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Buscar dentro de HermanosDios
Verano de 2003. Estoy de vacaciones en el Norte argentino. Paramos en la casa de una conocida de mi mamá, en Maimará. Ana, sus pelos largos flotan con libertad y sus conversaciones son muy amenas. De ella me quedó que transpirar mucho y cagar seguido es muy sano. En esas charlas me recomienda un libro que se llama “Los que llegamos más lejos”, de Leopoldo Brizuela. No conocía al autor y menos el libro, que se había publicado a finales de 2002. La volvimos a ver a Ana en marzo, en Buenos Aires, un asado en casa (la famosa sinagoga del rock). Me trajo el libro de regalo. Yo la convencí de que vote a Néstor Kirchner, en quien no confiaba mucho.
Septiembre de 2003. Estoy en Canadá invitado por un amigo que vive ahí, para ver a los Stones. Durante la semana mi amigo trabaja y yo agarro la bici y recorro Toronto. Paro en diferentes lugares a leer “Los que llegamos más lejos”. Me pasa algo tan lindo con ese libro que me dan ganas de escribirle al autor, de agradecerle por haberme generado sentimientos así de intensos y por haberme hecho conocer en detalles a Ceferino Namuncura, a la historia argentina que no enseñan en el colegio ni tampoco en la literatura política de la línea San Martín, Rosas, Perón. Durante muchos meses pensé en buscar un correo electrónico y escribirle.
Julio o Agosto de 2008. Lo conozco a Leo, porque es nuestro profesor en una materia en la carrera de narrativa de Casa de Letras. Cuando a principios de ese año comenzamos a cursar sabía que en algún momento me lo iba a cruzar a Brizuela. Le quería decir lo que me pasó en 2003. Y se lo dije: que hace unos años había leído ese libro y que me habían agarrado ganas de escribirle, que nunca lo hice pero que ahí lo tenía y se lo estaba diciendo. Sonrió con esa sonrisa medio infantil que al principio parece falsa pero cuando lo conoces es toda su verdad. Sebastián Basualdo en el suplemento Radar de Página 12 escribe: “sonreía como un niño luego de haber hecho una travesura incomprensible para un adulto”.
Junio de 2012. Se publica Una misma noche, libro de Leopoldo donde soy uno de los personajes. El libro gana el premio Alfaguara ese año.
Hace unos días murió Leopoldo Brizuela, tenía solo 55 años.
A Casa de Letras fuimos con mi hermano en una época donde tenía encendida mi vocación narrativa. Habíamos hecho anteriormente un taller de escritura con Sandra Russo y Casa de Letras era parte de esa formación. Terminamos “la carrera” pero lamentablemente después de eso prácticamente no escribí más nada de ficción.
Mi glorioso hermano sí y anda caminando una notable carrera de escritor. Leopoldo admiraba la escritura de Matu, su vocación y su esfuerzo y cómo él lo cuenta en este mismo blog, lo ayudó mucho a ser el gran escritor que es hoy.
Así como le pasaba a Mariano, yo también me juntaba con Leo a comer o a tomar algo y hablábamos mucho. También charlábamos bastante por teléfono. Creo que no existía todavía el WhatsApp.
Pero esos encuentros tenían, además, un objetivo literario para él. No se en qué momento me lo dijo, pero es lo que menos importa. Soy Miki en “Una misma noche” y en la página 35 escribe: “… y lo invité a almorzar. No concebía mejor confidente”.
“Miki fue mi alumno, es abogado, judío. Su padre, guerrillero, fue asesinado en el ´76, cuando faltaban apenas días para que Miki naciera: la edad de mi recuerdo. Sus tíos maternos… fueron secuestrados y, como se dice, aún hoy permanecen desaparecidos. La incertidumbre sobre su destino final ha marcado la vida de Miki. Y la de su madre. Que dirige el Instituto “Rodolfo Walsh” de la Memoria, en las antiguas instalaciones del campo de concentración de la ESMA, donde casi con seguridad sus tíos fueron torturados”.
En nuestras charlas Leo me había dicho que quería hacer una visita a la Ex Esma, que nunca había ido. Fuimos el 30 de octubre de 2010. Yo había programado una visita con unos alumnos míos y lo invité a Leo. Muchos de los que allí estábamos todavía teníamos los ojos pegados de tanto llorar la muerte de Néstor Kirchner.
Esa visita también está en el libro. No me gustó cómo retrató algunas cosas de ese día. Leo sabía mucho y le molestaba la gente que sabía poco. A veces se obsesionaba con lo que alguno decía o pensaba. A mi esa obsesión no me interesaba. Hay mucho en el libro de esa visita. Rescato algo que -releyéndolo ahora- me causó mucha simpatía: “Desde un ómnibus gritan: ´Viva Menem, carajo´. Y Miki responde agarrándose el bulto. Pero Dios, me digo, ¿cómo es posible que responda con ese gesto, alguien que debe todo a las mujeres, a su madre, a su abuela?” (página 221).
Leo era exigente en la vida y exigente con la escritura. Me parece -ahora me doy cuenta- que en parte es culpable de que yo haya dejado de escribir. Porque una cosa es ser “buena persona” (eso me lo decía mucho Leo y lo dice en el libro con hermosas palabras) pero otra muy diferente es escribir. Porque para escribir en serio hay que ocuparse en serio, hay que atravesarse. Priorizarlo. Y eso es lo que no hice hasta el día de hoy. Si algún día lo hago Leo estará conmigo deslizando los dedos en el teclado.
“Le agradezco a Miki con una casi broma: -Todo esto estará en mi próxima novela. Él me mira sonriendo, creo, infinitamente dolido. O quizá no. Quizá son delirios tejidos por la culpa. Pero de algo estoy seguro: esta es la despedida” (página 246)
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Leo fue uno de mis maestros literarios. Hizo mucho por mi crecimiento profesional, tanto como docente, como amigo y compañero. Lo conocí en Casa de Letras, la primera escuela de narrativa de la Ciudad de Buenos Aires, que tenía su sede en un viejo edificio de Belgrano y Perú, en el centro porteño. Fue en sus clases que leí por primera vez a las estadounidenses Flannery O’Connor y Carson McCullers, dos autoras de comienzos del siglo pasado, que escribían relatos tan bellos como macabros. También me acercó a una autora argentina, radicada desde que era muy chica en Francia, con la que accedí, creo que por primera vez, al punto de vista de una nena, que en su novela La casa de los conejos narra los detalles de un mega operativo del Ejército Argentino, en La Plata, en 1977, que termina con la vida de sus padres, ambos militantes de Montoneros.
Creo que los derechos humanos fueron el puente que naturalmente se tendió entre nosotros. También lo incluyo a mi hermano Ricardo, que también estudiaba en Casa de Letras. Nosotros habíamos militado en la agrupación H.I.J.O.S. Él era un estrecho colaborador de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, y tenía una profunda admiración por Hebe. Aparte de apostar a la escritura, con mi hermano ya estábamos militando en el Kirchnerismo, abrazados a la idea de un proyecto nacional que no solo contuviese las reivindicaciones del movimiento de derechos humanos. Corría el 2008 y el picaresco mundo imaginario de autoras como Hebe Uhart se nos mezclaba con la tensísima disputa entre el gobierno popular y las patronales del agro.
De a poco, en las clases, el hombrecito de la ciudad de La Plata se ocupó de que yo me desprendiese de algunos vicios gramaticales y sintácticos que traía de la calle, y de la vida, y que había que pulir para poder escribir algo respetable ante un lector más o menos convencional. Nos hacía pensar y trabajar, como corresponde. Ejercicios, tareas, lecturas. Era tímido y tenía un gran sentido del humor.
En el invierno de 2010 publiqué mi primer libro de cuentos, con El pánico el pánico, y una de las dos personas que invité para subirle el precio al acontecimiento, fue él. El otro, un ácido compañero hincha de Almagro y amante de la música pesada, con el que estaba estudiando: Diego Vecino. Leo viajó desde La Plata hasta la vieja y original sede de Matienzo, sobre la calle homónima, y su intervención, frente a los editores, su colega y compañero de mesa, mi familia, mi entonces hijo de ocho años, y amigos, me ruborizó tanto que alguien me acercó una botellita de agua. Se excedió con la ponderación que realizó sobre mis textos, como suele suceder en las presentaciones de libros, pero no importó. Esa noche me sentí muy halagado por su presencia, y lo más importante, con todas las ganas del mundo de seguir escribiendo.
Ya no compartíamos Casa de Letras, pero sí un vínculo que se mantenía vivo por correo electrónico, mensajes de texto, algún llamado. Fue por eso que en 2011 y 2012, con un amigo, Nicolás Castro, y mi hermano, lo invitamos a participar del ciclo de lecturas de poesía Más Poesía Menos Policía (MPMP). Leo, súper obsesivo, nos aclaró lo que ya sabíamos: era un narrador. La edición del ciclo se realizó en la legislatura porteña, a última hora de la tarde. Al mediodía Alfaguara había difundido el nombre de su Premio Novela 2012: Leopoldo Brizuela, por su texto Una misma noche. El tipo vino igual a nuestro evento. Y por supuesto, leyó fragmentos de la novela ganadora.
Cristina ejercía la gestión de su segundo gobierno. Ya no contaba con su compañero de vida y militancia, pero aún así avanzaba con la ampliación de derechos de las mayorías y la recuperación de emblemas nacionales como Aerolíneas e YPF; aparte, ya teníamos el Fútbol para Todos, la Asignación Universal por Hijo, el plan Conectar Igualdad y la Ley de Medios de la Democracia, y justamente por todo eso, entre otras razones, recibía el hostigamiento de distintos sectores del poder real, entre ellos, los grandes medios de comunicación. Una de las históricas dificultades que tuve y sigo teniendo para escribir ficción, y que en aquellos años muy notoria, era el cruce de cables entre el Mariano militante político y el Mariano que intenta producir buena narrativa. Leo me lo señalaba cada vez que podía. Separá, me decía, separá.
Junto a mis socios de MPMP, una noche de lluvia y frio fuimos al centro cultural Islas Malvinas, en La Plata, de la mano de la editorial Mil Botellas, y Leo se sentó en la platea, a escuchar nuestras lecturas, junto al puñado de almas sensibles que se acercó al mitin literario a pesar del mal clima. Luego fuimos a comer pizza a un bar de la zona e hicimos el tercer tiempo. Él estaba con su novio.
Un caluroso día del verano de 2016, con Macri en la Casa Rosada y el estado de ánimo por el piso, recibí un llamado que me alegró el día y los meses siguientes: la editorial Alto Pogo me invitaba a sumar un cuento a una antología que se caracterizaba por estar conformada por autores y autoras emergentes, auspiciados por autores ya consagrados. En mi caso, me había recomendado Leo. El año anterior había publicado mi segundo libro de cuentos y en 2017 publicaría una biografía de un compañero dirigente y villero.
Fue por esa época que tuve el último contacto con Leo. Él tenía a su cargo una nueva sección de la revista Eñe, en la que entrevistaba, en formato video, a un escritor o escritora. En la primera edición estuvo Juan Incardona. Para el segundo, pensó en mí. Le pedí el fin de semana para pensarlo. ¿Pensar qué?, dijo. Si estoy dispuesto a verme en una pantalla con la marca de Clarín sobre la cabeza. Luego de debatir el asunto con mis seres queridos, le dijo que no. Se trató de una decisión difícil, que él no me perdonó, quizá por entender que yo era incapaz de separar la carrera del que escribe con las convicciones políticas, o por ahí se trató de un desplante que le hirió su orgullo. Como sea, fue la última vez que hablé con él.
El año pasado publiqué mi primera novela. La tarea más importante que realicé en las tres correcciones que le hice al texto, también inducido por mi padre, Gustavo Abrevaya, que es otro de mis maestros literarios, fue exprimir al narrador de toda la carga ideológica que llevo en mi cabeza. Creo que el producto final está bastante bien. Tanto durante el proceso creativo, como en el período de corrección, Leo sobrevoló mi conciencia y mis recuerdos. Con sus observaciones meticulosas, el obsesivo cuidado del lenguaje, el punto de vista del narrador, la profundidad de los personajes, la economía en las descripciones, y en especial, la idea de que en la ficción –y por qué no en la vida- me anime a romper con cualquier tipo de cadena. En eso estoy.
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