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Paul Auster: Un hombre en la oscuridad



Leo a Paul Auster hace muchos años. Creo que es un autor para leer desde los 20 a los 30 aunque ya tengo casi 32 y sigo leyendo sus libros y cuando los termino se los paso a mi mamá, que también le interesan. Auster es un narrador extraordinario, de eso no me cabe duda. Pero hasta ahí llego en los elogios. Me interesaría criticarlo. Es decir, escribo este post porque quiero poder describir sus defectos y no sus aciertos. Leí varias novelas de él y en general me gustaron, algunas más que otras, tiene una brutal capacidad para inventar historias y eso es la rueda de cualquier escritor. Siempre pensé que era un groso. Acá en Argentina sus libros se exponen en la primera fila de las librerías. Y se hacen notas sobre sus lanzamientos. Se levantan entrevistas de diarios extranjeros donde Paul opina sobre la actualidad norteamericana. Pero me pasó algo curioso. En el transcurso del último año conocí dos mujeres neoyorquinas de mi edad, por separado y en distintos momentos, y abierta la charla sobre el tema literatura, tiré el nombre de Paul Auster. Las dos veces pasó lo mismo: ante la cara de desconocimiento que ponían, pensé que lo estaba pronunciando mal y lo dije de mil maneras. Pero no, no lo conocían. Auster escribe sobre Nueva York todo el tiempo, les dije. Pero no. Y estas jóvenes de las que estoy hablando sabían mucho sobre literatura. Incluso una de ellas había estudiado literatura inglesa en la universidad. Pero bueno, eso que dije nada dice sobre los libros de Paul. Quizás nos diga algo sobre el mercado, sobre el mercado editorial iberoamericano. En general a Auster lo edita Anagrama y las traducciones son al español de España. Con “ostías”, “os habeis dado cuenta” y “chorrerias”. No es bueno vivir en Buenos Aires con Macri y tampoco es bueno leer literatura traducida al español de España. Pero bueno, sigo sin hablar de la literatura de Paul. Quiero decir que su último libro me pareció, en español, una chorrada (¿grasada? ¿ berreta? ¿pobre?). Hay una explicación extraordinaria sobre las imágenes de algunas películas. Pero si le sacamos eso y algunas estrellas más sueltas por ahí, las doscientas páginas del último libro me decepcionaron. Auster se cae en lugares comunes (y eso, en principio, es mala palabra en literatura) y en descripciones triviales, como si escribiera un adolescente: cuando el personaje principal describe como conoció a su mujer Auster se me cayó al suelo: no deja grasada por mencionar y su relato es tan poco original y tan inverosímil que uno puede pensar que este tipo tenía una historia y para llegar a las 200 páginas tuvo que agregarle alguna otra y recurrió a sus borradores de cuando tenia 17 años. El libro cuenta dos historias, la del protagonista narrador en primera persona con su familia y una historia que este personaje narrador se inventa a la noche cuando no puede dormir (un hombre en la oscuridad: el título es bueno, acertado). Andan diciendo por ahí que esta segunda historia es una metáfora o una anticipación del futuro de EEUU. Creo que después de 1984 y Un Mundo Feliz hay que tener mucho cuidado para meterse en algo así sin quedar a mitad de camino o rozar un papelón. ¿Algo más? Sí, seguro que hay más, pero esto se está haciendo demasiado largo. Y es tarde.

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Despenalización

Una parejita de no más de veinte años se mima bajo el sol, acostados boca arriba sobre el pasto de una de las plazas que están frente a la terminal de ómnibus de Retiro. Mientras la zona colapsa por el tráfico y la gente que camina una encima de la otra, ellos, entre risas y besos, se fuman uno.
Un agente de la policía federal, también joven, ancho de espaldas, encara, a paso rápido, en dirección a los chicos. Un pibe con la remera de Huracán, desde una parada de colectivo, se aviva, y le pega un chiflido al chico que se revuelca sobre los muslos de la novia con el porro en la boca. El novio, al tercer silbido, levanta el cogote, individualiza al loco que le hace señas, se da vuelta, ve venir al policía de uniforme y, de un solo movimiento, se pone de pié, y tira del brazo de su novia para que ella también se levante. La abraza y, detrás de su espalda, apaga el faso con un salivazo que pone entre el dedo gordo y el pulgar. Con el policía a unos diez metros de distancia, el chico descarta el porro sobre un arbusto.

- Quedate quieto, flaco. Abrí las piernas y poné las manos detrás de la cabeza.
- ¿Qué pasa, oficial?
- Te dije que te quedes quieto –le pone una mano en el pecho-, las manos detrás de la cabeza, dale –y le da un par de patadas en las piernas para que las abra-.
El flaco abre las piernas y se lleva las manos a la cabeza. Ella se queda dura, con los brazos pegados al cuerpo.
- Estaban fumando. ¿Dónde está? –el agente, sin sacarle la vista de encima, se agacha y le revisa los tobillos, las piernas, la cintura, las axilas y el pelo de la cabeza -, ¿vos también fumas porrito? –le dice a ella.
- No estábamos haciendo nada, oficial –dice él.
- Callate la boca y dame tus documentos.
El chico le pasa los documentos. Ella también, sin que se lo pida. El agente mira las fotos y después los observa a ellos. Ella le baja la mirada enseguida. El novio tarda un poquito más.
- Vaciá los bolsillos ahí -le marca una zona de pasto que tienen al lado-, y sacate las zapatillas.
- Pero oficial...
- Callate la boca.
El novio saca monedas, llaves, un paquete de cigarrillos, algunos papeles y se los pasa. El agente le marca el césped con el mano –sigue hojeando los documentos-, y el chico deja sus cosas en el pasto junto a la billetera de lona que acaba de sacar del bolsillo de atrás de su pantalón.
- No tengo nada, oficial. Ya nos íbamos.
- Las zapatillas.
El flaco se sienta, se saca las zapatillas, las da vuelta en el aire. El policía se las saca de la mano, les saca las plantillas, y tira todo sobre el pasto.
- ¿Vos tampoco tenes nada? -le pregunta a la flaca. Ella niega con la cabeza.
- Segura, ¿no? –el agente es tosco y su tono de voz es de cuartel-, después que no me entere que la tenías en tu ropa.
- No tengo nada, oficial.
El chico se pone de pié. El agente le dice que levante las manos y sin perdelo de vista se acerca hasta el arbusto, mete la mano, agarra el tucón, y lo mete en el paquete de cigarrillos del chico (Philip Morris diez).
- ¿Qué están haciendo acá? – ahora revisa los papelitos, los mira, los da vuelta, lee.
- Nada, oficial, paramos un ratito a tomar sol.
- A drogarse –corrige el agente, y les clava los ojos: - ustedes son dos faloperos.
- Disculpe, oficial, pero nos tenemos que ir a la facultad –dice ella, trabándose.
- ¿Qué estudian?
- Sociología -contesta él, mientras le acaricia la mano a la novia por lo bajo.
El agente hace un bollo con los papelitos y los tira al pasto. Se agacha y revisa entre las monedas, olfatea las llaves.
A unos veinte metros, en las paradas, algunas personas se entretienen con la escena. El hincha de Huracan sigue ahí, firme, camuflado por el gorro Nike con visera.
- ¿Saben lo que vamos a hacer?
Dicen que no con la cabeza. Él sigue con las manos en la nuca y las piernas abiertas.
- Voy a llamar al comando y los voy a llevar presos.
- Por favor, oficial -dice él-, ella es chica, se le va a armar quilombo en la casa.
- Es problema de ustedes, lo hubieran pensado antes –ahora el tono del joven oficial de la Policía Federal, rapado, con el uniforme ajustado al pecho, es sobrador.
- No somos delincuentes, señor, ¿por qué nos va a llevar presos?
- Porque están cometiendo un delito. Si choreas un auto, o te fumas un porro, para mi es lo mismo.
El chico se toma el permiso de tocarle el brazo al agente, pero el otro se lo saca de encima con un brusco movimiento del brazo:
- Quedate quieto, guacho. No me toques.

El agente saca la radio del cinto, se pone la radio en la oreja, aprieta un botón colorado, y entabla contacto con el comando. Le preguntan cual es la situación. Cuenta que enganchó a dos personas con droga. Masculino o femenino. Uno y uno. Qué sustancia. Marihunana. Cuanto. Medio cigarrillo. La comunicación se silencia (queda una fritura flotando en el aire), hasta que a los pocos segundos, el que está del otro lado le dice: "Maidana, sos un gil. No nos rompas las pelotas con huevadas". Risas. Fin de la comunicación (con las risas de fondo).

El color de la cara del agente cambia en pocos segundos. Los cachetes se le ponen colorados y una fina capa de gotitas de transpiración le moja la frente. Aprieta con fuerza la radio, y su respiración se agita y acelara. Los chicos no mueven un sólo músculo de la cara. Guarda la radio, se saca la gorra de la cabeza y se pasa la palma de la mano por el pelo. Respira hondo. Vuelve a mirar hacia los costados.
- Que miras, puto -le dice al novio cuando le engancha la mirada. Se lo dice a muy corta distancia y con la boca casi cerrada, los dientes apretados. Con muchísimo cuidado, es ella quien ahora toma los dedos de la mano de su novio.
- ¿De qué te reís, putito? -el chico no hace ni dice nada, le esquiva la mirada-, ¿te pareció divertido que me deliren?
- No.
El agente Maidana mira de nuevo hacia los costados, por encima de la cabeza de los dos chicos:
- Aparte de puto y drogon, ¿también sos rocho?
- No.
- Tenés cara de rocho. Andan choreando en esta plaza –marca con el índice la zona -, no seras vos con algunos amigos, ¿no? –le pasa el índice por la cara, hace presión sobre la frente.
El chico, la pera pegada al pecho, niega con la cabeza. Se le infla y desinfla el pecho, abre y cierra las manos que tiene sobre su propia cabeza.
- ¿Qué pasa? ¿Me querés boxear? - el agente tiene la mano sobre la culata de la pistola. Vuelve a mirar hacia sus costados. Algunas de las personas, cuando se ven observadas por el agente, miran para otro lado. Otros directamente se van.
- Sos un cagón -le dice -, puto y cagón. Los pendejos como vos son una lacra. Te rompería todo –al agente le tiembla la mandíbula y se le escapa saliva cuando habla.
- Bajá los brazos –le ordena.
Nada.
- Bajá los brazos, te dije –y con su propio brazo hace fuerza hasta que el otro los baja y deja pegados al cuerpo.
- Dejános ir, por favor -irrumpe ella con un hilo de voz.
- Calláte la boca -el oficial le clava los ojos y ella retrocede unos centímetros para atrás.
Del grupo de gente que se juntó a unos pocos metros, se desprende otro agente de la policía federal, que avanza hacia ellos.
Maidana lo ve venir. Duda uno, dos segundos, y retrocede medio metro. Se acomoda la ropa, la gorra, se limpia la transpiración de la frente.
Los chicos lo miran. También al agente que se acerca.
El agente retoma la compostura de un policía Federal hecho y derecho, mira de nuevo hacia la gente que observa con una mezcla de morbo y curiosidad, se pone la gorra, se acerca al novio y, al oído, casi sin abrir la boca, le dice:
- Tómenselas.
El chico levanta la cabeza y lo mira con desconfianza. Ella le tira de la mano y lo arrastra hasta el pasto. Él agarra sus pertenencias, las
guarda en el bolsillo, todas juntas. Levanta las plantillas, el calzado, y arrancan en dirección a Libertador.
- Algún problema, oficial –dice el recién llegado, con la gorra en la mano.
- No, los chicos ya se iban. No creo que los volvamos a ver por acá.
El chico, a unos quince metros, se pone las zapatillas mientras camina, con la mano apoyada en el brazo de ella. No se dan vuelta ni una sola vez. Al rato se los pierde de vista entre la gente que atraviesa la plaza llena de sol.

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Testimonio


Los tribunales de Comodoro Py son frios, sombríos y ajenos a cualquiera que no venga del mundo judicial (ya sea por cuestiones de laburo, o por tener problemas con la ley).
Las escalinatas de la entrada, los largos pasillos, las escaleras de mármol, las puertas de los juzgados, los crucifijos, las flacas y rubias secretarias provenientes de la UCA, los hombres engominados con lentes para el sol, trajes de seda y zapatos de cuatro cientos pesos, los agentes de la Policia Federal y del Servicio Penitenciario Federal, todo ese combo de imágenes y sensaciones, convergen en una sola idea, física y racional: los hombres y mujeres que conforman la corporación judicial, tienen la facultad de cambiarte la vida. Y entre ellos se cuidan el culo. Viven en su propio mundo y no se dejan atropellar ni siquiera por cuestiones de Estado.

Para entrar a la sala de audiencias donde se lleva a cabo del juicio de Mansión Seré, hay que anotarse en la mesa de entradas del TOF 5 (Tribunal Oral y Federal Nro. 5), en el sexto piso. Documento, aclaración para saber si venís de parte de la querella o de la defensa (ya que los primeros van a la planta baja de la sala y los segundos a la planta alta), un chico de traje, peinado y afeitado, seguramente su primer trabajo en un tribunal, te da la autorización, volves a la planta baja, y te dirigis a la sala, al fondo de un pasillo y un piso para abajo por escalera. Antes de entrar, hay que pasar por un control policial que, según el humor de los uniformados, puede significar un trámite, o convertirse en un momento dominado por la incomodidad.

Guillermo Fernandez es un sobreviviente del centro clandestino de detención Mansión Seré, uno de los cuatro secuestrados que se escaparon la noche del 24 de marzo de 1978 de la casa donde estaban detenidos hacía varios meses. Fuimos a escuchar su relato, una historia única que fue llevada al cine por Israel Caetano (Crónica de una fuga), a acompañarlo, a estar cerca cuando terminase de dar su testimonio.

El tipo entró, cruzó la sala y tomó asiento. Uno de los tres jueces del tribunal, impecable, la espalda derecha, la voz clara y severa, le recordó que falsear un testimonio está penado por la ley. Guillermo, pantalón, camisa, saco, el pelo atado con una colita y los lentes sobre la cabeza, dijo que sí, que juraba decir la verdad y nada más que la verdad.

Del lado de la querella, separados de la sala por un ventanal de acrílico, acompañando a Guillermo, y a otros que declararían por la tarde, somos unas treinta personas las que estamos sentadas en las cuatro o cinco hileras de sillas azules de tipo oficina. Junto a nosotros, uno por lado, dos policías de la Federal, las manos detrás de la cintura, la vista perdida en la pared alfombrada de enfrente. Dentro de la sala, a la izquierda, la fiscalía, la querella, y Guillermo. En el medio, del otro lado de una tarima de mas de un metro de altura, los jueces que imparten la ley (el TOF 5 no permite el ingreso de la televisión ni los pañuelos y fotos de los desaparecidos que las Madres de Plaza de Mayo, y otros organismos, llevan consigo desde hace más de treinta años). A la derecha, la defensa. El piso y las paredes estan cubiertas por una alfombra rosada, el mismo color de las pesadas cortinas que caen por detrás de los jueces del tribunal. Hay dos plasmas de tv, una de cada lado, un circuito de audio, y mucha solemnidad.

Durante más de una hora y media Guillermo hace un minucioso relato de su secuestro, cautiverio y fuga de Mansión Seré, una casa de dos plantas, camino de tierra y jardín, de la zona oeste del conurbano bonaerense, perteneciente a la Fuerza Aérea Argentina. Una y otra vez, mientras da nombres, fechas, hechos, insiste con la idea de que una vez adentro de la casa, el que no se adaptaba a la lógica interna de la patota y las guardias, perdía. La mayoría perdió igual, hiciese o no el esfuerzo de sobrevivir, pero Guillermo tuvo una suerte aparte. "Estábamos en manos de una banda de locos desquiciados. Ahí adentro no importaba la política, ni de dónde venías ni cuan grande la tenías", le cuenta al tribunal, los tres echados sobre sus sillones de cuerina negra, con las laptops abiertas sobre el escritorio.

Guillermo es actor. Y se le nota. Mueve sus manos y gesticula con la cara. Por momentos ironiza y nunca pierde la calma. A medida que avanza su relato, las observaciones y descripciones que comparte, confluyen, inevitablemente, en el descelance al que todos queremos llegar: la fuga. Uno se retuerce en el asiento de felpa azul. Ya sabemos cómo operaban los grupos de tarea, su sadismo, el grado de locura y morbo que tenían, pero escuchar, y ver, a un tipo, que estuvo ahí, y que ahora, en este momento, se conecta con aquellos hechos que le dejaron marcas de por vida, es muy diferente. "Cuando vas a los juicios, no salís igual que como entraste", dijo uno una vez. Algunos de los que estan al lado nuestro, por nervios, o por la razón que sea, rien cuando Guillermo tira algún bocado con cierto atisbo de humor. Se tapan la boca por pudor, o se codean. Yo quiero explotar en mil pedazos. Tanta mierda acumulada en años, haciendo presión, desde las uñas de los pies hasta los pelos de la cabeza. Cuanta locura. Cuanta gente esperó estos juicios por tantos años. Ahora son una realidad. Acá está Guillermo, a pocos metros, contando una historia de película.

Por suerte, la historia de Guillermo es épica. De las tres o cuatro que hay dando vueltas. Esa fuga de Mansión Sere, una en Campo de Mayo, otra en la ex Esma.

La fuga que él mismo planea, junto a otro detenido, Claudio Tamburrini, ex arquero de la primera de Almagro, es histórica, y de película. Con dos o tres elementos (es fundamental un tornillo que cae del camastro donde lo tenían encadenado día y noche), una fuerza que nace en las tripas, producto de una situación extrema de vida y muerte, pelotas de acero, y mucha pero mucha suerte, los cuatro pibes (tenían todos veinte años), hechos mierda, desnudos, y en manos del destino, atan unos trapos a una ventana que habían podido abrir, se cuelgan, y se deslizan hasta la puerta de entrada de la casa. En la película llueve como la última vez. Guillermo no hace referencia a ese detalle. Pero salen, se escapan, en pelotas, piden ayuda en algunas casas, y, increiblemente, zafan.

Guillermo se va del país al otro día.

Despues de las preguntas que le hace la Fiscalía, el juez da por terminado el testimonio y pasa a cuarto intermedio. Nosotros, los treinta que estamos sentados del otro lado del vidrio, nos paramos y escupimos un aplauso generalizado que rompe con el silencio tortuoso que flotaba en el aire desde hacía dos horas. Una explosión natural, un reconocimiento para uno de los tantos testigos que, a pesar del costo personal que debe implicar remover la pesadilla más profunda de su vida, decide declarar, y poner sobre la mesa las pruebas que hacen falta para meter presos a los genocidas (Barda/Mariani0Comes, los tres de mas de ochenta años). Nos rompemos las manos y también gritamos. El juez, un dinosaurio que vive enfrascado en un inframundo de privilegios e impunidad, corporativo, amenaza con hacernos hechar si seguimos con esa actitud. Aplaudimos más fuerte que antes (Tomá, la concha de tu madre). Guillermo, mientras tanto, abre la puerta que separa la pecera de la sala y se abraza con los que tiene más cerca. "Silencio, por favor", llega del otro lado, cada vez más tenue, más lejano. "Bien, loco, bien, que groso tu testimonio: felicitaciones".

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Manu y Santino Dios

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