Al bostero que le puso letra al himno de
“Brasil decime qué se siente…”,
una noche de jolgorio
junto a los amigos
en Copacabana
Ahora que estamos en los cuartos de final de la Copa del Mundo, que todavía nos emocionamos con las repeticiones del grito de gol más sentido de los últimos veinticinco años, y que faltan un par de días para la próxima batalla, es un buen momento para compartir algunas imágenes y sensaciones sobre la experiencia que vivimos en Porto Alegre, la semana pasada, cuando viajamos hasta allá para abrazar una patriada futbolera que atesoraremos para siempre en nuestro corazón.
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El día anterior al partido nos dimos una vuelta por la placida costanera del río Guaíba, en la zona sur de la ciudad, donde la FIFA montó el llamado Fun Fest, a unas veinte cuadras del estadio Beira Rio. Cargábamos toda la expectativa del viaje, y al mediodía, en el centro de la ciudad, nos habíamos cruzado a los primeros argentinos. Lo primero que individualizamos, ni bien caminamos, ansiosos, un par de cuadras, fue un campamento de autos, camionetas y casas rodantes argentinas, que se recortaba por encima del tráfico que poblaba la avenida. Primero asomó una remera de River, un buzo con el globito de Huracán, y luego varias banderas celestes y blancas atadas entre media docena de carpas y las ventanas de los vehículos.
Apretamos el paso, y entre los árboles vimos un trapo de veinte metros de largo con los colores negro y rojo de Colón de Santa Fe, que tenía pintada, con enormes letras blancas, la consigna “Con la Argentina a todas partes. El Dique”, y a su derecha, otro igual, pero de Unión. Sobre un pedazo de césped, un grupo de hinchas, en círculo, arengaba la canción que ahora entonamos todos. Estaban en cueros. Agitaban los brazos en dirección al río, y la avenida. Saltaban. Sobre la tierra había varias botellas de cerveza, y una pelota número cinco.
Los que nos íbamos juntando sobre la vereda sacamos fotos, y por primera vez desde que estábamos en el país hermano, nos empezamos a sentir parte de la fiebre argenta. Unos pocos metros más adelante, siempre sobre la costanera, se había armado un picado entre argentinos y brasileros. Los nuestros estaban vestidos con jeans y la remera de Messi. Ellos, fibrosos cadetes de una escuela militar de la zona, con zapatillas y pantalones cortos. Éramos minoría, pero los locales, tal como sucedería en todo el viaje, se comportarían de manera respetuosa, y amigable. Estaban haciendo unos veinte grados, la humedad casi llegaba al cien por ciento, y por eso teníamos la chance de disfrutar de una jornada primaveral, como si estuviésemos en Río de Janeiro.
En la entrada del enorme predio del Fun Fest había unos doscientos compatriotas. La imagen era tan nuestra como la del ingreso a cualquier cancha, o estadio cerrado, para escuchar a una banda de rock, o reggae, o alentar a tu equipo, o a Cristina. Éramos nosotros, pero en Brasil. Era el Luna Park, o la costanera del río Paraná, antes de un show de Los Gardelitos. Era la primera concentración numerosa de hinchas. La que estábamos buscando. Con la que queríamos abrazarnos. Como nenes, entonces, corrimos y nos fundimos con la banda.
Un grupo de pibes con la remera de Chacarita ganaba el corazón del tumulto, en el medio de la calle. Tenían dos bombos y un redoblante. Había camisetas de varios clubes, tanto de primera como del ascenso, y estábamos en shorts, y zapatillas sin medias, en cueros, y llevábamos en las manos botellas de gaseosas cortadas por la mitad, con Fernet, Coca Cola y hielo, o celulares y cámaras de fotos. Durante un buen rato nos llenamos la boca de tribuna, y se nos cansaron las piernas, y nos cayeron gotas de transpiración por las mejillas. Algunos hinchas vestían la flamante y costosa ropa deportiva oficial de la selección, zapatillas vistosas, lentes, relojes, pero nadie se fijaba en esos detalles. Saltamos, abrazados, debajo de un trapo argentino de más de diez metros de largo, y le dimos vueltas una y otra vez a la canción que quedará por siempre asociada al mundial brasileño.
Ese mismo día, pero a la seis de la tarde, cuando ya había caído el sol y estábamos recorriendo a pie las treinta y cinco cuadras que nos separaban del estacionamiento en el que habíamos dejado el coche por la mañana, nos metimos en una feria callejera para comprar algunas frutas. Los trabajadores, bajo los toldos, la cabeza rozando las lamparitas, con gestos de manos, y algunos gritos, nos invitaban a comprar sus productos. Se está jugando el Mundial, allí, en su propio país, y son tan futboleros como nosotros, está claro, pero mientras tanto hay que ganarse el real, por supuesto. Nosotros les sonreíamos, y compramos algunos mangos y pepinos en lata. También nos saludamos con otros argentinos que se paseaban entre los puestos con una caipiriña en la mano. Los brasileños nos miraban con una mezcla de sorpresa, y por momentos, fascinación, o rechazo, depende el lente con el que se observe.
De repente, de atrás de los puestos, emergió hacia el cielo una lluvia de fuegos artificiales que iluminó las terrazas de unos modestos edificios de la zona. Paso seguido, sonó el inconfundible sonido de los “Tres tiros”, una pirotecnia tan nacional como la arrogancia, o los gorritos de nuestro fútbol que van adheridos a la cabeza como si fuesen parte del pelo. Eran argentinos, todos varones de alrededor de treinta años, y bebían Fernet de unos vasos de aluminio que reponían de un par de heladeritas. Cantaban contra Brasil, alrededor de otro campamento, armado con algunos coches, y un par de carpas de tipo Iglú que estaban revestidos con los colores de la selección y los clubes de fútbol argentinos.
Luego de entrar a una de las enormes y luminosas estaciones de servicio que había cada tres cuadras, cruzamos un parque, y llegamos al estacionamiento. Nos despedimos con un apretón de manos del encargado y un empleado, y en el camino hacia la morada de nuestros queridos primos, tuvimos la chance de reflexionar acerca de la fiebre argenta. Hinchas que celebramos con pasión el amor por los colores, por el fútbol, por nuestros jugadores, por nuestras convicciones y sueños. Que nos regodeamos con nuestra propia identidad, y excentricidad. Que nos potenciamos a nosotros mismos cuando nos cruzamos con nuestros pares, allá, a mil trescientos kilómetros, por más que seamos kirchneristas hasta la médula, y alguno de ellos, quizá, o varios, sean más gorilas que el canalla de Nelson Castro. Allá nos sabemos observados, muchas veces admirados, por la entrega que ofrecemos de manera natural cada vez que entonamos una canción, cada vez que saltamos agarrados a los hombros del de al lado, que elevamos los brazos, que extraviamos la mirada, que llenamos nuestras bocas de la cultura popular que compone nuestro fútbol. Y nos encanta.
El argentino que está en Brasil sabe que lo suyo es exclusivo, y allá, nada menos, y más que nunca, potencia sus pintorescas cualidades, muchas veces ante la fascinada mirada del otro. Una canción de cancha, con ritmo, con énfasis en alguna estrofa, siempre en el calor del tumulto, el salto, los brazos en alto, y el color, no solo celeste y blanco, sino también de todos nuestros clubes, edifica una escena imposible de soslayar. Hasta los propios brasileños sacaban fotos y filmaban con sus celulares. Por lo menos los que viven en Porto Alegre, o en el estado de Río Grande del Sur, donde nos consideran “hermanos”. Dicen que en San Pablo, Río, y otras grandes ciudades del medio y el norte del país, no nos quieren tanto. Algo pudimos ver a través de los partidos. Pero creo que no pasa de la rivalidad rioplatense ligada al fútbol.
Al otro día la Argentina jugaba contra Nigeria. Nos fuimos a dormir sabiendo que algunas horas después viviríamos el momento más preciado de nuestro viaje de tres mil kilómetros. Nos levantamos temprano, pusimos la bandera en el techo del auto, y volvimos a cruzar la ciudad. En más de un semáforo, automovilistas locales, al vernos con la cabeza en dirección al mapa, y una mueca de angustia en la cara, nos preguntaban si necesitábamos algo. Su hospitalidad, hay que decirlo, es admirable. Uno de ellos nos llevó hasta la avenida que nos dejaría en la zona caliente del partido.
Al Fun Fest entramos temprano. Toda la zona estaba celosamente vigilada por personal civil, y también militar, con cascos, escudos y caballos. Para ellos no había mundial en casa junto a la familia y los amigos, con cerveza, y "churrascos". Ahí estaban, trabajando. Tanta basura desparramada por los medios de comunicación, tanta paranoia globalizada, habían despertado en la ciudad un temor a la invasión argentina. Un poco porque somos algo salvajes, o muy expresivos, otro poco porque seríamos miles, y en tercer lugar, por la figura de los barras bravas – que allí también existen, aunque creo que no tienen tanta incidencia en la vida pública como tienen acá-. Pero no hubo ningún inconveniente. Veinte mil almas enfundadas en el celeste y blanco primero nos emocionamos hasta las lágrimas con el himno nacional versionado con el acompañamiento popular, y luego, gritamos los goles de la selección. Aparte, dejamos una importante montaña de dinero en cerveza, feijoada, frango, y camas de hotel, le rogamos amor eterno a muchas de sus mujeres y hombres, y montamos una fiesta inolvidable a veinte cuadras de la cancha, donde se vivió otra historia fascinante, que los propios brasileños registraron, a los gritos, en sus dispositivos electrónicos.
Un capítulo aparte se merece la canción que ahora recorre el mundo. Fíjese la inventiva, la genialidad de cada uno de sus versos, la retórica del folclore futbolero nacional, y la fijación en eso de poner el goce en la cargada hacia el otro. Leer más...