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Quebrar el pacto de silencio

A las 09.30 horas del lunes 4 de enero de 2010, el Tribunal Oral Federal 1 de San Martín reanudó el juicio oral y público que se le sigue al ex presidente de facto Reynaldo Bignone, seis militares y un ex policía, por los delitos de lesa humanidad cometidos en el ex Centro Clandestino de Detención Campo de Mayo durante la dictadura. Por la mañana declararon dos testigos de la causa: Faustino López, padre de una desaparecida, y Víctor Ibáñez, un ex cabo del ejército que en la actualidad está protegido por un programa de protección a testigos del Ministerio de Justicia y que tenía mucha información para aportar a la mega causa.

Dentro de la canchita de fútbol de la Sociedad de Fomento José Hernández, Florida, provincia de Buenos Aires, ámbito donde se realiza el juicio, estaba todo listo para que arranque la nueva audiencia: los jueces del tribunal detrás del estrado, fiscalía y querellas repasando expedientes, la defensa con los codos sobre el escritorio, la policía federal custodiando puertas y pasillos del salón, los familiares, sobrevivientes, amigos y compañeros sentados del otro lado de las vallas, y los dos testigos que declararían antes del mediodía, aguardando en alguna dependencia del edificio. Sólo faltaban los reos.


Faustino López, un hombre mayor, canoso y muy flaco, apareció acompañado del brazo por personal del juzgado ya que le costaba movilizarse solo. Vestía camisa y pantalones oscuros, ambas prendas viejas y gastadas. Su testimonio fue breve y contundente: el ejército argentino secuestró a su hija el 14 de abril de 1977 y nunca más supo de ella. Quiso hacer la denuncia en la comisaría de su barrio y no se la aceptaron. Golpeó puertas en dependencias de la Marina, la Prefectura y la Gendarmería, y nada. Con la llegada de la democracia lo contactaron de la CONADEP para contarle que a su hija y a su pareja los habían sido visto con vida dentro de Campo de Mayo. El testigo se quebró por lo menos tres veces y un familiar se tuvo que sentar a su lado para amortiguar la pena que le sacaba el aire y el habla. Cuando Faustino terminó su declaración, y se puso de pié, los aplausos que bajaron desde el público que había llenado gran parte de la sala conmovieron hasta al más distraído; y cuando el hombre pasó por delante nuestro, nos levantamos y la canchita de fútbol se vino abajo.

Víctor Ibáñez se quedó de pié, firme, frente al estrado de los jueces, juró que diría la verdad –juró, y no prometió, que es la otra opción que te ofrece el tribunal antes de testimoniar-, y tomó asiento en el pequeño escritorio con micrófono asignado para los testigos.

Uno de los defensores oficiales, muy joven, le solicitó al tribunal si podía esperar el ingreso de sus defendidos: sí, claro, adelante. Uno a uno, octogenarios y prolijamente vestidos, peinados con gomina, con la mirada puesta en el suelo y sin esposar, fueron tomando asiento los reos del juicio: Reynaldo Bignone, los ex generales Santiago Omar Riveros y Fernando Exequiel Verplaetsen (ambos ya condenados por el caso del Negrito Floreal, de 14 años, secuestrado junto a su madre en Campo de Mayo, quien apareció flotando, y empalado, en las costas del Río de la Plata), entre otros. Mientras subían la escalerita, y se sentaban uno al lado del otro, no se escuchó un solo sonido dentro de la canchita, y la respuesta de los cuerpos –nuestros cuerpos-, tensos, y en inmaculada mudez, fue instantánea: alzar los carteles con las caras de los desaparecidos en dirección a los reos.

Ahora sí, y por el lapso de más de una hora y media, Víctor Ibáñez, un hombre de baja estatura, pelo negro y ralo, camisa anaranjada y jeans, personaje ya conocido para los organismos de derechos humanos, respondiendo siempre a las preguntas de la fiscalía con tono tranquilo y pausado, aportó información muy valiosa en relación a la estructura y modo de funcionamiento del Comando de Institutos Militares dentro de Campo de Mayo al mando de su máximo responsable, el jefe de Inteligencia coronel Fernando Exequiel Verplaetsen.

El hombre contó que a los pocos días del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 lo citaron a una pequeña oficina a las 08.00 de la mañana y que partir de una breve entrevista le comunicaron sus nuevas responsabilidades en su nuevo destino: la Plaza de Tiro, o LRD (Lugar de Reunión de Detenidos), o Destacamento Los Tordos, o el Campito. Debía llevarle el desayuno a los detenidos y atender la radio y un teléfono a magneto que tenía la casilla donde pasaría sus días hasta mediados de 1978. No podía andar armado, le indicaron.

El Patio de Tiro consistía en dos enormes galpones, coloniales, centenarios, con piso de tierra, ya que, parece, hasta antes del golpe, funcionaban como caballerizas. Un galpón para los hombres y el otro para las mujeres. Todos los detenidos tenían capuchas tapándoles la cara y las manos atadas por delante con una soga o trozo de ropa. Con el tiempo, relató, pude ir observando cómo operaban los grupos de tareas (GT1, GT2, GT3 y hasta GT4, divididos por organización política perseguida: Montoneros, ERP, otros, y Juventud Guevarista), quiénes los conformaban y cómo operaban. A algunos de ellos los había tenido como profesores en la escuela General Lemos, dijo (casa de estudios de la que egresó a finales de 1972). Y contó que no sólo había miembros del ejercito en esos grupos sino también miembros de la prefectura, policías y civiles afectados a la inteligencia.

Pude ver algunas cosas y escuchar otras, siempre de manera muy fragmentada, dijo. La humillación hacia los detenidos era constante. No había condiciones de higiene y mucho menos sanitarias. Desde mi garita donde tenía la radio y mi cama pude ver cómo les sumergían la cabeza a los detenidos en los bebedores de madera para los caballos, contó. El método de tortura conocido como submarino era cosa de todos los días. Los golpeaban en la cara, en el estómago y en las piernas, entre varios, y en plena luz del día. También pudo ingresar en más de una oportunidad a las salas de interrogatorios; vio los camastros de hierro, botellas de agua, trapos sucios y la maquina para generar electricidad. El perímetro del Campito estaba celosamente custodiado por perros muy malos, llamados de guerra, que cubrían posibles fugas. Uno de ellos, una tarde, se le escapó a un soldado y atacó a uno de los detenidos hiriéndolo de gravedad.

Ibáñez identificó a varios de los represores del centro de Exterminio: el Alemán, de la prefectura, el Gordo 1 de la policía Federal, el Gordo 2, un agente civil al que apodaban Fito, el Toro, capitán en ese entonces, ex profesor suyo en la escuela Lemos, llamado Rodriguez Martín. También nombró a un interrogador de la policía de la provincia de Buenos Aires apodado Clarinete y al Teniente Coronel Jorge Voso, responsable máximo del Campito, el mismo hombre que lo había recibido el día que arrancó con su nueva tarea como guardia. Este hombre tenía varios pseudónimos, recordó Ibáñez: Ginebrón, porque tenía debilidad por la bebida blanca, La parca, o Gato con botas, ya que nunca se sacaba las botas de montar por prescripción médica, según sostenía el mismo represor.

Riveros y Verplaetsen se paseaban casi todos los días por el Campito, y una vez lo vi a Bignone, relató, ante una nueva pregunta de la fiscalía; fue en la pista de aterrizaje de Campo de Mayo, charlaba con personal de uniforme y a su lado, detalló, había varios detenidos encapuchados que estaban a punto de ser embarcados a un avión de la Fuerza Aérea listo para despegar. A qué distancia quedaba la cabecera de la pista del patio de armas, preguntó el fiscal. Más o menos a dos kilómetros, contestó.

Recordó, también, haber visto en reiteradas oportunidades, a un señor de barba, muy misterioso, amigo del teniente coronel Voso. Se decía que era psicólogo, pero en realidad, al tiempo, me enteré que era un juez federal de apellido Sarmiento que interrogaba detenidos en el escritorio de una oficina del predio.

Cuando le preguntaron cuantos detenidos había secuestrados en los galpones, relató que él llevaba unas 140 raciones por día pero que al otro sólo tenía que llevar unas 20. El tránsito de personas era impresionante, comentó. Al otro día, de nuevo unas 150 raciones. La comida para los detenidos era la misma que para los soldados; rancho de tropa, le decían a las raciones.

La figura de Ibáñez se hizo conocida el 25 de abril de 1995 cuando el diario La Prensa publicó su testimonio sobre los hechos acontecidos bajo la órbita del Comando del Instituto Militar de Campo de Mayo. Quebraba, así, el pacto de silencio y camaradería dentro de la fuerza. Al otro día, el entonces comandante en jefe del Ejército, Martín Balza, se vio forzado a realizar su primer reconocimiento público de las atrocidades cometidas por su arma durante la dictadura. Ibáñez tuvo a cargo tareas de logística y atención a prisioneros que pasaron por El Campito, uno de los centros clandestinos que funcionó en Campo de Mayo entre 1976 y 1980. Llegó hasta el grado de sargento, pero le dieron la baja por rebeldía. Tanto en aquel momento como ahora, en la canchita de la sociedad de fomento, precisó que las construcciones de la Plaza de Tiro eran muy antiguas, con decena de piezas pequeñas, galpones, un baño, una caldera, una piscina y varios quinchos. Ha escrito un libro y está protegido por un programa del ministerio de Justicia.

La historia del loco Cesar, o Cacho Scarpati, formó parte del testimonio del ex cabo del ejercito. Una historia heroica e intrigante. Contó que lo trajeron muy mal herido en un auto, con varios tiros en el cuerpo, dos de ellos en la cabeza. Puede identificar a los miembros del grupo de tareas que lo secuestró, le preguntaron. No, ya que absolutamente todos los componentes de los grupos operacionales usaban pseudónimos, bigotes falsos y pelucas. Relató que lo bajaron del coche y que tiraron su cuerpo sobre la mesa donde almorzaban y cenaban los grupos de tareas y que llamaron a una detenida que era médica, a la que le decían Yoly, para que lo atienda. Su única herramienta sanitaria de trabajo era una pequeña cajita de primeros auxilios. Pude ver todo porque desde la sala de radio se tenía un buen ángulo de visión. La joven le extrajo dos proyectiles de la cabeza y los puso en un vaso de vidrio. No lo llevaron a ningún hospital ni vino ningún médico. Scarpati resistió y la detenida le salvó la vida, porque al poco tiempo el loco Cesar andaba por el predio sin capucha y realizaba trabajos de mantenimiento en el campo: cambiaba lamparitas, cables, pintaba. Se había ganado la confianza de los superiores y también de los interrogadores. Hasta les construyó una cancha de bochas, detalló. Yo intercambiaba algunas palabras con él cada tanto. Era un hombre de un gran sentido del humor. ¿Lo trasladaron, sabe qué pasó con él?, quiso saber la fiscalía. Se escapó, dijo Ibáñez, después de una breve pausa. No se entregó, buscó la manera de darse a la fuga y así lo hizo, resumió. Y después de otra pausa, Ibáñez describió al loco Cesar: un muchacho lúcido, digno de admirar, y esto lo digo a título personal porque alguien tiene que reivindicar la figura de este hombre. Creo que hombres de su talla deberían habernos dirigido en la guerra de Malvinas. Muchos nos pusimos contentos cuando se escapó. A partir de ese momento reforzaron la seguridad del predio con más guardias, más perros y más armamento.

Algunos de los reos, con la ayuda de miembros del Servicio Penitenciario Federal (SPF), se retiraban al baño, o alguna otra parte que no podíamos ver desde nuestros lugares. Uno de los abogados defensores le convidó un vaso de agua a Riveros, y le dio una palmadita en el brazo. De la platea brotaban gestos y comentarios hacia el defensor oficial, que otros familiares se ocupaban de silenciar, ya que la posibilidad de desalojar la sala, es una constante.

Ibáñez habló de la hija del escritor David Viñas, Nenina, detenida en el Campito, señalándola como una de las más feroces colaboradoras de los grupos de tareas. La habían secuestrado, se decía, siempre por medio de comentarios que se les escapaban a alguno de los interrogadores en la cocina, en el zoológico del barrio de Palermo, delatada por un compañero. Y una vez dentro del Campito, castigaba a sus propios compañeros y los nombraba por nombre y apellido. También nombró a otros dos detenidos que colaboraban con los represores e incluso salían al exterior para traer a nuevos secuestrados.

Cuando el tribunal les cedió la palabra a los defensores de los reos, uno de ellos, el joven calvo y de lentes que desde que arrancó el juicio irrita con sus gestos y comentarios a todos los que asistimos a las audiencias, intentó, como alguna vez hemos visto en las películas estadounidenses cuya trama transcurre en un juicio y las habilidades de los abogados para salir vencedor en el litigio, hacerle pisar el palito al testigo; ¿tuvo o tiene relación con los organismos de derechos humanos, ocupa algún cargo oficial, se entrevistó con personalidades de la política o los organismos? La fiscalía se opuso, Pablo Llonto, de una de las querellas, le salió con los tapones de punta al defensor –y la platea explotó en aplausos, y el defensor le solicitó al tribunal que vacie la sala, el y el tribunal se negó, y el defensor exigió que el incidente figure en actas, y el tribunal contestó que la audiencia completa figura en actas-, y el tribunal, después de debatir con los micrófonos cerrados, detrás del estrado, amontonados, no dio a lugar a la pregunta.

Cuando terminó la declaración de Ibáñez, y se pudo de pie, y se retiró, los aplausos que se levantaron de la platea no tuvieron la efusividad ni la emoción de hacía más de una hora y media atrás cuando se lo despedía a Faustino. Ibáñez quebró el silencio, claro que sí, y la información que el posee y aporta, vale millones, pero, como dijo uno ya en el pasillo, bajo el sol, con un café en la mano, ya en el cuarto intermedio del mediodía, no deja de ser un milico que trabajó para ellos y que vaya uno a saber por qué decidió traicionar a los suyos.

2 comentarios:

Unknown dijo...

genial crónica, marian.
abrazo grande

Vir dijo...

Para los que no pudimos ir, leer la crónica permite estar, ver sus caras,escuchar sus voces,conmoverse con los aplausos a Faustino.
Como siempre y mas que nunca tus crónicas son importantísimas.
Gracias!

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios