele ser muy permeable a la mirada y el juicio del otro.it En su habitación dormíamos en un entrepiso, con la cara casi pegada al techo. De es manera habían logrado que en el cuarto hubiese más espacio.

Los Tocco también tenían una relación con el movimiento de los derechos humanos. Había un familiar que había sufrido la persecución y los vejámenes de la dictadura. Ese fue un punto de contacto entre nosotros, pero lo central pasaba por la cotidiana. El gusto por el fútbol, la joda en el colegio, la calle y la atracción por las chicas, que aquel momento podía significar la gloria o la tristeza infinita.

Gobernaba Alfonsín, el Padre de la Democracia, y la disyuntiva que por aquellos días de otoño ganó la calle, los medios de comunicación y la opinión pública, era democracia o dictadura. No había ninguna chance de que los militares vuelvan a encabezar un golpe de Estado. La reacción popular fue inmediata. Ni bien se supo que se habían sublevado unos milicos -con las caras pintadas - la Plaza de los Dos Congresos se llenó de pueblo. Ahí estuvimos, subidos a la explanada del Parlamento, donde Alfonsín salió a saludar. Había un gusto especial por meterse en colgarse en cualquier lado. Ese jueves santo comencé a vivir una película que me tuvo en un estado de alarma y movilización inaudita hasta ese momento en mi vida. Fueron cuatro días, hasta el éxtasis final, el domingo, en la Plaza de Mayo, a la que volvería una y otra vez a lo largo de vida, cada vez que hizo falta, cada vez que hubo que dar pelea o celebrar nuestras victorias.

A la distancia, creo que con aquel escenario de conmoción social, ese pibe de 16 sentía que estaba dispuesto a cualquier cosa por evitar una nueva etapa política con los militaras en la Casa Rosada. El fervor que había en la calle lo contagiaba, lo conmovía, lo contenía, porque eran decenas de miles los que no querían más militares. No estaba solo. Aparte, estaba Pablo.

Ahora, durante la cuarentena, miro y escucho los archivos de la época, y vuelvo a emocionarme. Miles se juntaron en los portones del regimiento de Campo de Mayo, donde estaba el mismísimo Aldo Rico, y los provocaban, les querían dar pelea, saltaban en grupos con los brezos levantados, en ese típico gesto argentino que también vemos en los mundiales o en un recital. No había ninguna condición para el quiebre institucional. Estaba muy fresco el informe del Nunca Más, el Juicio a las Juntas, la recuperación de la democracia, la Guerra de Malvinas, el dolor, la muerte, el robo de bebés.

El domingo de la célebre frase que pronunció Alfonsín –un político de raza, de gran magnitud, visto hoy a la distancia- acerca de que la casa estaba en orden, estuve en la plaza. Con Pablo. Fuimos solos. Nos subimos a uno de los enormes plátanos que todavía están frente a los muros del Banco Nación, entre las calles Reconquista y 25 de Mayo, a la izquierda del balcón de la Rosada en el que aparte del presidente había presencia de dirigentes del peronismo, como Antonio Cafiero. Ahí estuvimos toda la tarde, entre su primera aparición de Alfonsín en el balcón, cuando anunció que iría a Campo de Mayo, la espera, y el regreso triunfal.

La plaza estaba explotada. Recuerdo con nitidez, y con una emoción compartida entre ese ayer en el que se cruzan lo personal, lo colectivo y lo histórico, y el presente -en el marco de una pandemia que nos toma de sorpresa y tiene confinados en casa, pero por suerte en manos de un gobierno popular que cuida nuestras vidas-, que un sector de la plaza le cantaba a Alfonsín que entregasen armas, que estaban dispuestos a ir a pelear contra los sediciosos.

En algún momento de la tarde, posiblemente con el júbilo final de sabernos vencedores, gobierno y pueblo, Pablo y yo nos miramos, entre las ramas y hojas ya amarillentas del árbol, y nos mordimos los labios. Es probable, también, que a mí se me haya piantado más de un lagrimón, porque ya en esa época las multitudes me ponían la piel de gallina pero en especial, aunque en aquel momento no lo procesásemos con esas palabras, por sabernos parte de la historia grande de la Argentina. 


Cómo fuimos hasta allá, cómo volvimos, con qué dinero, son detalles que no recuerdo, y que ahora me inquietan. No teníamos celulares con aplicaciones para todo, como mi hijo y sus amigos. Aunque aquella plaza, pienso ahora, es comparable a la de mi hijo y sus amigos, el último 10 de diciembre, cuando lograron ingresar unos metros por Avenida de Mayo, para bailar el pogo más grande con Jijiji, de Los Redondos.

Luego del “Felices Pascuas” nos enteraríamos que Alfonsín había negociado con Rico y sus secuaces la ley de Obediencia Debida. Un muerto que el movimiento de derechos humanos llevaría sobre sus espaldas durante muchos años, hasta que por fin llegó el fin de la impunidad, con Néstor Kirchner. Un lastre que también nos sirvió, en la década del 90, para militar muy fuerte, y junto a nuestros pares, el escrache, la búsqueda de la mejor de las condenas para los genocidas: la social. Fueron años muy duros, una vez más, de mucha soledad, e indiferencia de gran parte de la sociedad, muchos de los cuales, probablemente, hayan sido parte del electorado que interpeló el m
acrismo. Pero con los hijos e hijas, y los organismos de derechos humanos, peleamos muy duro, crecimos, maduramos como personas y como agrupación, para acercarnos en lo político a nuestros padres y sus compañeros y compañeras. 

En el veranos de 1987 me fui de vacaciones al sur, de mochilero, con Pablo y Martín, mi otro gran amigo. Fueron unas vacaciones espléndidas, de iniciación, en la montaña, los lagos, el fuego, las constelaciones de estrellas lejos de la ciudad y los adultos, muy cerca de la idea que uno podía tener de aquella construcción o valor llamado libertad. En la previa, el viaje tambaleó por el asma de Pablo. Sus padres, de manera justificada, tenían mucho miedo de que sufriese un ataque allá tan lejos, y que el Ventolín, su remedio de cabecera para abrirle los bronquios, no sirviese para nada. No tuvo un solo problema, mucho menos una crisis. Era el clima, dijimos una vez que regresamos a casa, la buena vida, el equilibro emocional de haber vivido una quincena inolvidable.

Un mes y medio después, al poco tiempo de comenzar cuarto año, y ya en 1988, Pablo falleció en una parada de colectivo de la avenida Cabildo, en Saavedra, por un ataque de asma. El mundo se nos vino abajo. Tiempo después, yo solía decir que aquella muerte me había dolido más que la de mi padre, porque yo era muy chiquito, y no tenía suficiente conciencia para procesar el desgarro, la falta.

1987 fue el año de aquella gesta personal, junto a Pablo, en contra de la intentona de los milicos de marcarle la cancha al poder político, y el pueblo argentino, como finalmente sucedió. Solo algunos meses después, se iría, en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie pudiese hacer nada. 

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Historias de cuarentena (14)

Cuarentena verde, por Mana Chispeante

Una pequeña ramita de hojas extrañas apareció en mi jardín, era bonita, pero yo no la planté. El misterio se aclaró cuando mi hijo me contó que había sido él quien me la regaló. Pasó el tiempo, y ¡como crecía! Tenía una fuerza enorme, y también un aroma entre menta y otra cosa, con una muy rica fragancia.

Pero llegó la cuarentena, y cuánto extraño a mis hijos, me llaman todos los días, especialmente el que plantó la susodicha. ¿Cómo está?, pregunta. No yo, sino ella. Así que aprovechando esa excusa le decía que quizás le faltaba agua o tenía demasiada. Los llamados y las fotos se hicieron mas intensas a medida que pasaban los días. Hasta que hace una semana, me dijo fatal, vas a tener que ser vos.

¿Yo qué?

Vas a tener que cortarla y ponerla a secar. En caja de cartón, cuidado, que no se honguee, ponela en un lugar cerrado, cuidado, cuidado.

Parecía que estaba tratando a una poderosa bomba de hidrógeno. 


Así fue que la corté, desparramé las hojas y los tallos (mientras me daba indicaciones por teléfono: cuidado con los tallos, que no se desperdicie nada).

A los diez días, estaban secas. Sequitas. Él me preguntaba: ¿Están secas? Aún no, porque como en casa vive una muchacha que vio la planta y dijo tengo un papelito, ¿te parece si fumamos una florcita el domingo después de almorzar? Pues seeeee…

Eso hicimos, y mientras yo flotaba entre algodones y subía por escaleras larguísimas y me daba cuenta que mis brazos miden mas de dos metros, mi hijo me llamaba para preguntarme ¿Ya se secaron? Todavía un no le podía decir que sí porque vive en Adrogue, y no podía venirse hasta Núñez y menos explicarle a los controles que viene a cuidar a su madre porque se le está consumiendo la planta.

Y parece que la cuarentena es larga, pero las hojas y tallos ya están en frascos, y se ven bien secos.

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Historias de cuarentena (13)

Por Mariano Abrevaya Dios

Ya habían pasado cuarenta minutos de penumbra y el más absoluto de los silencios cuando Brian atinó a levantar su cuerpo de la sillita de pino. Fue un movimiento mínimo, casi imperceptible, pero alcanzó para que la pata de la silla raspase el suelo de cemento alisado. El nene, entonces, se revolvió sobre la sábana, y debajo también se arrugó la fina pero ruidosa carpeta de plástico que impermeabiliza el colchón. La señal era muy clara, a pesar de tener dos años y monedas: no estoy dormido. El padre, de veintiocho años, masticó bronca. Mucha. Apretó los puños, maldijo al nene, a la madre y al universo. Al estirar las piernas pateó un coche de metal que estaba en el suelo. El ruido los sobresaltó a los dos. El nene dijo papá. El papá puteó. Dormite. Tenía los gemelos entumecidos por haber pasado tanto tiempo en la misma posición, sin relajarse ni un segundo, para que el nene se duerma. Le había leído media docena de cuentos, le había cantado dos canciones, había silbado y susurrado otras melodías –infantiles pero también de canciones de cancha y de Los Redondos-; durante todo ese tiempo interminable le había hecho caricias en la espalda, cabeza, cintura y piernas, y el nene, poco a poco, fue dejado atrás ese hormigueo que lo tiene durante casi todo el día -salvo cuando duerme siesta, un momento del día que también se está poniendo muy difícil-, en un estado de euforia permanente. Hasta que escuchó que le había cambiado la respiración, la llave que abre la posibilidad de dedicarte un rato a vos, luego de haber estado todo el puto día atrás del nene. Pero no.

La concha de Dios, tengo solo un rato por día para fumarme un pucho en el fondo, ver un poco de tele, mirar la compu, y este conchudo no se duerme más, por qué, qué carajo le pasa, con Romina dijimos de no pelearnos delante de él, y lo venimos haciendo, pero a dónde nos vamos a meter si vivimos en este cuchitril, se escucha todo por más que nos metamos debajo de la cama o nos encerremos en la heladera. Tiene que ser la edad. Está a pleno, lo desborda la energía, pobre cabezón, te quiero matar, hermano, te odio, por favor dormite, déjame un rato, no doy más, y lo peor es que dentro de un par de horas, cuando esté profundamente dormido, vas a pedir por mamá, vas a llorar, y ese llanto, en este silencio de la noche, te perfora los tímpanos, y te voy a venir a decir, con las pelotas por el piso, por qué mierda llorás, si está todo bien, todo el día jugamos con vos, un rato ella, otro yo, te hacemos de morfar lo que te gusta, te cambiamos los pañales ni bien los llenas de mierda, te dejamos bañar con los autos y muñecos, y hasta te trajimos caramelos del Chino y mirás un buen rato por día el celular. Basta, por favor, dormite, que mañana empieza todo otra vez, y faltan como diez días para el 13.

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Historias de cuarentena (12)

Fragmentos de un diario de cuarentena, por Lucía Esteban

23:40
Nuestras sobremesas son eternas
vino, fernet, whisky
de fondo Nirvana o George Harrison
“here comes the sun
little darling”
un concierto lleno de gente
nada más lejano que la multitud enardecida
“ha sido un invierno largo, frío y solitario”
subtítulos en pantalla
y me río
en nuestra mesa
ya no existen las marquesinas donde soñé mi nombre
ni donde papá apostó el suyo
ni son tan grandes las anécdotas.

1:30
Perlongher se quejaba en cartas
desde el “exilio interior”
“cada vez hay con quien menos hablar: a unos
los traga la emigración, a otros el silencio”
acá nosotros
pasamos los días entre
mensajes
mails
clases virtuales
plataformas
micrófonos siempre encendidos
acá nosotrxs
nos vemos más seguido que nunca
y nunca es lo mismo
acá nosotres
tenemos otra videollamada.

6:50
Me despierto sangrando
agradezco
que los sueños no siempre se hagan realidad.

12:00
Esta noche dormí de corrido
vos te fuiste
no entró nadie
ni yo adentro mío.

15:00
Me abruma todo lo que no voy a leer
me abruman todas las cosas que no voy a escribir
me abruma no poder hacer nada
con todo este privilegio.

17:39
El ambiente inhabitable
ese, creado por mí
salvarlo de mí misma
es mi tarea para estos días
construir lo que no quiero dentro
por fuera
un hogar
también es
donde poder aislarse.

01:45
Esta vez escucho pasos pero
son de los nuestros
todavía no develo aquel misterio
por ahora
la cocina es el punto de encuentro
para los que nos quedamos sin provisiones

3:24
Escucho los golpes pero no creo
que sean pasos
esta vez son martillos
mis vecinos se ponen a arreglar cosas en la madrugada
colgar estanterías
y está bien, no puedo juzgarlos
yo también arreglo mi desastre
limpio mi mugre y me obsesiono
con todo lo inútil
queremos llenar este el silencio.

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Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios