Buscar dentro de HermanosDios

Historias de cuarentena (16)

Sosiego, por Mariano Abrevaya Dios

La abuela arrastra las chancletas por el patiecito, las manos detrás de la cintura, la cabeza gacha, la espalda vencida. Desde acá arriba se le nota aún más la protuberancia que le nace en el omóplato derecho. Salió a tomar aire, pobre. Debe estar todo el día hundida en el sillón. ¿Cuántos recuerdos se acumulan en noventa y dos años? Lo único que sé de ella es que creció en una zona rural, en Uruguay, y que tiene diez hijos. Es con una de ellas que vive en la planta baja. Ya no salen, claro, y de las compras se ocupa un familiar, pero hasta el mes pasado me las cruzaba en la calle. Iban al Chino, o la mayoría de las veces, a la farmacia. Supongo que se arreglan con la jubilación, y ahora con la ayuda que está bajando el gobierno. Camina los dos metros del largo del patio, da un paso para un costado, y regresa. Es una jaula de aire húmedo, con las paredes de la medianera descascaradas. En la pileta para lavar ropa hay una prenda en remojo, y en el tendedero amurado a la pared, un bombachón. Debe estar pensando en su compañero de toda la vida, o en el amante con el que tuvo relaciones en el arroyo una noche de tormenta, andá a saber. Incluso alguno de esos diez hijos capaz que es de aquel intrépido muchacho de ojos y pelo negro. Por ahí tiene la cabeza puesta en los atardeceres o colores del cielo de su infancia, en el olor a la tierra, en lo tanto que le gustaba acariciar la cabeza de su caballo preferido, qué se yo. Sus pasos son mansos, sosegados, no parece estar afectada por un ataque de angustia. Es muy probable que esté sonriendo con el recuerdo de un nieto, o una biesnieta. Debe ser maravilloso a esa edad mirarle los ojos a una criatura, sacarle una sonrisa, acariciarle los cachetes mofletudos. Sí, estoy segura. Se está despidiendo. Sabe que ya no hay vuelta atrás. Igual casi no salía.

“Abuela, cómo anda”, no pude contenerme.

“Hola querida”, con la cabeza apenas levantada, un mar de arrugas en la frente, los ojos dos moneditas puestas de costado.

“Qué bien esos ejercicios, eh”.

“Hago lo que puedo”, levanta los bracitos hasta la cintura, con las palmas de las manos, blancas, exhaustas, en dirección al recortecito de cielo que se abre sobre nuestras cabezas.

“Nos están matando con los aromas a tucos, comidas al horno y tortas fritas que llegan desde ahí abajo”, le sonrío.

“Y bue, de algo hay que morir, decía mi madre”.

Quiero llorar.

“Le mando un abrazo gigante, abuela”.

“Gracias, querida”.

Leer más...

Historias de cuarentena (15)

El año del quiebre, por Mariano Abrevaya Dios

Tenía 16 años cuando se produjo el levantamiento carapintada de abril de 1987. La edad que ahora tiene mi hijo mayor. La edad que tenía Pablo, mi mejor amigo en aquel tiempo, cuando cursábamos el tercer año de un colegio nacional en Villa Urquiza. Con mi familia éramos de los tantos argentinos y argentinas que habíamos sufrido de manera directa la noche más negra de nuestra historia. Nos habíamos exiliado en el 82 y volvimos en 1984. Al año siguiente arranqué, por descarte, en el Reconquista, el último bachiller en convertirse en mixto de la entonces Capital Federal. Me adapté rápido. No tenía problemas con la socialización. Con Pablo me hice amigo enseguida.

Su familia tenía un corralón sobre la avenida Monroe, frente al Hospital Pirovano. Eran todos de Independiente, y más de una vez me invitaron a ir a la cancha, en Avellaneda. La madre trabajaba en el sistema de salud porteño y cada tanto caía en un pozo depresivo. Saludarla, al entrar a su casa, era pasar por un momento de incomodidad. Pablo y su hermano mayor tenían un perro raza Doberman que se movía a toda velocidad por el departamento, muy inquieto. Pablo tenía el pelo largo, como yo, y usaba un jardinero de jean, sin remera, muy seguro de sí mismo, a pesar de la edad, en la que uno suele ser muy permeable a la mirada y el juicio del otro.it En su habitación dormíamos en un entrepiso, con la cara casi pegada al techo. De es manera habían logrado que en el cuarto hubiese más espacio.

Los Tocco también tenían una relación con el movimiento de los derechos humanos. Había un familiar que había sufrido la persecución y los vejámenes de la dictadura. Ese fue un punto de contacto entre nosotros, pero lo central pasaba por la cotidiana. El gusto por el fútbol, la joda en el colegio, la calle y la atracción por las chicas, que aquel momento podía significar la gloria o la tristeza infinita.

Gobernaba Alfonsín, el Padre de la Democracia, y la disyuntiva que por aquellos días de otoño ganó la calle, los medios de comunicación y la opinión pública, era democracia o dictadura. No había ninguna chance de que los militares vuelvan a encabezar un golpe de Estado. La reacción popular fue inmediata. Ni bien se supo que se habían sublevado unos milicos -con las caras pintadas - la Plaza de los Dos Congresos se llenó de pueblo. Ahí estuvimos, subidos a la explanada del Parlamento, donde Alfonsín salió a saludar. Había un gusto especial por meterse en colgarse en cualquier lado. Ese jueves santo comencé a vivir una película que me tuvo en un estado de alarma y movilización inaudita hasta ese momento en mi vida. Fueron cuatro días, hasta el éxtasis final, el domingo, en la Plaza de Mayo, a la que volvería una y otra vez a lo largo de vida, cada vez que hizo falta, cada vez que hubo que dar pelea o celebrar nuestras victorias.

A la distancia, creo que con aquel escenario de conmoción social, ese pibe de 16 sentía que estaba dispuesto a cualquier cosa por evitar una nueva etapa política con los militaras en la Casa Rosada. El fervor que había en la calle lo contagiaba, lo conmovía, lo contenía, porque eran decenas de miles los que no querían más militares. No estaba solo. Aparte, estaba Pablo.

Ahora, durante la cuarentena, miro y escucho los archivos de la época, y vuelvo a emocionarme. Miles se juntaron en los portones del regimiento de Campo de Mayo, donde estaba el mismísimo Aldo Rico, y los provocaban, les querían dar pelea, saltaban en grupos con los brezos levantados, en ese típico gesto argentino que también vemos en los mundiales o en un recital. No había ninguna condición para el quiebre institucional. Estaba muy fresco el informe del Nunca Más, el Juicio a las Juntas, la recuperación de la democracia, la Guerra de Malvinas, el dolor, la muerte, el robo de bebés.

El domingo de la célebre frase que pronunció Alfonsín –un político de raza, de gran magnitud, visto hoy a la distancia- acerca de que la casa estaba en orden, estuve en la plaza. Con Pablo. Fuimos solos. Nos subimos a uno de los enormes plátanos que todavía están frente a los muros del Banco Nación, entre las calles Reconquista y 25 de Mayo, a la izquierda del balcón de la Rosada en el que aparte del presidente había presencia de dirigentes del peronismo, como Antonio Cafiero. Ahí estuvimos toda la tarde, entre su primera aparición de Alfonsín en el balcón, cuando anunció que iría a Campo de Mayo, la espera, y el regreso triunfal.

La plaza estaba explotada. Recuerdo con nitidez, y con una emoción compartida entre ese ayer en el que se cruzan lo personal, lo colectivo y lo histórico, y el presente -en el marco de una pandemia que nos toma de sorpresa y tiene confinados en casa, pero por suerte en manos de un gobierno popular que cuida nuestras vidas-, que un sector de la plaza le cantaba a Alfonsín que entregasen armas, que estaban dispuestos a ir a pelear contra los sediciosos.

En algún momento de la tarde, posiblemente con el júbilo final de sabernos vencedores, gobierno y pueblo, Pablo y yo nos miramos, entre las ramas y hojas ya amarillentas del árbol, y nos mordimos los labios. Es probable, también, que a mí se me haya piantado más de un lagrimón, porque ya en esa época las multitudes me ponían la piel de gallina pero en especial, aunque en aquel momento no lo procesásemos con esas palabras, por sabernos parte de la historia grande de la Argentina. 


Cómo fuimos hasta allá, cómo volvimos, con qué dinero, son detalles que no recuerdo, y que ahora me inquietan. No teníamos celulares con aplicaciones para todo, como mi hijo y sus amigos. Aunque aquella plaza, pienso ahora, es comparable a la de mi hijo y sus amigos, el último 10 de diciembre, cuando lograron ingresar unos metros por Avenida de Mayo, para bailar el pogo más grande con Jijiji, de Los Redondos.

Luego del “Felices Pascuas” nos enteraríamos que Alfonsín había negociado con Rico y sus secuaces la ley de Obediencia Debida. Un muerto que el movimiento de derechos humanos llevaría sobre sus espaldas durante muchos años, hasta que por fin llegó el fin de la impunidad, con Néstor Kirchner. Un lastre que también nos sirvió, en la década del 90, para militar muy fuerte, y junto a nuestros pares, el escrache, la búsqueda de la mejor de las condenas para los genocidas: la social. Fueron años muy duros, una vez más, de mucha soledad, e indiferencia de gran parte de la sociedad, muchos de los cuales, probablemente, hayan sido parte del electorado que interpeló el m
acrismo. Pero con los hijos e hijas, y los organismos de derechos humanos, peleamos muy duro, crecimos, maduramos como personas y como agrupación, para acercarnos en lo político a nuestros padres y sus compañeros y compañeras. 

En el veranos de 1987 me fui de vacaciones al sur, de mochilero, con Pablo y Martín, mi otro gran amigo. Fueron unas vacaciones espléndidas, de iniciación, en la montaña, los lagos, el fuego, las constelaciones de estrellas lejos de la ciudad y los adultos, muy cerca de la idea que uno podía tener de aquella construcción o valor llamado libertad. En la previa, el viaje tambaleó por el asma de Pablo. Sus padres, de manera justificada, tenían mucho miedo de que sufriese un ataque allá tan lejos, y que el Ventolín, su remedio de cabecera para abrirle los bronquios, no sirviese para nada. No tuvo un solo problema, mucho menos una crisis. Era el clima, dijimos una vez que regresamos a casa, la buena vida, el equilibro emocional de haber vivido una quincena inolvidable.

Un mes y medio después, al poco tiempo de comenzar cuarto año, y ya en 1988, Pablo falleció en una parada de colectivo de la avenida Cabildo, en Saavedra, por un ataque de asma. El mundo se nos vino abajo. Tiempo después, yo solía decir que aquella muerte me había dolido más que la de mi padre, porque yo era muy chiquito, y no tenía suficiente conciencia para procesar el desgarro, la falta.

1987 fue el año de aquella gesta personal, junto a Pablo, en contra de la intentona de los milicos de marcarle la cancha al poder político, y el pueblo argentino, como finalmente sucedió. Solo algunos meses después, se iría, en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie pudiese hacer nada. 

Leer más...

Historias de cuarentena (14)

Cuarentena verde, por Mana Chispeante

Una pequeña ramita de hojas extrañas apareció en mi jardín, era bonita, pero yo no la planté. El misterio se aclaró cuando mi hijo me contó que había sido él quien me la regaló. Pasó el tiempo, y ¡como crecía! Tenía una fuerza enorme, y también un aroma entre menta y otra cosa, con una muy rica fragancia.

Pero llegó la cuarentena, y cuánto extraño a mis hijos, me llaman todos los días, especialmente el que plantó la susodicha. ¿Cómo está?, pregunta. No yo, sino ella. Así que aprovechando esa excusa le decía que quizás le faltaba agua o tenía demasiada. Los llamados y las fotos se hicieron mas intensas a medida que pasaban los días. Hasta que hace una semana, me dijo fatal, vas a tener que ser vos.

¿Yo qué?

Vas a tener que cortarla y ponerla a secar. En caja de cartón, cuidado, que no se honguee, ponela en un lugar cerrado, cuidado, cuidado.

Parecía que estaba tratando a una poderosa bomba de hidrógeno. 


Así fue que la corté, desparramé las hojas y los tallos (mientras me daba indicaciones por teléfono: cuidado con los tallos, que no se desperdicie nada).

A los diez días, estaban secas. Sequitas. Él me preguntaba: ¿Están secas? Aún no, porque como en casa vive una muchacha que vio la planta y dijo tengo un papelito, ¿te parece si fumamos una florcita el domingo después de almorzar? Pues seeeee…

Eso hicimos, y mientras yo flotaba entre algodones y subía por escaleras larguísimas y me daba cuenta que mis brazos miden mas de dos metros, mi hijo me llamaba para preguntarme ¿Ya se secaron? Todavía un no le podía decir que sí porque vive en Adrogue, y no podía venirse hasta Núñez y menos explicarle a los controles que viene a cuidar a su madre porque se le está consumiendo la planta.

Y parece que la cuarentena es larga, pero las hojas y tallos ya están en frascos, y se ven bien secos.

Leer más...

Historias de cuarentena (13)

Por Mariano Abrevaya Dios

Ya habían pasado cuarenta minutos de penumbra y el más absoluto de los silencios cuando Brian atinó a levantar su cuerpo de la sillita de pino. Fue un movimiento mínimo, casi imperceptible, pero alcanzó para que la pata de la silla raspase el suelo de cemento alisado. El nene, entonces, se revolvió sobre la sábana, y debajo también se arrugó la fina pero ruidosa carpeta de plástico que impermeabiliza el colchón. La señal era muy clara, a pesar de tener dos años y monedas: no estoy dormido. El padre, de veintiocho años, masticó bronca. Mucha. Apretó los puños, maldijo al nene, a la madre y al universo. Al estirar las piernas pateó un coche de metal que estaba en el suelo. El ruido los sobresaltó a los dos. El nene dijo papá. El papá puteó. Dormite. Tenía los gemelos entumecidos por haber pasado tanto tiempo en la misma posición, sin relajarse ni un segundo, para que el nene se duerma. Le había leído media docena de cuentos, le había cantado dos canciones, había silbado y susurrado otras melodías –infantiles pero también de canciones de cancha y de Los Redondos-; durante todo ese tiempo interminable le había hecho caricias en la espalda, cabeza, cintura y piernas, y el nene, poco a poco, fue dejado atrás ese hormigueo que lo tiene durante casi todo el día -salvo cuando duerme siesta, un momento del día que también se está poniendo muy difícil-, en un estado de euforia permanente. Hasta que escuchó que le había cambiado la respiración, la llave que abre la posibilidad de dedicarte un rato a vos, luego de haber estado todo el puto día atrás del nene. Pero no.

La concha de Dios, tengo solo un rato por día para fumarme un pucho en el fondo, ver un poco de tele, mirar la compu, y este conchudo no se duerme más, por qué, qué carajo le pasa, con Romina dijimos de no pelearnos delante de él, y lo venimos haciendo, pero a dónde nos vamos a meter si vivimos en este cuchitril, se escucha todo por más que nos metamos debajo de la cama o nos encerremos en la heladera. Tiene que ser la edad. Está a pleno, lo desborda la energía, pobre cabezón, te quiero matar, hermano, te odio, por favor dormite, déjame un rato, no doy más, y lo peor es que dentro de un par de horas, cuando esté profundamente dormido, vas a pedir por mamá, vas a llorar, y ese llanto, en este silencio de la noche, te perfora los tímpanos, y te voy a venir a decir, con las pelotas por el piso, por qué mierda llorás, si está todo bien, todo el día jugamos con vos, un rato ella, otro yo, te hacemos de morfar lo que te gusta, te cambiamos los pañales ni bien los llenas de mierda, te dejamos bañar con los autos y muñecos, y hasta te trajimos caramelos del Chino y mirás un buen rato por día el celular. Basta, por favor, dormite, que mañana empieza todo otra vez, y faltan como diez días para el 13.

Leer más...

Historias de cuarentena (12)

Fragmentos de un diario de cuarentena, por Lucía Esteban

23:40
Nuestras sobremesas son eternas
vino, fernet, whisky
de fondo Nirvana o George Harrison
“here comes the sun
little darling”
un concierto lleno de gente
nada más lejano que la multitud enardecida
“ha sido un invierno largo, frío y solitario”
subtítulos en pantalla
y me río
en nuestra mesa
ya no existen las marquesinas donde soñé mi nombre
ni donde papá apostó el suyo
ni son tan grandes las anécdotas.

1:30
Perlongher se quejaba en cartas
desde el “exilio interior”
“cada vez hay con quien menos hablar: a unos
los traga la emigración, a otros el silencio”
acá nosotros
pasamos los días entre
mensajes
mails
clases virtuales
plataformas
micrófonos siempre encendidos
acá nosotrxs
nos vemos más seguido que nunca
y nunca es lo mismo
acá nosotres
tenemos otra videollamada.

6:50
Me despierto sangrando
agradezco
que los sueños no siempre se hagan realidad.

12:00
Esta noche dormí de corrido
vos te fuiste
no entró nadie
ni yo adentro mío.

15:00
Me abruma todo lo que no voy a leer
me abruman todas las cosas que no voy a escribir
me abruma no poder hacer nada
con todo este privilegio.

17:39
El ambiente inhabitable
ese, creado por mí
salvarlo de mí misma
es mi tarea para estos días
construir lo que no quiero dentro
por fuera
un hogar
también es
donde poder aislarse.

01:45
Esta vez escucho pasos pero
son de los nuestros
todavía no develo aquel misterio
por ahora
la cocina es el punto de encuentro
para los que nos quedamos sin provisiones

3:24
Escucho los golpes pero no creo
que sean pasos
esta vez son martillos
mis vecinos se ponen a arreglar cosas en la madrugada
colgar estanterías
y está bien, no puedo juzgarlos
yo también arreglo mi desastre
limpio mi mugre y me obsesiono
con todo lo inútil
queremos llenar este el silencio.

Leer más...

Historias de cuarentena (11)

Palabras Cuidadas, por Valeria González

Ciudad de Buenos Aires, 25 de marzo de 2020

Considerando:

Que al parecer las palabras escritas han quedado exceptuadas de la obligación de aislamiento social obligatorio, mal llamado “cuarentena”. Que, de ese modo – y como deberán seguir circulando para sostener el lenguaje humano, servicio fundamental si los hay - es preciso establecer una serie de regulaciones que atraviesen a la palabra en su modalidad escrita ya que también son sujetos pasibles de recibir cuidados.

Y respondiendo a las inquietudes sobre ¿Cómo afectará el aislamiento a la gramática, a la sintaxis y a los signos de puntuación? ¿Cómo toman distancia las palabras para no contagiarse, pero se acercan lo suficiente como para no empezar a deambular sueltitas, parias de un par que les facilite tener algún o varios sentidos?

Por ello,

El Presidente de la Nación Argentino - Lenguajera

DECRETA 


Art. 1º Para comenzar recomendamos utilizar el paréntesis de cierre a modo de barbijo para las palabras sintomáticas. No vayan corriendo ahora a vaciar las góndolas ya que la provisión de paréntesis está garantizada como para abastecer a todos, a todas y a todes.

Art. 2º Inauguraremos más llamadas a pie de página que, como suelen ser tediosas para el lector, por ese mismo motivo se constituyen en lugares poco transitados, propiciando un excelente espacio para aislamiento socio-palabrero.

Art. 3º Los márgenes de las hojas deberán dejarse libres (las marginalias quedan completamente prohibidas) y ser repasados con corrector líquido, ya que su fórmula posee tantas porquerías que alguna seguro mata al virus. Algo similar se recomienda con los subrayados en los textos, dejar por un tiempo el lápiz negro y sólo remarcar con resaltador. Se solicita a la población abstenerse de utilizar resaltador amarillo, si fuese posible, no usarlo Nunca Más.

Art. 4º Se utilizará hasta el 31 de marzo (ahora vamos hasta el 12 de abril) interlineado de 2.5 puntos y cuatro espacios entre palabra y palabra. Se grafica a continuación: esta sería una distancia prudente. Se encuentra terminantemente prohibido colocar puntos suspensivos en lugar de utilizar la barra de espacio.

Art. 5º Considerando que la distancia que establecen los signos de puntuación “coma” y “punto seguido” pone en riesgo a las palabras vecinas, sólo se admitirá el uso del “punto y aparte”, ya que la falta total de puntuación colaboraría en profundizar los estados confusionales que ya andan amenazando y propiciaría aún más en potenciar la intolerancia propia de este momento de encierro.

Art. 6º Los acentos pasarán a ser todos prosódicos. Esto no va a ocasionar mucha resistencia ya que últimamente, se escriban o no, los acentos brillan por su ausencia.

Art. 7º Quedan suspendidas las citas de otros.

Inciso a: Se suspenden sobre todo aquellas citas que provengan de autores de países con picos altos de coronavirus. Estas alertas serán más fuertes con autores contemporáneos, pero se está evaluando extender la medida a cualquier autor extranjero sea del siglo que sea.

Inciso b: En cuanto a autores locales, queda a criterio responsable de cada uno evaluar si se trata de una palabra asintomática que puede entonces hacérsela propia sin generar riesgo de fanatismo o falta de pensamiento propio ya sea para sí mismo o para terceros.

Inciso c: Como deberán exponerse al abismo de la palabra propia, se evalúa la prescripción online de ansiolíticos a través de la Asociación Argentina de Psiquiatría Escrituraria.

Art. 8º Se cierran las fronteras idiomáticas a lugares en riesgo. No se permitirá el ingreso de palabras provenientes de lugares afectados y tampoco se permitirá que nuestras palabras viajen al exterior.

Inciso a: Se repatriarán aproximadamente 2.500 palabras a través de la aerolínea de bandera nacional. Ya se han repatriado términos como "che" "boludo" "capo" "fiera" "maestro" "campeón" como modos argentos privilegiados para llamar al otro.

Inciso b: Seremos inflexibles con aquellos que burlen las barreras idiomáticas establecidas en el Art 8º inciso a. En tal caso las Fuerzas Armadas de la Real Academia Española – siempre tan solícitas a reprimir las innovaciones del lenguaje – tomarán gustosas la temperatura a la palabra y, tengan o no tengan fiebre, por provenir de lugares de riesgo se las obligará a permanecer en estado de llamada al pie de página o entre paréntesis.

Inciso c: Se encuentra en estado de evaluación el requerimiento urgente que han presentado ante este Ministerio algunos intelectuales a quienes les resultaría casi imposible escribir sin el uso de palabras francesas o inglesas.

Inciso d: Las tareas de traducción, siempre que tomen los suficientes recaudos, podrán realizarse normalmente. Será de uso obligatorio colocar entre paréntesis y con una llamada que remita a pie de página, el término en su idioma original.

Inciso e: Por el momento no se han encontrado mecanismos de control sobre el lenguaje inclusivo ya que, al no ser reconocido por la Real Academia Española, logra sistemáticamente evadir los controles patriarcales del lenguaje.

Art. 9º Se solicita una actitud solidaria y ser moderado en el uso de signos de admiración, interrogación y puntos suspensivos. Los mismos tienen el poder de transmitir - sin utilizar ni una palabra - estados de alerta, euforia o depresión que no colaboran con la serenidad necesaria para llevar a buen término este aislamiento socio – lenguajero.

Art. 9 Comuníquese, publíquese, dése a la Dirección Nacional del Registro palabrero y archívese.

Leer más...

Historias de cuarentena (10)


Si ellas pudieron, nosotros también, por Liliana Martínez

Suelo decirle a Ariel, mi psicoanalista, que tengo redes y un recorrido personal, lleno de artilugios, herramientas, alertas; de qué agarrarme para capear los retos; y vaya que este es uno.

Me llamo Liliana, tengo cincuenta y muuuuchooosss, soy maestra primaria y me encanta mi laburo. Soy hija, soy madre, soy abuela, amiga, la ex de Edu; soy……, mi desafío continuo.

Viví casi toda mi vida en casa con familias numerosas. Mi infancia y adolescencia compartida con mis viejos y mis dos hermanos, siempre peleando el mango, pero unidos y felices. Mi adultez, me encontró con Edu y el familión de cuatro hijos que formamos. Juntos construimos una casa hermosa, enorme, con jardín y ventanas luminosas. Con arcadas y espacio amplios para que Milti la recorra libre con su silla de ruedas y nosotros la llenáramos de vida, alegría, peleas, risas, llanto. Mucho amor, mucha entrega; de todos, para todos y para afuera.

“Lo hicimos bien lindo”, le digo a Eduardo, mi compañero de ruta, mi familia, aún hoy que somos “ex”. Tengo la dicha de contar con una cofradía de amigas que sabemos reírnos de nosotras mismas, escucharnos, alentarnos, censurarnos y abrazarnos todo el tiempo. La vida casi no tiene deudas conmigo, ni yo con ella; y digo casi porque mi espíritu siempre quiere y espera más (tal vez el desafío de Milton en mi vida sea el artífice de esta capacidad de esperar más).

Noveno día de los tiempos de coronavirus-aislamiento. Aquí estamos, sola en mi nuevo departamento, mi nuevo hogar; conmigo, con mi historia, mis desafíos, mis sueños, mis miedos, mis redes… No sé qué salga de todo esto, pero estoy segura que cuando pase, porque todo pasa, y el corona también pasará, ya no seré la misma, tal vez nadie lo sea.

Estos días me apoyo en mis amigas, mi familia, mi amigo de estos últimos meses; mis afectos. Armo rutinas, me obligo a cumplirlas, me tengo paciencia, me dejo entristecer un rato y me sobrepongo, leo, miro pelis, trabajo y estudio. Muchas instancias, como en mi vida diaria común, pero con un alerta especial para no bajar los brazos y seguir, siempre seguir.

Mientras tanto les voy a compartir mi ventana, adornada desde el 24 de marzo, con cuatro pañuelos blancos, confeccionados con hojas de rollo de cocina de diferentes tamaños, que me sirven para recordar que si ellas pudieron, nosotros también.

Leer más...

Historias de cuarentena (9)

Tamara y su curiosidad por las ventanas, por Irene Peisker

A Tamara desde pequeña le había gustado mirar por las ventanas de las casas mientras caminaba a paso ligero. En general sucedía cuando se escapaba de su casa después de una pelea con los padres o cuando la angustia la atormentaba. Pero a veces, solo a veces, cuando se sentía una soñadora con posibilidades. En esos momentos se le ocurrían las mejores historias.

No miraba para chusmear lo que pasaba en el interior, ni siquiera era necesario que la ventana estuviese abierta, simplemente cuando alguna atraía su mirada echaba un rápido vistazo y se armaba una historia sobre los moradores. A veces una misma ventana le inspiraba historias muy distintas disparadas por un olor, un color o una presencia apenas percibida. Después creció y la vida ya no le dejó lugar ni tiempo para esos juegos.

Pero apenas un par de semanas atrás todo había cambiado. El mundo, no solo su mundo, se había parado y corría vertiginoso dejándola encerrada en su casa en la quietud del aislamiento social preventivo mientras el virus con corona se expandía y generaba muerte a su paso. Por ese entonces vivía sola y muy cómoda consigo misma hasta que tuvo que hacerlo 24 horas por día durante largos 14 días que pronto pasarían a ser más.

Todas las noches, como muchos de sus vecinos, se asomaba al balcón para aplaudir a los trabajadores de la salud que arriesgaban sus vidas y también a un montón de otros trabajadores que cumplían sus obligaciones para que ellos, los que aplaudían, para que ella pudiera encerrarse en su casa hasta que el peligro amainara

Y empezó a descubrir nuevas ventanas que se abrían a las 9 en punto para ese aplauso colectivo, lo único que podrían compartir en mucho tiempo. Después miraba esas mismas ventanas durante el día, las espiaba y se imaginaba la vida de las personas apenas perfiladas en las noches. Algunas estaban siempre cerradas lo que le hacía pensar que sus habitantes eran unos ortivas pero había una que logró atraer su atención, en las horas de sol estaba siempre abierta pero con las cortinas corridas, solo cuando una brisa las movía podía entrever algo del interior.

Pero por las noches una silueta quedaba enmarcada en la semi penumbra de la habitación y parecía participar tenuemente del ritual. Tamara sintió que su curiosidad se disparaba, no podía dejar de mirar furtivamente a toda hora. Hasta tuvo miedo que la descubriera. Trató de fabricar un relato convincente sobre el habitante de aquel departamento que nunca salía al balcón ¿Sería uno de los que trajo el virus a la Argentina desde el extranjero? O tal vez un prófugo de la justicia. ¿Un solitario que disfrutaba de su soledad?

No podía dejar de mirar ese balcón y esa ventana, hasta llegó a enojarse, si ella tuviera ese ventanal con esa terraza no estaría todo el día encerrada en el interior de su departamento. Lo comentó con sus hijos que se rieron desde sus propios encierros.

Una noche, ya harta de que el tipo ese no se asomara ni diera mayores muestras de importarle lo que pasaba a su alrededor (aunque a veces parecía que aplaudía) decidió hacer mucho bochinche solo para que sintiera su presencia. Se armó con una vuvuzela recuerdo de algún mundial de fútbol y una campana muy sonora recuerdo de unas vacaciones en Córdoba cuando todavía tenía marido, y les dio con ganas parada entre las macetas que llenaban su pequeño rincón. Una sonrisa de satisfacción le cubrió el rostro cuando vio que el corría un poco más las cortinas y aplaudía en dirección a donde estaba parada.

Cuando se acostó a dormir sabía que soñaría con él pero cuando despertó a la mañana siguiente estaba pensando en su primer novio, ese que le había movido la estantería mientras pasaba de la adolescencia a la juventud, y aun cuando eran tan distintos. Todo el día los recuerdos fueron y vinieron y cuando a las 21 horas comenzaron los aplausos volvió a participar pero sin mirar hacia lo del vecino de enfrente. Hasta que escuchó una voz que gritó por encima del ruido ensordecedor.

– Tamara ¿sos vos? Cuando todo esto termine tenemos que juntarnos a tomar un café y contarnos nuestras vidas.

No podía creerlo, la cuarentena le había devuelto a Juan, su primer amor, el que empezó a participar tibiamente en política para acompañarla a ella, el mismo que nunca había podido olvidar. Corrió al interior de su casa temblando de expectativa, la cuarentena dejó de ser un pasar de horas huecas, iba a usar esas horas que le habían sido regaladas para llegar al encuentro lo mejor posible.

Una de sus ventanas por fin le había respondido.

Leer más...

Historias de cuarentena (8)

La rabia, por Demián Konfino

Nació como el contorno de un rumor. Fue tomando forma y se convirtió en noticia. Primero de color. Indefinido, el color. Después, amarilla. La radio empezó a hablar de escándalo. En la cola de Despensa Luana o en la del Banco Provincia. Los cajetillas del restorán Venados o los pescadores del río Ajó. El pueblo se empezó a exaltar. Era cierto.

Un tano en General Lavalle. En plena pandemia.

La hija del jefe de guardaparques, Agustina, se casaba con Ernesto, el heredero de un extenso campo en General Madariaga. Hacendado el pibe, buen partido. Pero nieto de tanos. Y si antes esto no era un problema, ahora sí. En nuestro país recién aparecían los primeros casos. Pero las noticias que llegaban desde el primer mundo eran poco alentadoras.

El primo del pretendiente, Francesco, llegó para la boda que se iba a celebrar en La Merced y, claro, para el fiestón que se esperaba en la Sociedad Rural de Tordillo, en el vecino pueblo de General Conesa. Sin embargo, inexplicablemente, fue alojado en la casa de don Echeverry, el jefe de guardaparques de Lavalle, sobre avenida Mitre.

En la radio la polémica se instaló. ¿Por qué el tano no se quedaba en Madariaga si Ernesto era de allá? ¿O en Conesa, si allí sería la fiesta? Había que minimizar riesgos y los tanos, por definición, eran riesgosos. A nadie le importaba si eran de la Lomabardía, donde picaba fuerte el bicho, o si eran de Calabria, como Francesco, donde la cosa estaba más tranquila. La información, en estos casos, solía ser una de las primeras víctimas.

El Dr. Arizmendi, intendente de Lavalle cortó por lo sano. Citó a conferencia de prensa. En la sala, los dos movileros de las dos radios y la cronista del semanario local con estricta separación de un metro. Quiso llevar calma a la población. Y en buena medida lo logró. Comunicó que el tano sería conducido en una finca familiar en General Guido. No iría al servicio religioso en La Merced y solo iría a la fiesta. En un auto particular, se sentaría solo y tendría un mozo propio, con guantes y barbijo. El tano también, por supuesto, vestiría todas las medidas de higiene necesarias.

La tranquilidad volvió por unas horas a los bancos de la plaza del pueblo. La cuestión pasó a ser abordada en los últimos quince minutos de la programación radial. Y el alcohol en gel volvió a tener stock en la única farmacia lavallense.

La paz no podía durar demasiado mientras transcurriera la peste. La prensa volvió a abordar el tema como una cuestión política, casi judicial. La intendencia de General Guido había enviado una carta documento al municipio de General Lavalle, con el fin de retractar la medida. El problema era de Lavalle. Guido no tenía por qué hacerse cargo del muerto.

¿Muerto? Si nadie estaba muerto. Ni siquiera infectado. Pero el drama ya había ascendido a estaturas escalofriantes. Se hablaba que el sistema sanitario local no cubriría la demanda y la farmacia, ya había quedado demostrado, no lograría un adecuado abastecimiento.

El sentimiento guidense empezó a aflorar como en viejas epopeyas años ha. No lo iban a permitir. Qué se creían. El gerente del correo sucursal General Guido, don Achával, visitó a don Velázquez, el viejo dueño del polirrubro Buena nueva. Le comió el coco. A Guido nadie lo iba a llevar de la rastra. Armaron una reunión en el correo. Invitaron a don Ricardo, dueño de la Panadería Don Ricardo y a Sergio, dueño de Gomería Sergio.

La propuesta fue de Achával pero no hubo desacuerdos. Había que cortar por lo sano. Crearon el Comité de Autodefensa de Guido contra la Epidemia. Las siglas daban para CAGE pero resolvieron ponerle CAGUE. La primera misión estaba clara. Hacer respetar a Guido. Los cuatro presentes lo entendieron perfectamente sin siquiera decirlo. Había que deshacerse del tano.

Quedaron en encontrarse el viernes por la mañana en el correo, justo el día anterior al casamiento. Sergio llegó con su rifle 22 Browning de palanca, colgado del hombro por la correa. Tal como habían quedado. Ricardo llevaría su Fiorino y, juntos, le harían la visita al tano.

Llegaron como pudieron, por el par de surcos de huella de tractor sobre el camino embarrado. Un viejo casco rosa pálido se divisaba a lo lejos, una vez atravesada la tranquera. Cuando la Fiorino se acercaba un hombre fornido y de cabello ensortijado salió al encuentro. Estaba envuelto en un mameluco blanco, llevaba guantes de latex azules como manos y el rostro, se escondía detrás de un barbijo blanco.

Ricardo clavó el freno y bajó. El resto hizo lo propio. De la caja del utilitario saltó Sergio y cargó el Browning al hombro. El hombre, al ver el caño apuntándole, quiso correr. Ni bien giró, se escuchó la estampida. El hombre cayó. Seco. Como el eco, detrás del humo del 22. Corrieron hasta el cuerpo sangrante que ya no respiraba. Sergio no lo dijo pero sacó pecho como un barco. Su notable puntería había ganado fama en los torneos de caza de la costa.

Al llegar, otro hombre de bermuda de lino beige, remera de algodón blanca y franciscanas de cuero marrón, de barba recortada a la moda y cabeza rasurada a cero salió portando unos Ray Ban indesmentibles, legítimos.

Dijo algo ligeramente inentendible. Sergio solo entendió catzo. O sea, algo en tano. Había ocurrido un gran equívoco. El hombre que yacía de cara al sol y al cielo diáfano no era el blanco acordado. Se miraron y hubo gestos de reproche indisimulados hacia Sergio.

Hubo un momento de silencio. La duda llegó a instalarse. ¿Habían matado a un médico? Y ¿ahora? Limpiar a un tano de mierda en el culo del mundo era una cosa. ¿A quién carajo le iba a importar? Pero asesinar a un doctor. La pucha.

-En qué quilombo nos metimos. –Dijo Sergio.

-No. -Le contestó Achával a Sergio.- Te metiste.

Sergio revisó los bolsillos del hombre caído. Ahí estaba su pasaporte bordó. Venezolano. Uno menos, pensó Sergio.

Se volvieron a mirar. Se estudiaron. Sergio levantó el rifle y apuntó hacia Achával.

-¿Sabés qué les pasa a los tibios? –Le preguntó mientras Achával levantaba las dos palmas y empezaba a sudar mares. -…

-Ya lo sabés. No es tiempo para dudas. –Giró el caño hacia a la derecha hasta encontrar al tano. Un segundo habrá demorado. A lo sumo dos. Descargó.

La bala entro limpia en el centro exacto de la frente.

-Muerto el perro se acabó la rabia. –Sentenció Sergio ante la mirada aterrada de los demás. –Vamos.

Enfilaron hacia la Fiorino y volvieron al pueblo. Cuando llegaron a la plaza y la paz parecía volver a instalarse en cada uno de ellos y en los pueblos de los generales, don Velázquez, notablemente cansado exclamó:

-¡No!

-¿No qué? –Interrogó Achával, extenuado, con un pie afuera del utilitario.

-Lo escuché anoche en el noticiero. Qué mala pata.

-¿Qué cosa dice, don Velázquez? –Inquirió Ricardo.

-El muerto sigue contagiando. Después de muerto. La peste sigue en el fiambre. –Los miró a todos. Uno por uno. Sergio volvió a empuñar el 22.

-La rabia nunca murió cuando mataron al perro -alcanzó a decir don Velázquez, mirando hacia los plátanos de la plaza vacía, antes de escuchar el tiro del final. De su final.

Leer más...

Historias de cuarentena (7)

La enfermera, por Ricardo Dios

Se puso el traje de enfermera que usaba cuando era más joven para divertirse con Santiago en la cama, lo encontró después de ordenar por tercera vez el ropero. Estaba un poco amarillento y todavía le entraba. Felipe tenía 38 de fiebre y estaba asustado. Yanina se apareció de enfermera en su cuarto y a Felipe se le iluminó la cara. No había tenido tos aunque le dolía un poco la garganta. Estaban encerrados los cinco hace 2 semanas, la beba, Juana que recién empezaba primer grado y Felipe que había empezado 4to.

Juana se puso el delantal que apenas había estrenado en el colegio, dijo que ella también era enfermera y se puso al lado de Yanina. La beba dormía en el moises en el cuarto de su mamá y papá. Santiago ya le había tomado la fiebre 7 veces desde que se despertaron.

Estaban les 4 en la habitación de Felipe y Juana.

- No puede tener el virus, estamos acá guardados hace mucho- dijo el papá.

- Vos vas al chino dos veces por día, Santiago, te haces el boludo y tiras la basura cuando la bolsa no está llena, cualquier excusa usas para salir a la calle, el bicho puede estar en la suela de tus ojotas o en el sachet de leche.

- Pero no es así, estaría todo el barrio contagiado ya.

Felipe empezó a toser. Santiago dio un salto hacía atrás. Yanina alejó a Juana, metió la mano en su bolsillo y sacó un barbijo.

(Se acordó de cuando jugaban con Santiago, él era un enfermo que casi no podía mover las manos y tenía que hacer todo con la boca, el barbijo se lo sacaba con los dientes. Eso la calentaba mucho).

Acarició a Felipe y le pidió a Santiago que llamé al 107. Apretó el alcohol en gel y no había más. Pateó con furia una pelota de plástico y volteó la casita de las Barbys. Matilda, la beba, se despertó y empezó a llorar.

Leer más...

Historias de cuarentena (6)

Por Mariano Abrevaya Dios

Hola, amiga del corazón. Me acabo de enterar de que Alberto anunció que los que estamos afuera vamos a tener que esperar. Me quiero matar, es la posta. Quiero estar en casa concha pa’ arriba, extraño mi cama, la ducha, los libros, la tele, la heladera, todo, pero ya está, ¿qué puedo hacer? Esperaré. No soy una de las soretas que filman videos caseros para putear a Aerolíneas, exigir que me devuelvan a casa porque pago mis impuestos. Me la banco. Ya volveremos. Estamos varados en Cuzco, un pueblo alucinante, posta que te volvés loca, y más ahora que está desierto y silencioso. Eso sí. Desde la última vez que te escribí, desde Potosí, la relación con Tincho se desbandó por completo. El chabón ya había mostrado una actitud bastante miserable -posta que me sorprendí mucho- con la descompostura que lo dejó nock out en aquel momento del viaje. Después levantó, y medio que la careteó, anduvimos bien, pero ahora que estamos aislados en la habitación del hostel -gracias a Dios en soledad, y no con los alemanes o tanos que también quedaron varados acá- el tipo mandó todo al carajo. Está bien, dirás, estamos ante una pandemia mundial, una situación claramente excepcional, una reverenda mierda que desequilibra las emociones hasta de un perro, pero igual. Se alienó. Su nivel de angustia crecía a medida que se amontonaban las malas noticias que llegaban desde allá. Llegamos a hacer el Machu Pichu, un sueño cumplido, a pesar de todo. Ahora pienso que haberme mandado a viajar  con él, fue un error, que me apresuré, pero bueno, una mancha más al tigre. Aprendí a convivir con mis contradicciones y fracasos. Lo trabajé en terapia. Acordate el nivel de autocastigo que me infringía hasta hace dos años atrás. Ahora tengo que bailar con el coronovirus y con Martín, en un pueblo construido y habitado por el pueblo inca. El tipo está aniquilado en lo anímico. Todo el puto día tirado en el catre, con el celular frente a los ojos, casi no come. Ayer dijo no aguanto más y salió a dar una vuelta. ¿Vos sabés lo que son los polis de por acá? Te muelen a palos. Yo ya no le pido que se calme, que nos hagamos compañía, o que use la cabeza. No se fue a la mierda porque sabe que termina en un calabozo. No creo que podamos remontar este desastre. Ni acá ni alla, cuando volvamos. Te amo, amiga. Esto también va a pasar, lo sé. Escribime. Imaginate lo bien que me hace leerte, y escribirte. PD: A Marta le conté algo, aunque de un modo bastante velado.

Leer más...

Historias de cuarentena (5)

Por Mariano Abrevaya Dios

Miguel tiene treinta y cinco años y maneja motos hace por lo menos quince. Se fracturó piernas y brazos, tiene un clavo de platino incrustado en un tobillo, y si bien tiene claro que se puede matar en cualquier momento, no la cambia por nada. Ni la madre pudo convencerlo de que dejase de usarla. Mucho menos su último novio. Es mi fuente de ingresos, justifica. Y tiene razón. Gracias a su trabajo puede tomar las clases de teatro. Hace dos años que labura para una casa de mensajería, en el centro de la Ciudad. Ahora el negocio está muerto, pero tuvo la fortuna de que un conocido, una semana antes del decreto de la cuarentena, lo propusiese como repartidor en la Farola Express de Villa Devoto. Con eso ahora está tirando. Con el jefe y los tres empleados que sostienen el funcionamiento de la cocina, casi no habla. Dos de esos pibes vienen desde lejos. El patrón es de la zona. No tiene miedo ni anda paranoico, pero sigue todas las indicaciones del gobierno. Si siempre fue fóbico a las personas, ahora con la pandemia, extremó al máximo sus movimientos. Utiliza guantes de látex y el contacto con los clientes no pasa de un estricto hola y chau. A más de uno le dejó la comida sobre el descanso de una baranda, o la puerta, y le hizo señas para que le deje la plata ahí. Que la chupen. Es cierto, en el monoambiente en el que vive por momentos siente que se asfixia, pero ya arregló con su profe que le dará una clase por semana por video. Pero aparte, lo asume, nunca disfrutó tanto de las calles como ahora. Desiertas, todas para él, sin giles que le tiren la carrocería encima, y absolutamente absorbidas por un silencio que lo conecta con la calma de Pehuajó, durante su infancia, donde su padre le transmitió lo único que le queda de él: la pasión por los fierros.

Leer más...

Historias de cuarentena (4), especial 24 de Marzo

Por Mariano Abrevaya Dios

Qué cierto lo que decís, Olga. Nunca fue tan especial un 24 de marzo. Tan distinto, único, acá desde casa, pero conectada con todos los que hoy hacen de la memoria un ejercicio imposible de quebrar. Para vos, que fuiste bióloga, bah, perdón, que sos bióloga, esto debe ser como una pesadilla convertida en realidad. Para mí es como una película. ¿Vos creés que vamos a poder sostener el encierro durante tantos días? Vos extrañas con locura a los nietos, lo sé, y a tus compañeras. ¿Hace cuánto que las conocés? Cuarenta años, por lo menos, claro, teniendo en cuenta que te acercaste al grupo que se juntaba en la iglesia allá en el ochenta. Menos mal que esta plaga apareció ahora y no hace un mes y medio atrás, cuando fuiste a declarar al juicio. Tendrías toda esa pelota ahora adentro tuyo, y encima en medio de esta pandemia. Te hizo bien, ¿no? Fue un acto de justicia en sí mismo. Ay, quedó hermoso el pañuelo. Lo vi desde la puerta de calle. Me parece bárbaro que los organismos hayan impulsado esta idea. En realidad, seamos sinceros, no tiene mucho sentido ponerlos en las ventanas, balcones, puertas, porque en la calle no hay un alma, querida, pero sirve para enviarnos las fotos, publicarlas en las redes, hacer de eso un grito colectivo, aunque sea virtual. Olguita, yo en un rato me voy, tengo que atender a otros abuelos, ¿te parece bien que te deje hecho un bife con puré? Bárbaro. Recordá que te va a hacer bien caminar unos diez minutos por el patio, y seguir leyendo esos artículos de divulgación científica que me contaste que publicaron los alemanes en relación al virus. Te quiero mucho, viejita. Y te admiro. Ustedes son todo lo que está bien. Mañana nos vemos.

Leer más...

Historias de cuarentena (3)

Historia de un monotributista, por Pablo Bigliardi (desde Rosario)

Luego de los anuncios presidenciales tuve que cerrar definitivamente mi peluquería al que pocas clientas ingresaron. Me esperan tres libros de cuentos bastante avanzados, una novela de género fantástico también avanzada y un libro de poemas que nunca termino, que fue iniciado en 1998 y continúa en una espera que podría obtener su turno en los próximos días. Será la primera vez en mi vida de escritor que voy a vivir como escritor. Hay una ansiedad de culpa por que en mi peluquería no hay ingresos monetarios y cuando vuelva no sé qué me puede esperar por mi condición de monotributista, porque el cargo completo de todas las responsabilidades como empleador y como deudor siempre fueron mías por intentar ser un trabajador independiente.

Entonces la locura de lo que viene que espere, mientras tanto quiero experimentar la comparación de mis últimos treinta años como trabajador de una belleza efímera: la peluquería y el desafío de entender cómo vive un escritor. Las conclusiones me esperan al final de la cuarentena.
Entonces paso la mayor parte del tiempo sentado frente a la computadora o a un manuscrito de mi novela que me acompaña hasta en el baño. Cuando me canso de un sistema, paso al otro y tanto la lapicera como el teclado sufren mis embates supuestamente creativos. Cuando me canso de ambos, comparto las situaciones familiares cocinando, hablando, recomponiendo algún espacio vacío que las semanas laborales van agrandando y ha llegado el momento de achicarlo. “El afecto y la vida familiar podrán rellenarlo” sería el primer título del cuento de las reparaciones para iniciar.

Hace veinte días estaba sentado frente a una gran arboleda con mis manuscritos, escuchando el ruido de la cascada de un arroyo y al lado de un hermoso chalet que habíamos alquilado con mi compañera en Córdoba. Cuando faltaba un día para volverme a Rosario, vinieron a mi mente los reclamos históricos de pasar una o dos semanas dedicado exclusivamente al relajamiento, a no hacer nada y a escribir por sobre todas las cosas. Alcé la voz mil veces al cielo de por qué el destino me llevaba constantemente a trabajar tanta cantidad de horas en la peluquería. Hoy me siento culpable, creo que Dios, Zeus, Horus o quien fuera, escuchó mis plegarias egoístas y paró el mundo por mí, hundiéndolo a un estado terrible y a favor de quien obtuvo una semana para dedicarse a lo suyo sin tener en cuenta al resto del mundo.

Leer más...

Historias de Cuarentena (2)

La horda, por Mavi Massaro

–¿No usás barbijo, Ignacio?

–No, señora. Eso es para la gente que se contagió. No se puede usar barbijo indiscriminadamente.

La vecina lo miró extrañada. De repente, Ignacio le parecía un subversivo. Él leyó el mensaje entre líneas y no dijo nada más. Llegaron a la planta baja. Abrió la puerta, la dejó pasar y la saludó.

–¿Tenés que ir a trabajar todos los días?

–Y si, Beatríz. El supermercado no cierra. Que tenga buen día. Caminaron en direcciones opuestas. Ignacio, a la izquierda hacia César Díaz y después a la derecha para salir a Nazca. De ahí, tres cuadras hasta el Carrefour Express. Su vecina, al contenedor de basura. En el grupo de WhatsApp del edificio lo habían dejado bien claro: debido a la falta de portero cada uno se tenía que encargar de sacar su bolsa.

Ignacio cumplió su horario sin quejarse. En realidad, prefería salir que quedarse en cuarentena. En su casa se sentía frágil. Todo le recordaba a su soledad. Pero mucho más, la foto del día que se casó con Juana. Llevaban cuatro años de divorcio. Ella se había quedado con la tenencia de las nenas. Ahora, el régimen de visitas estaba suspendido y no sabía cuándo las iba a volver a abrazar. Mejor estar en el trabajo, pensó, así no me quemo la croqueta.

A las 20 volvió a su casa. Subió por la escalera. Desde que se había declarado la cuarentena hacía lo posible para no sucumbir ante la psicosis. Pero, tampoco era inmune. El ascensor seguramente estaba lleno de gérmenes. Y de virus, claro. Para abrir la puerta, sostuvo la llave con la remera. Entró sin tocarla y la cerró con el pie. Se lavó bien las manos, mientras tarareaba el estribillo de la Marcha Peronista. Sacó de su mochila la cena: un paquete de milanesas de arroz y otro de puré chef. Calentó el aceite y el agua. Metió una milanesa en la sartén y vació la mitad del paquete de puré en la olla. Estaba todo encaminado cuando empezó a escuchar gritos y golpes. Primero, se asustó. Después se acordó de lo que habían mandado por el grupo. A las 21 convocaban a cantar para que la gente acatara el aislamiento social y se quedara en su casa. A Ignacio esas consignas le parecían estúpidas. No lo veía como una forma de unión en la crisis. Más bien le recordaba a Vigilar y castigar. Salió al balcón para escuchar mejor.

El vecino de abajo estaba sacado. “¡QUEDATE EN CASA LA PUTA QUE TE PARIÓ!”, gritaba, mientras golpeaba la baranda y hacía un ruido infernal. Todo el barrio cantaba.

–¡Ey! Che, ¿podés dejar de golpear la baranda, por favor?

No hubo respuesta. El vecino paró durante dos segundos y después siguió dándole al metal. A lo lejos, una mujer gritaba desaforada.

–¡HAY QUE DENUNCIAR AL QUE SALGA! ¡HAGAN LA DENUNCIA AL QUE SALGA!

–Esto es el colmo –dijo Ignacio en voz alta– pasamos de la paranoia a la exaltación de la justicia por mano propia. ¡Qué país, che!

Volvió a la cocina. El puré se le había pegado a la olla. Puteó. Lo sacó del fuego e intentó rescatar algo. En ese momento, sonó el timbre. Se acercó hasta la puerta y estiró la cabeza para espiar por la mirilla sin llegar a tocarla.

En el pasillo, una horda de vecinos comandados por Beatriz lo increpaban. Estaban armados con palos de amasar y tenedores. Uno llevaba en alto la escobilla del inodoro.

–¿Cómo es eso de que saliste gil? ¡Te vamos a sacar a la calle por irresponsable!

–Pero, ¿qué dicen? Trabajo en el Carrefour, ¿qué quieren que haga?

–¡No se puede salir! –gritó una vieja que tenía un perro horrible en brazos.

–¡Abrí la puerta si sos guapo, dale! –dijo el vecino de abajo.

Ignacio abrió la puerta. Estaba enojado, quería mandarlos a cagar. Pero pensó que si les mostraba la credencial del supermercado con su nombre, iban a entender. Estaba decepcionado porque Beatriz estuviera ahí, aunque no le sorprendía. En cuanto abrió la puerta, se le fueron al humo. Lo agarraron entre tres y lo subieron al ascensor. Lo tenían de las muñecas. Le hacían doler. El resto de los vecinos y vecinas bajó por la escalera. Para salir del ascensor lo levantaron como hacen los amigos en los casamientos. Solo que en este caso no había una buena intención. Mientras Ignacio veía todo desde arriba, Beatriz abrió la puerta de calle. Lo bajaron y lo tiraron al piso, sobre las baldosas de la entrada. Se golpeó la nariz y le salió sangre.

Arrodillado y agitado, Ignacio no podía creer lo que veía. Lo habían echado del edificio. De su propia casa. En el palier, los vecinos y vecinas vitoreaban. Lo señalaban del otro lado de la puerta de vidrio. Parecía que echaban espuma por la boca. De repente, Beatriz estornudó. En la emoción del momento olvidó hacerlo dentro del codo. El grupo se quedó mudo. El vecino de abajo de Ignacio la miró con odio. En seguida, estornudó él. Tenía tanta bronca contenida, que no pudo evitar hacerlo con la boca abierta y le salpicó saliva a todo el mundo. En ese instante, se cortó la luz. Empezaron a los gritos. Le pedían ayuda a Ignacio, que les abriera la puerta. Que dejara que salieran.

–¿Nos vas a dejar morir acá, pelotudo? –preguntó Beatriz.

Ignacio se tentó. Empezó a reírse compulsivamente. En el palier, le decían de todo y le apuntaban con la linterna de los celulares. Él se metió la mano en el bolsillo: tenía las llaves del Gol y un paquete abierto de maní salado. Se paró y se sacudió la ropa. Caminó media cuadra. Desactivó la alarma, entró al auto y se tiró en el asiento de atrás a ver Netflix en el celular.

Leer más...

Historias de cuarentena (1)

Por Mariano Abrevaya Dios

Jorge Ludueña recuperó la libertad un par de horas antes de que Alberto Fernández anunciase la cuarentera obligatoria en todo el país. Estuvo encerrado en el penal de Batán, cerca de Mar del Plata, durante cinco años, por un robo a mano armada. Ingresó a su casa, en Berazategui, de noche, cuando el presidente ya había finalizado su discurso. Al llegar al barrio notó un clima enrarecido, los vecinos estaban en las puertas de sus casas, en grupos, iban y venían por la cuadra, tenían los televisores encendidos, pegaban algún grito. Su hermano no estaba. Hacía varios meses que no tenían contacto. Mejor. Le había dejado una nota sobre la cama; se había ido a lo de su novia, en Quilmes. La heladera estaba pelada. Se pegó una ducha y encaró hacia el Chino. Nunca había visto tanta gente ahí adentro. Fue como chocarse de frente contra una pared. Se despabiló con un movimiento de cabeza y fue a buscar lo suyo. En la góndola de los fideos y el arroz, toda revuelta, estaba Violeta, la amiga de su madre que vivía a la vuelta. Lo saludó con una sonrisa y le posó la mano en la mejilla. Pero en seguida lo dejó solo, rehén de la paranoia que flotaba en el comercio. La gente cargaba productos en las bolsas sin mirar. En la cola, que llegaba hasta la carnicería del fondo, trató de aislarse de los diálogos que unos y otros rumiaban mientras se comían las uñas y trataban de encontrar un culpable. Ya tenía consigo el corte de carne que se iba a asar en la parrilla del horno, y también la botella de vino tinto y un mantecol para el postre. Mañana sería otro día. El asunto de la guita lo charlaría con Ricardo, el pibe del ministerio con el que viene laburando desde hace medio año su vida en libertad. Fue él quien le avisó, por la mañana, que el gobierno probablemente ordenaría que todo el mundo se quede en casa. Son once días de aislamiento social y obligatorio, le dijo. Me los como crudos, pensó, ni bien le pagó al chino, que se estaba peleando con un hombre de bermudas, y apretó el paso en dirección a su casa.

Leer más...

Pausa

Tiempos Modernos es una pequeña librería de la calle Cuba al 1900, en pleno barrio de Belgrano. Nunca había ingresado. Ni siquiera había registrado su nombre, en la marquesina. Resulta que hoy a la mañana andaba por la zona, entré a preguntar por un libro de Marcelo Saín que me estaba costando conseguir, y ¡uy!, lo tenían. Afuera hacía calor. Me vino bien la pausa. Fue en el mostrador, mientras pagaba, que se desarrolló un diálogo con la dueña del negocio. El precio del libro (económico), las reglas de juego que imponen las corporaciones editoriales, la caída de las ventas por la crisis generada por Cambiemos y el estereotipo de lector del que vive la librería hace treinta años. Son gente de un buen poder adquisitivo, pero la hicieron y mantienen trabajando, explicó la señora. Esto no es Patio Bullrich, advirtió. Mucho profesional y gerente de empresa privada. Dos datos de color: Sinceramente fue el libro que más vendió desde siempre, y un número significativo de jóvenes, de la Universidad de Belgrano, preguntan y adquieren un libro de José Luis Espert. En el medio del salón había dos mesas con pilas de libros. Las paredes, de piso al techo. Ensayos, ficción, poesía, ciencias sociales, foto, cine, autoayuda. Todo lo que tenga chances de ser vendido. También había volúmenes a lo largo de un estrecho pasillo que desbocaba en una especie de depósito. Ahí acomodaba libros un joven que, un par de veces, a la distancia, aclaró un par de dudas con respecto a precios y títulos. Ella me confesó que él era kirchnerista y que ella no tanto. Se mencionó a las escritoras Cabezón Cámara y Samanta Schweblin, quienes hace solo unas horas, se supo, forman parte del plantel de escritores y escritoras finalistas del prestigioso certamen Booker Prize. La dueña contó que ambas se venden muy bien, que no había leído a la primera, y sí a la segunda (aunque aclaró que no le gustó). Todo lo relativo al feminismo también se vendió muy bien, confió, y señaló que son muchos los jóvenes varones que a lo largo compraron Putita golosa, el exitoso libro de Luciana Peker. Era hora de seguir. Les pedí una tarjeta, o cuenta en una red social, para contactarlos en caso de que esté buscando algún título. Sugiero darse una vuelta. Se trata de una librería atendida por su dueña, cerca de Barancas de Belgrano y Cabildo y Juramento, y lejos de las grandes tiendas que venden ejemplares de Planeta y Sudamericana como si fuesen cafés y crocantes de un Starbucks.

Leer más...

Media tonelada de pino


El primer sonido de la mañana fue una especie de goteo sobre el fondo de un balde. Gotas gruesas, pesadas. Luego entendería que se trataba del golpe seco de una cuchilla de mango celeste, mordiendo, hachando la madera. Casi enseguida escuché, siempre entre sueños, el primer rugido de la motosierra. Eran las ocho de la mañana y ya debían hacer veinticinco grados.

Nueve horas después y con el sol todavía alto -aunque ya lanzando hacia el inevitable declive hacia el oeste-, el hombre de la motosierra seguía desmembrando la base del tronco que un rato antes había caído contra el suelo de cemento alisado del patio de la casa de al lado, y que durante casi veinte años le dio sombra a nuestro patio. El ruido fue ensordecedor y el piso tembló como si se hubiese desplomado el techo de una casa.


Desde la terraza, durante el día, pudimos ver cómo trabajaba la cuadrilla. El que mandaba era el que manejaba la motosierra; tenía a su cargo a tres jóvenes, cuya tarea era la de sacar a la calle los restos de la faena a medida que cortaba y hacía caer hacia el patio las ramas del pino. El hombre arrancó de arriba hacia abajo, con la ayuda de una larga escalera de aluminio y un sistema de seguridad que constaba de una soga agarrada a la cintura. Allá en lo alto, motosierra para las ramas más gruesas, cuchilla para las más angostas. Primero peló la copa del árbol, que siempre fue una especie de abanico apaisado, extendido hacia los costados, y luego fue por las gruesas extensiones que se ramificaban hacia los costados. Los pibes, abajo, acompañaban la caída de los troncos con la ayuda de unas cuerdas.

Cuando nos fuimos a la reinauguración de Tecnópolis, cerca de las 18.30, los tres pibes seguían sacando a la calle los restos de la base del árbol. Trozos perfectamente rebanados, con forma de rodajas de naranja, treinta kilos cada uno, diámetros de medio metro, cincuenta kilos por pieza. Ellos parecían recién llegados de una travesía extrema por las fauces de un bosque. Piel abarrotada por el sol y el aserrín. Zapatillas, pantalones largos, remeras y gorritas con la tela rasgada, algún bicho les zumbaba alrededor de la cabeza. No tenían guantes. Las manos raspadas, llenas de rasguños. Solo durante una media hora, a eso de las dos de la tarde, parecieron tomarse un descanso. Fue el único momento de la jornada en la que reinó el silencio. Ni palabras hubo. Deben haber cerrado los ojos, con las piernas estiradas y la espalda pegada a la pared del patio. Luego retomaron y no pararon más.

Ahora, una alfombra de troncos, ramas, hojas, frutos -los llamados coquitos- y kilos de hollín cubren toda la vereda de la propiedad, y a lo largo de unos diez metros. El aroma del pino, sus restos desperdigados, la savia ahora sangrante, llega hasta el coche y hasta nos compaña durante un par de cuadras, hasta que dejamos atrás el barrio.

No es gratis cargarse un árbol que debía tener unos treinta años. A los cuatro laburantes, que llegaron en Renault 18 destartalado, les costó diez horas de laburo con dos motosierras, varios litros de nafta, una cuchilla, sogas, una escalera, carretillas y el cuerpo diezmado por el cansancio y las heridas en la piel. A los dueños de la casa, una buena paga para los muchachos, y la contratación de un servicio de la empresa de recolección de basura para que retiren de la vereda los restos de un pino que llenan dos contenedores de escombros y que deben pesar media tonelada. Nosotros perdimos la sombra de la mañana sobre el patio, y desde la terraza, una protección visual que ahora quedó al desnudo y nos dejó a merced de una mega obra inmobiliaria que están realizando en la esquina. También perdimos una gama de verdes que solo la naturaleza te puede dar, y el pio de las cotorras que con el primer sablazo de la mañana habrán volado en busca de un nuevo refugio.

Leer más...

Valeria, encantadora y colmada de turistas



Valeria del Mar es un cándido pueblo de casas de veraneo que se despliega a lo largo de tres kilómetros a la redonda, sobre calles de arena y bajo la fresca sombra de un pinar que un grupo de visionarios forestó en la zona hace más de ochenta años. Familiar y de clase media, la localidad forma parte del Partido de Pinamar (junto a Ostende y Cariló) en la que vive una población estable de unas cincuenta mil personas.

Uno de esos habitantes es un guardavidas de unos treinta años, la piel muy tostada, ojos claros y el pelo rubio y desprolijo hasta los hombros, que no saca la vista del mar mientras conversamos sobre la notable cantidad de gente que ocupa hasta el último metro de arena. Estamos a tres cuadras del muelle de madera que nace en la calle del centro y desemboca en la arena.

“Para mí tiene que ver con la gente que este verano no quiso irse de vacaciones fuera del país, y aparte tené en cuenta hay mucho poblador de localidades cercanas que hoy domingo tiene su día de descanso”, dice. El otro dato es que el clima es una fiesta. Cielo completamente azul, treinta grados, ni una pizca de viento.

El nene que corretea a nuestro lado es un calcomanía del guardavidas. Tiene unos cuatro años y una rasta de pelo le cae por la espalda. “En invierno hago poda de árboles y arreglo jardines. Sino, pinto, hago trabajos de albañilería, o lo que sea”, cuenta el rubio de malla colorada. Su hijo está escolarizado. Un día después de la charla, de paseo por las calles de arena, pasaríamos frente a un jardín púbico de una planta, muy bonito, debajo de un anillo de pinos, con el parquecito alfombrado de pinachos, ramas y piñas.

“Mis abuelos fueron pioneros de Valeria”, aporta el guardavidas, y en seguida se pone de pie para observar con mayor precisión el nado de una persona, a unos treinta metros de la orilla. Luego vuelve a tomar asiento en la silla con respaldo de lona, debajo de la gruesa sombrilla que lo protege del sol. “Una gran ventaja que tiene el lugar, a diferencia de Cariló, ponele, es que los lotes no miden más de quinientos metros”, advierte. Y es cierto: acá no se ven las mansiones que se amontonan de modo obsceno en la localidad vecina.

El rubio no lo explicita con ninguna palabra o gesto en particular, pero se le nota el orgullo de pertenecer a Valeria, y no haberse tentado por las supuestas oportunidades de una ciudad como Buenos Aires, o más cerca, Villa Gesell, hoy convulsionada por el asesinato del joven Sebastián Baéz.

Estoy tentado de mencionarle la realidad política nacional, pero entiendo que no hace falta. Macri ya fue.

Otra guardavidas, más veterana y a cargo de una casilla –ploteada con una promoción de Movistar- de las extensas playas de la zona más alejada del centro, ya sobre la localidad de Cariló, no se olvida de los años de gobierno de Cambiemos. Arremete con todo ni bien abordamos el asunto. Insensibles, incapaces, malas personas, vomita. “Acá con la gestión de Yesa (Martin) estaban convencidos de que ganaban en Provincia y en Nación, se largaron con un montón de obras y ahora no tienen plata para terminarlas”, detalla. Tiene puestos unos lentes para el sol y un silbato rojo de plástico le cuelga del cuello por medio de una cuerda. Lleva el pelo atado, tirado para atrás.

En esta zona hay menos gente que en la zona cercana al centro. Se llega caminando, con los bártulos al hombro, o a bordo de las camionetas Hilux, Chevrolet, Honda, que se estacionan detrás de una hilera de troncos, del lado de los médanos. Son familias o grupos de amigos que instalan sobre la arena unos coloridos gacebos, y debajo, mesitas, conservadoras. Desde lejos, parece un campamento de una competencia tipo Dakar. “Yo antes no me daba cuenta de nada porque estaba inmersa en mis quilombos familiares, pero ahora que mis hijas están grandes empecé a darle más pelota a lo que pasaba a mi alrededor. Yo no entiendo como hay gente que los apoya”, retoma la guardavidas. Cuenta que se está por jubilar. Por su franca sonrisa y su relación con la naturaleza, en especial el mar, sospecho que está pasando uno de los momentos más lindos de su vida.

Por la noche, el pequeño centro del pueblo se colma de turistas. Pizza por metro, minutas, pastas, casas de hamburguesas y hasta los dos restaurantes de mariscos tradicionales del balnerario, en todos lados, uno ve mesas llenas, y hasta colas en la puerta. Los buzos y pantalones largos, un clásico. La piel tostada y ardida, otro. Las tres heladerías y el salón de juegos para los chicos, como así también los locales de Havanna y Martínez, también están llenos de gente. En muchos casos, se nota el buen pasar económico.

Los precios en las despensas y pequeños supermercados, en general, cuestan un ojo de la cara. Son herencia del peor gobierno de la democracia. Pero son los mismos que en casa. Y un dato para nada menor que hay que sumar para el balance: el gobierno popular no habilitó aumentos en los peajes ni en las naftas. Tampoco hubo conflictos con los guardavidas de la costa atlántica en la negociación por los salarios, un clásico del verano en épocas de neoliberalismo.

Tiene que ser buena o muy buena la temporada para los sectores gastronómico y hotelero. Se lo discuto a cualquiera. Está a la vista. Todas las hosterías de la avenida costera que une Valeria con Ostende, en la que se destaca, por ejemplo, el Viejo Hotel Ostende, tiene sus estacionamientos colapsados.

A unos y otros les tiene que ir mucho mejor que a los vendedores de chipá, ensaladas de fruta, choclos y churros que caminan sin parar en la playa (salvo Churros El Topo, que sigue abriendo locales, a fuerza de un producto de excelencia). “Hay más gente pero se vende poco”, contó una vendedora de chipá. Otro vendedor, en este caso de pulseras, muñequeras y tobilleras artesanales, que llega a Valeria hace siete veranos desde Misiones, consideró que “este año es igual al anterior porque antes había menos plata pero valía más que la de ahora”.

En definitiva, ya sea por el efecto del impuesto al dólar, o el cambio de humor social y la expectativa que genera el nuevo gobierno, la realidad es que por lo menos acá, y también en Villa Gesell, donde estuvimos una noche (casi todos los comercios, en una poco habitual actitud solidaria y colectiva, exhibían un cartel con un pedido de justicia para Sebastián Báez), se notó una masiva presencia de turistas que sin medir demasiado los gastos colmó bares, restaurantes y carpas.

De todas maneras, nosotros, con la familia, nos pasamos la mayor parte de las horas en el mar, y el resto del tiempo en la casita de la calle Cabeza de Vaca, rodeada por unos grandes árboles llenos de piñas, donde asamos carne, comimos tostadas y miramos, ya entrada la noche, programas para chicos de dos años, en Youtube.

Leer más...

Esquina necesidad

Por la esquina de San Martín 1 (CABA) transitan cientos, miles de personas por hora. Desde temprano y hasta última hora de la tarde. Esto se debe a que que ahí nomás está una de las bocas de la estación Catedral de la línea D de los subtes por el que ascienden y descienden ríos de hombres, mujeres y diversidades que en la mayoría de los casos trabaja o debe realizar un trámite en la zona. A pocos metros se extiende la calle San Martín, que te introduce en el microcentro renovado por la gestión de Larreta, en el que abundan las casas matrices de los bancos, en su mayoría privados, pero también los públicos. Varias empresas, muchas casas de cambios, un museo. En diagonal, a unos pocos pasos, se despliega la enorme, soleada e histórica Plaza de Mayo (sin rejas), la casa de gobierno (que ahora luce una luminosa escarapela), la AFIP, el Cabildo, la aristocrática Avenida de Mayo, y más allá, el bajo porteño. También ahí nace la avenida Diagonal Norte, que desemboca en la calle Florida primero y más adelante el Obelisco. Se trata, sin dudas, de una esquina neurálgica.

Es allí que si uno pone un freno, guarda el bolsillo en el celular, apaga la música, levanta la vista, verá que media docena de hombres y mujeres pugnan por vender algunos de sus artículos o productos. Haga frío o calor, incluso si llueve. Son dos los jóvenes que ofrecen cuatro paltas por cien pesos. A los gritos. Tienen la fruta dentro de unas cajas de cartón, apoyadas sobre los escalones del portón cerrado del Ministerio de Modernización. Es africano el que vende los lentes, aunque no emite ni una palabra. Está de pie, con el enorme paño de telgopor apoyada sobre sus piernas. El que vende chipá debe ser paraguayo. Cada tanto avisa sale cincuenta pesos la bolsita. Su lugar, en este momento, es el semáforo. La señora que ofrece los jazmines está ronca de tanto elevar la voz para que los oficinistas se lleven un ramo. Los tiene en un canasto de mimbre y utiliza los escalones del portón para que lo escuchen todos los que transitan la zona. El más callado de todos es el que vende pañuelos. Es un perchero vivo. Cuelgan de sus brazos, de todos los colores, para todas las causas. En una mano tiene tres paquetes de los otros pañuelos, para los mocos. Y en la otra, portasube. Cada tanto abre la boca para contar todo lo que ofrece. Hoy no está la señora que no habla, quizá porque sea muda, quizá porque ya no tiene fuerzas. Se la suele ver sentada sobre una reposera, con las rodillas tapadas por una frazada. Sobre una falda posa un cartón escrito a mano en el que pide una ayuda.

Ojalá que al pasar por esa misma esquina, los primeros días de enero de 2021, por lo menos dos de los vendedores ambulantes ya no estén ahí. Para mí significaría que consiguieron algo mejor para ellos y los suyos, un poco el factor suerte, y otro tanto porque mejoró el país.

Leer más...

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios