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Con el nene en brazos

¿Qué haría el muchacho de camisa a rayas, que se hace el dormido cuando la ve venir, si un solo día de su vida tuviese que pedir una mano en el tren? ¿Y la venezolana que dice por teléfono que se va a encontrar con no sé quién en Miami, mientras la piba le ofrece el papelito escrito a mano? Una vergüenza. En la fila de enfrente, un hombre mayor la ignora por completo. Ella le ofrece la fotocopia del tamaño de un carné, y el otro sigue mirando al frente como si no la tuviese a treinta centímetros de su cuerpo, interpelándolo a través de un claro gesto corporal, como es estirar el brazo. Qué rata. Y como ese hay varios más. La invisibilizan. Deben ser los mismos que se quejaban de no poder comprar dólares durante el gobierno de la La Yegua, pero que ahora hacen pata ancha en los trenes con aire acondicionado. La mayoría de los pasajeros y pasajeras, de todos modos, por lo menos le dicen que no con la mano, o le sueltan un “No, gracias”. Y solo algunos le aceptan el papelito. Alguno incluso le pega una leída al texto escrito en lápiz negro, con un trazo inseguro y más de un error de ortografía, mas por aburrimiento que por intriga. Solo dos o tres personas le dan un billete o un par de monedas. Uno de ellos tiene el pañuelo verde a favor del aborto legal y gratuito colgado de la mochila. Solo en ese momento le escuchás la voz. Un “Muchas gracias” respetuoso y con un tono de voz grave que no coincide con la estatura y peso de la joven. Hasta ahí no había abierto la boca. No realiza una presentación en el medio del vagón, ni va hablando a medida que recorre los asientos. No pide, ruega, ni promete. Viste zapatillas, calzas y una remera. El pelo negro y largo lo lleva suelto. Solo camina, con paso apretado, y uno por uno pasa por los asientos dobles, estira el brazo con el papelito en la mano y te busca la mirada. Es un segundo, dos como máximo. Si no reaccionás, pasa al siguiente. A los que están de pie en las puertas de la formación también los encara, pero no pierde ni un segundo. Si lo agarras, bien. Si ni la mirás, también. Cuando llega hasta el final del vagón, pega la vuelta, y recorre una vez más las filas de asientos. El procedimiento siempre es el mismo y lo realiza a gran velocidad. Nunca está sola. Lleva en brazos a su hijo, un pibito que debe tener unos tres años. Quizá tenga algún problema físico, aunque no parece. Hoy le vi la cara, por primera vez, una vez que retiraron mi propia fotocopia y ella se alejaba de espaldas. Imposible no pensar en tus propios hijos, o sobrinos, nietos, de esa edad, tan vulnerable, tan dulce, tan desprevenido a las miserias del mundo. Sonreía por encima de los hombros de su madre. Observaba un punto indefinido del vagón, o del anterior, o incluso del otro, ya que ahora los trenes son muy largos, y limpios, y aparte a esa hora no iba lleno. Los pasajeros y pasajeras ganamos en calidad de servicio. Lo sé porque soy usuario de la línea hace mucho tiempo. Los y las trabajadoras ferroviarias también mejoraron sus salarios y condiciones de trabajo. Pero ahora las formaciones se llenaron de desagraciados como la joven madre que dos o tres veces por semana realiza su rutina silenciosa para llevarse unos pesos a casa. Quizá sea una atorranta que no quiere trabajar, como insinúan muchos y muchas de los que compraron globos amarillos. No creo, por que hay que estar ahí, eh. Cómo hace la flaca para tolerar la indiferencia, el desprecio, el ninguneo de quienes tenemos un buen pasar, a pesar de todo. Y cómo hace para sobrevivir con el dinero que le damos tres o cuatro sensibles. Otra vez: cualquiera de los que estamos volviendo a casa luego del trabajo, no toleramos ni unas horas calzar esas zapatillas y ese nene en brazos. Vuelvo al nene: Quizá no miraba hacia el fondo del vagón, sino deambulaba por los laberintos de algún bonito recuerdo, porque eso sí que tenemos todos y todas, y ningún vago con aires de patrón nos lo puede arrebatar. Cuando el tren arribó a la estación Belgrano R, la joven madre realizó un movimiento de cabeza, como si buscase a alguien en el andén de enfrente. Luego se bajó, junto a unos cuantos bien pasajeros y pasajeras de la zona vestidas con ropa de shopping. El tren arrancó. Yo pensaba en la importancia que tiene el Estado para igualar oportunidades. Qué sabrán los miserables que defenestran el rol del Estado acerca de las necesidades que pasan tantos y tantas. La vi del otro lado del vidrio, mientras el tren ya se había puesto en movimiento. Afuera hacía calor. Adentro estaba muy agradable. Ella, con un veloz y certero movimiento, se pasó al nene del brazo a los hombros, para que quede sentado a caballito. Luego levantó la vista y aún sin verlos, sé que se miraron, porque ella sonrió.

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Un gran remedio para un gran mal


Cuando bajé del tren, Rocío y Pedro me estaban esperando en la esquina de Famacity, como otras veces. Ella me sonrió ni bien cruzamos la mirada. Él, al verme con la ayuda del brazo en punta de la madre, contorsionó el cuerpo, arriba del cochecito, preso de una emoción conmovedora. En seguida nos cruzamos a una vecina, que iba al Ruidazo. Nosotros no teníamos planeado ir. Ya eran las 20.20, hacía calor, pero no podíamos faltar.


Ni bien salimos del túnel escuchamos el insistente y duro sonido de los martillos contra el hierro de los carteles de señalización del tránsito, los semáforos, alguna persiana. También el de los cucharones contra las ollas y sartenes. Las palmas, los silbatos. Luego de caminar unos metros más, llegamos al punto de la convocatoria: Balbín y Goyeneche, a tres cuadras de la subida a la Panamericana y a escasos metros de una de las dos bocas del costoso túnel construido por Larreta. Unos doscientos vecinos y vecinas colmaban la esquina. Con Rocío nos miramos. No estaba nada mal. Al bebé lo cargamos en brazos. Tenía el cuerpo tenso, los ojos abiertos como un animalito en estado de alerta. El ruido, a nuestro alrededor, por momentos era ensordecedor.

El esquema de la protesta era sencillo y estratégico: cuando el semáforo cortaba el paso del tránsito que venía por Goyeneche, una buena parte de los manifestantes copaba la calle y de cara a los coches y colectivos levantaba bien alto las cartulinas y carteles hechos a mano, entonaba las consignas, le pegaba al bombo leguero, al cencerro, aplaudía, flameba banderas argentinas. Luego todo el mundo volvía a subir a la acera, que en ese punto del barrio es un espacio verde, una plazoleta, para dejarle paso al tráfico, que en muchos casos mostraba su apoyo con bocinas y brazos levantados, y en otro, un fastidio que se expresaba con el chirrido de gomas o la marcada aceleración del motor.

Fui para allá. En seguida cortó el semáforo. Dos vecinos arengaban al resto para que copemos el asfalto. En esa especie de pogo vecinal, en el que se armaba un rectángulo en movimiento, la temperatura ascendía varios grados. Encontrarse en los ojos de los vecinos y vecinas mientras nos llenábamos la boca de insultos contra el presidente, fue muy grato. Una descarga que necesitábamos como un mendigo un poco de pan, como dice Ciro Martínez en una bella canción. Hace tres años que rumiamos rabia e indignación entre los nuestros, los pares, las relaciones sociales y con suerte laborales, pero cuando nos juntamos con el otro, la otra, a quien no conocemos, y entablamos un vínculo aunque sea ocasional por el rechazo visceral por el Gobierno, la ecuación cambia. Y el estado de ánimo, también. Pasás de la impotencia a la euforia. Luego vendrá la organización, vital para pensar en cualquier plan para el futuro, pero estar ahí, alrededor del primitivo fuego de la protesta, junto al de al lado, con los puños cerrados, la voz ronca y los ojos humedecidos por la bronca, resultó ser un gran remedio para un gran mal, como reza una frase célebre del enorme Indio Solari.

En la plazoleta, Rocío hablaba con la vecina que nos habíamos cruzado hace un rato, atenta a los movimientos del bebé, que ahora deambulaba por arriba del césped, entre las piernas de los vecinos y vecinas que le pegaban con ganas a un sartén o pizzera, o aplaudían. Las sirenas de la policía, que había cortado la calle, bañaban de azul la zona. Sonaban bocinas por todos lados. Muchas para apoyar la protesta, y la gran mayoría porque querían avanzar, llegar a casa. Desde los colectivos, algunos pasajeros saludaban, aplaudían. El resto observaba un espectáculo que se multiplicaba en varios puntos de la Ciudad: una parte de los sectores medios manifiestan su rechazo a un gobierno cínico y despiadado.

Es hora de irse. Hay que bañar al bebé, darle de comer. Pero él sigue dando vueltas, con con sus paso cada vez más firmes. La tensión que hace un rato le endurecía el cuerpo, se convirtió en algarabía. Va y viene. Grita. Se ríe. Nosotros vamos atrás, como corresponde para dos padres de un nene de un año y dos meses. Frena ante una parada de colectivo que nadie usará por un rato, ya que Goyeneche está cortada. A sus pies hay algunos escombros. Inclina su torso, sin torcer las piernitas, como si fuese de goma, y agarra un pedazo de ladrillo más grande que la palma de su mano. Y le pega al caño. Una, dos, tres veces. Y nos mira. Busca nuestra aprobación. Nosotros le sonreímos, por supuesto, y con una complicidad que él no capta, nos miramos entre nosotros, tragamos saliva y nos secamos las lágrimas con los dedos.

Unos minutos después, regresamos a casa por Goyeneche. El calor es agobiante. Son las 21.05 de la noche. Valió la pena darse una vuelta. Tenemos el ánimo colectivo bastante más fuerte que hace un rato. Y un hijito que entendió todo.

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Manu y Santino Dios

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