A las cuatro y media de la tarde unas cinco mil personas colmábamos parte del imponente Pabellón Bicentenario, en Tecnópolis (el mismo espacio en el que el jujeño de diez años recitó, para todo el país, el conmovedor poema “No te rías de un colla”). A pesar de la penumbra, vimos que unos treinta granaderos ganaban el centro del escenario. El metal de sus trompetas brillaba como el oro. Luego entraron los músicos y bailarines de “El Choque Urbano”. Algunos se subieron a unas torres tubulares. Otros tomaron posición detrás de un set de percusión conformado por tachos y baldes. Un minuto después, todos juntos empezaron a interpretar una moderna versión del himno nacional. Una pareja, al frente, bailaba chacarera. Cuando terminaron, el pabellón se llenó de aplausos y chiflidos celebratorios. Luego, durante casi una hora, los artistas de la compañía que crea ritmos con cualquier tipo de objeto reciclable, ofrecieron un show espléndido. De primer nivel. Con distintos niveles de intensidad, matices, y carga emotiva. Interactuaron con el público. El sonido era impecable. Los mismo con la calidad de la imagen que devolvían las cinco pantallas gigantes que había montadas detrás del escenario. Las luces, igual. En un pasaje del espectáculo, los granaderos volvieron a aparecer en escenario, junto al resto de los artistas, para articular una orquesta percusiva, con unos tubos de goma espuma. Incluso se animaron a meter algunos pases de baile, perdiéndose, junto al resto, en la fiesta de sonidos y color. Era por lo menos curioso verlos romper con tanta naturalidad el riguroso protocolo. Cientos de personas sacaban fotos se paraban en los asientos de plástico para sacar fotos con sus celulares. El show había sido impecable. En el Luna Park, debe costar unos trescientos pesos mirarlo desde una tribuna.
Cuando salimos del pabellón el clima seguía igual de primaveral que hacía un rato. Miré en dirección a la General Paz. En el arco de acero de la puerta, se anunciaba, en gigantescas letras coloradas, que se había llegado a los dos millones de visitantes. Fue ahí que, con desazón, me pregunté cuáles de las personas que ahora poblaban las calles y los stands del predio no comprendieron que Tecnópolis es una política de Estado del actual gobierno, y no de otro. ¿Los de la villa 21 que estaban sentados delante nuestro dentro del Pabellón? ¿La parejita que paseaba en la “Tierra de los Dinos” con un cochecito de bebé tan precario que parecía a punto de destartalarse? ¿La familia que estacionó frente a nosotros su Renault cero kilómetro? Algunos de ellos no entendieron que si no acompañan el proceso político actual en las urnas toda esa fantástica obra que cada año está mejor organizada, con más y mejores propuestas, forman parte de una política de Estado. Del Estado Kirchnerista.
Santino y Manuel (hijo y sobrino), ya estaban peloteando sobre la calle principal del predio. Me llamaron a los gritos. Tenían la ropa de River sucia, luego de haber potreado todo la tarde. Se reían. Tenían la piel de la cara rosada, por el sol. Ni bien me acerqué, me dijeron que les había prometido que ahora teníamos que ir a “Rockopolís”, y después al pabellón de “Pasiones Argentinas”.
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Mariano Abrevaya Dios
on martes, 20 de agosto de 2013
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Crédito foto: http://www.flickr.com/photos/tecnopolisargentina/sets/
100% villera (apuntes laterales de la película Diagnóstico Esperanza)
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Mariano Abrevaya Dios
on jueves, 8 de agosto de 2013
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2) La volví a ver tres años más tarde, en el renovado Cine Gaumont. Ya no como espectadora, sino en el rol de actriz, en la película ‘Diagnóstico Esperanza’. Apareció en la pantalla, sentada frente a una mesa, en la cocina de una sencilla pero digna casa que reconocí de inmediato: la que había recibido del Estado. Sobre un plato, cortaba varios gramos de cocaína con alguna sustancia barata. A su alrededor, con los codos sobre la mesa, sumisos, sus hijos –en la película-, todos menores, soportaban la catarata de insultos que ella les vomitaba por “vagos”. Ése sería su rol a lo largo de toda la historia. Un personaje despreciable. Cruel. Desalmado. Una puntera que le vende ‘falopa’ a los pibes del barrio desde la ventana de la cocina; que tiene un arreglo con los dos ‘gorras’ de la brigada de la comisaría a cambio de dos mil pesos por mes; que le ofrece mano de obra villera a esos dos mismos ‘cobanis’ cuando ‘pinta’ la posibilidad de ‘reventar un rancho’ de algún ‘gil’ en un barrio de clase media. La historia que narra César González podría ser catalogada como un policial argentino y villero. Basura, barro, chatarra, perros vagabundos con las costillas marcadas. Marginalidad. Desesperanza. Policías federales corruptos que andan en un auto sin patente, pibes chorros y ex presos dispuestos a todo, una puntera desquiciada que hace de enlace entre ambas bandas para reventar un departamento que tiene miles de dólares debajo de un colchón. César se da el gusto de interpretar a un ‘rocho’ que en una escena secuestra, al voleo, y junto a un compinche, a un tipo que podría ser cualquiera de nosotros. La escena dura varios minutos y te pone los pelos de punta. Adrenalina, tensión, ‘verdugueo’, violencia y resentimiento cargados de veracidad. El poeta y ahora cineasta villero nos grita en la cara que sí, que de ahí viene; y que a pesar de las viviendas y otras conquistas sociales de la década ganada, muchos de los pibes de las villas que venden soquetes en el tren, de un momento a otro se reviran, y deciden jugarse la libertad, o la vida, por un par de zapatillas de novecientos pesos.
3) Me encantaría saber el nombre de la madre de César (llamémosle Karina). Se debe haber divertido durante el rodaje de la película. Estoy seguro de eso porque conocí, aunque de manera fugaz, su semblante desinteresado y transparente. Su hijo no para de producir. De crear. De militar a favor del arte en los barrios pensado como herramienta de transformación social; o de los pibes como él que no tuvieron una madre como Karina, ni su talento o hidalguía para forjarse un camino propio con la potencia de un tanque de guerra. A Karina le calzó muy bien el personaje de madre despiadada que le grita en la cara a su hijo de diez años “¡Para qué mierda querés un micrófono, pedazo de pelotudo si no servís para nada!”. Presa de la fiebre del consumo, como casi todo el resto de los personajes de la historia salvo un ‘rasta’ que vive en la villa, no soporta que su hijo priorice cantar canciones que un celular. Cuando terminó la película, y las decenas de porteños bajamos las escaleras, en la planta baja nos encontramos a los pibes de la película. Los villeros. Sonreían con naturalidad. Sin poses. Si uno quiere les puede comprar el último número de la revista “¿Todo Piola?”, que dirige César. Karina no estaba. Me hubiese gustado fumar con ella un cigarrillo en la vereda. Decirle que es una gran actriz y, ahora sí, jurarle que iría a verla a su casa a tomar esos mates. Leer más...