Estoy en el potrero con mi hermana. Son las doce de un mediodía fresco y nublado de un día hábil, y a nuestro alrededor no hay más que un taxista que lee su celular con el cuerpo apoyado en el capot de su auto y una mujer enfundada en una campera que pasea a su perro. El predio de la Casa Amarilla y la cancha de Boca pintan el horizonte de azul y oro. Entre Almirante Brown y el campito ahora hay una tira de monobloques. Ella dispara su cámara. De pie, agachada –a pesar de su embarazo-, de costado, me da algunas instrucciones para unas fotos en las que salgo de espalda. En un par de horas deberíamos contar con la foto que ilustrará la tapa de la novela. Mi primer texto de largo aliento. Ya está, casi lo tenemos. Una ficción para describir una realidad que vivimos, junto a otros y otras, en 2009.
Encaramos hacia el interior del barrio por la calle Palos. Cien metros después nos topamos con un mural que habíamos pintado, en una jornada colectiva de trabajo, frente al conventillo en el que vivía Sonia, la uruguaya y referente barrial con la que trabajamos durante un año. Con mi hermana recordamos un festejo del día del niño, una interna entre compañeros, los días en los que jugaba Boca y que volanteamos el programa Fútbol para Todos, las goteras en los techos de chapa los días de lluvia, un amorío. Eran otros tiempos personales y políticos, pero al igual que ahora, compartimos la militancia, aparte de la familia. “Acá tenés la foto, eh. No busques más”, me dijo, con una sonrisa cómplice, y me mostró la imagen que acababa de lograr: el mural, un esténcil de Eva, un viejo buzón con los colores de Boca. Luego bordeamos la Bombonera y fue por la calle Suarez –varias veces escenario de hechos policiales levantados casi con goce por los grandes medios de comunicación- donde le tiramos algunas fotos a las fachadas de algunos conventillos, no tan pintorescos, ni tan precarios, pero sí típicos de la zona.
El recorrido finalizó con una pizza en un Banchero casi pelado de clientes. Repasamos la historia que cuento en la novela. Una ficción inspirada en una experiencia personal y colectiva de militancia política, cuando el kirchnerismo empezaba a profundizar su programa de gobierno, luego de la disputa con las patronales del agro. Las historias que cuento se nutren de la realidad y no tanto de mundos ficticios o imaginarios. Esa es mi búsqueda y mi limitación. En el texto están mis obsesiones, deseos y temores, y también emerge el intento de transmitir o encontrar un grado aceptable de belleza estética, por medio de la escritura, por supuesto, que es la herramienta a la que me aferré, ya de grande, para acceder a esa especie de paz que significa encontrar tu vocación.
Con mi hermana volvimos a repasar las fotos de la cámara. Ya representaban no solo una posible tapa de un libro, sino también, un mediodía distinto, en La Boca, casi diez años después de haberse producido algunos de los hechos que se ficcionan en la novela: fútbol, sexo, militancia política, violencia. Del otro lado de la avenida Almirante Brown, en diagonal, está el histórico local de la agrupación Los Pibes, a la que pertenecía el Oso Cisneros, el militante que fue asesinado por un narco y por el que Luis D’Elia copó una comisaría del barrio, en 2004. Un claro punto de contacto entre la realidad de barrios como La Boca y la novela.
Pagamos (una fortuna) y caminamos media cuadra hasta la parada del 152. Pasamos por la puerta de una vieja unidad básica del barrio, que también inspiró unas líneas de la ficción. Finaliza la jornada. Nos vamos llenos. Mi otro hermano Abrevaya en un rato recibirá las fotos, y no solo seleccionará las que más chances tienen de ser tapa, sino que les dará las terminaciones técnicas necesarias para presentarlas en una portada junto al resto de la gráfica (título, nombre del autor, sello editorial). Ese también es un gusto que me doy con la publicación, y más aún en tiempos políticos en el que gobierna, una vez más, una minoría antidemocrática que la quiere toda para ellos -y ellas-. Leer más...