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Termómetro social VIII (el ataque de un Pitbull)


Imprevistamente, y con la brevedad de un pestañeo, te cambia la vida. Las balas pican cerca, uno escucha por ahí, y por acá. Hasta que mañana, de tarde o de noche, un acontecimiento, arbitrario, arremete con la fuerza del odio, y desmantela el precario orden de la cotidianeidad.

Caminabas hacia el supermercado “Día” de la avenida Monroe, en el barrio, calidamente sosegado por el sol de media mañana de estos días. Pensabas, seguramente, y con cierta satisfacción, en alguna de las tantas responsabilidades que te cargaste desde que empezó el año. Cruzaste Blanco Encalada -venías por Holmberg-, y cuando pisaste el pasto descuidado de la plaza de enfrente, sentiste algo así como un golpe, un súbito y violento zarandeo en el brazo, a tus espaldas. Cuando te diste vuelta, no tuviste tiempo para racionalizar la escena: un pitbull marrón claro, petacón y endiablado, gruñía y tiraba tarascones a la altura de tus pies, dispuesto a destrozarte. Le pusiste por lo menos dos patadas en el hocico, lo recontra cagaste a puteadas, pero claro, el animal, no aflojaba. Con la pulsación a mil revoluciones, retrocediendo de espaldas, trastabillaste, y caíste al suelo. Te pusiste de pie casi de inmediato, volviste a disparar patadas impulsado por el terror que te sacaba el aire, y al fin, la bestia, retrocedió. Recién ahí miraste tu antebrazo derecho: un agujero profundo, de tres centímetros de ancho, del que irrumpía el rojo pastoso de la carne macerada. La sangre te había ganado el brazo, y caía, pesada, sobre la tierra reseca del descampado. No había nadie para auxiliarte, o solidarizarse.


Luciano M. huyó despavorido del lugar, confundido, en trance. Cuando llegó a la avenida ya sabía que su destino era el hospital Pirovano, y no algún sanatorio de su obra social y estatal, Unión Personal. Entró en un barcito y pidió una servilleta para frenar la hemorragia del brazo. La chica lo miró espantada. Sus ojos transmitían desconfianza, pero enseguida trajo dos o tres hojas de un rollo de cocina. Gracias, me mordió un perro, informó Luciano M. Como la avenida está cortada hace un par de meses –y así seguirá durante diez más, porque Macri está construyendo un fastuoso túnel a la altura de las barreras del tren-, tuvo que dar la vuelta, y trotar unas ocho cuadras hasta el hospital. En el camino percibió la mirada suspicaz de los vecinos: podía ser un rocho que acababa de tirotearse con la policía, así, con el brazo lleno de sangre, la frente transpirada y la piel de la cara todavía pálida del susto.

Recién te atendieron a los veinte minutos. Ya no te sangraba, pero te dolía. En la sala de espera, mirando Crónica TV –caso Belsunce-, te miraste la herida más de una vez –¡morboso!, pensaste-, y no podías creer que ese agujero espantoso estuviese calado en tu brazo. Te llamaron, por fin. Le contaste la historia a la médica -hija de japoneses, joven, pura vocación de servicio-, esperando algún tipo de consentimiento, pero a cambio, en silencio, la flaca te limpió, cosió, y recetó antibióticos, analgésicos y la antitetánica. Quiero hacer la denuncia, le dijiste, ese animal es un peligro, capaz que ahora mismo se está comiendo a uno. Andá a la 37, dijo ella, que ya estaba en la puerta interna de la sala, hablando con un colega sobre un caso médico, frente a un pasillo de la guardia lleno de desgraciados.

Hacía quince años que no entrabas a la comisaría. Te abrazaron los recuerdos, ¿no? Lo primero que te llamó la atención fue el enorme afiche, vertical, en el medio de la recepción, del Ministerio de Seguridad. Se anunciaba el servicio de un 0800 para hacer denuncias contra la policía que todavía no entendió que los tiempos están cambiando, o que son funcionarios del Estado y que como tales deben respetar las instituciones y cuidar a la ciudadanía. Contento por estar corroborando con tus propios ojos hechos que ya te habían comentado, ves que en un pequeño plasma, en uno de los vértices de la sala, pasan un corto institucional del Ministerio, en el que aparece Garré transmitiéndoles a los cincuenta y tres nuevos comisarios de la Federal conceptos democráticos de seguridad. Muy bien, vamos muy bien, pensaste. Te atendió un ayudante, por fin. Rivas. Le contaste la historia. Qué bicho hijo de puta, confió él, mientras redactaba la denuncia con un prolijo registro de tono jurídico-policial, con puntos y comas pero sin acentos –interesante para la ávida mirada de un periodista de policiales, calculaste-. Rivas te pidió con tono neutro los datos del dueño, la casa, los testigos y el color del cielo, elementos que, te diste cuenta en ese momento –salvo el cielo- no conocías o no habías registrado. Vos, justo vos, un ser excesivamente racional, tomaste conciencia, ahí, sentado en la 37, que ante el ataque del animal te comportaste a puro instinto, y que si hubiese aparecido el dueño, le hubieras destrozado el cráneo con un cascote. Podía haberle pasado a un nene, o a una vieja, o a cualquier otro desprevenido, y directamente lo mataba, le dijiste, angustiado, a Rivas. Y el ayudante hizo un movimiento aprobatorio con la pera. Firmaste la declaración, en la que quedaba asentada una denuncia penal, y leyéndola, te agarró un poco de cagazo, porque los dueños del pitbull, te había comentado la farmacéutica de la cuadra, eran unos uruguayos con fama de jodidos.

Luciano M. entró al Durand a media tarde. No había mesa de entradas, ni carteles que informaran nada. Preguntó, y le dijeron “por allá, en el otro pabellón”. Caminó por un pasillo, salió a un patio, y ahí fue que cruzó miradas con dos hombres de gestos duros, que tenían las muñecas esposadas; estaban sentados sobre un escalón, esperando que los atendiese un médico, supuso, custodiados, a dos o tres metros de distancia, por tres hombres del Servicio Penitenciario Federal. Uno de ellos tenía en la mano un celular del que sonaba una cumbia. A pesar del aparente clima distendido –había uno que tarareaba la canción-, Luciano M. sintió que atravesaba no un pasillo sino una pared. En el pabellón preguntó de nuevo, y le indicaron una puerta. La abrió, y se encontró con una fila de diez personas, en su mayoría mujeres con un nene en brazos y el otro tirándole de la campera, y hombres solos o jubilados. Ninguno hablaba, y sus caras tenían la misma resignación que el color crema pálido de las paredes del pasillo. No era ahí, sino unos metros más adelante: vacuna antirrabica. Esperó, y al rato lo atendió un doctor de unos sesenta años, que tenía lentes, el pelo corto, y un tic sorprendente: torce un milímetro la cara, hacia la izquierda. Luciano M. volvió a contar su historia. Te lo aseguro: los dueños del perro son delincuentes, y lo usan para ir a robar, dijo el hombre, éste es un país de salvajes, remató. No me parece, devolvió el paciente. El hombre, entonces, frunció el entrecejo: vos estás en política, ¿no? Me gusta, sí. ¿Sos de algún partido?, se atajó el doctor. Soy oficialista, me parece que son lo mejor que nos pasó en décadas. ¿Ocupás algún cargo? No. Tenés razón, dijo el hombre, y se sacó los lentes, y apoyó el cuerpo en el respaldo de la silla, para decir: yo también creo que son lo mejor que hay. Charlaron varios minutos de la recuperación económica, los juicios a los milicos, la iglesia católica, la muerte de Néstor Kirchner –él la manejaba a ella, ¿no?, insinuó en un momento-, las elecciones de octubre, y en todo momento, Luciano M. sintió que el hombre que había delante suyo tenía más de una cara, y que la que le estaba mostrando ahora, era sólo para la ocasión. El doctor, de todas maneras, estaba exultante. Le gustaba charlar de la Argentina, y de la pasión política recuperada por los Kirchner, que incluso, ahora, hasta había ganado el rincón opaco de su consultorio antirrabico. Cuando se despidieron, Luciano M. le pidió su nombre, por caballerosidad, y el otro, perseguido con alguna idea alucinada y montonera –en algún momento de la charla confesó que era ex policía- asestó, rígido, sólo su nombre de pila: Jesús -el hombre de delantal blanco que varias veces repitió una frase célebre: mi único Dios fue mi padre-. Luciano M. fue a una sala contigua, donde la enfermera primero se quejó por lo largo que hacía las consultas el doctor, y después, lo vacunó. Ya dirigiéndose a la salida, en el pasillo se volvió a cruzar con los presos y los agentes de SPF, y de nuevo la profundidad de unas miradas que hablaban de otro mundo.

Cerraste una jornada, decididamente diferente, al borde del lago del nuevo y renovado parque Centenario macrista –que no está nada mal, hay que decirlo, a pesar de las rejas-. Leíste, bajo el cálido sol del atardecer, varias páginas del fenomenal guión que escribió Quentin Tarantino, después llevada al cine por él mismo: Bastardos sin gloria.


El pitbull, la violencia, la fugacidad con la que un acontecimiento te sacude la modorra, los servicios públicos, las necesidades de la gente, la deuda social, tu condición ineludible de burgues, los cambios en la policía, y la literatura como vía de expresión de tus deseos y miserias. Todo eso junto, Luciano M., zapateándote la cabeza, como si fueses la hormiga que a tu lado, cargaba alimento, laboriosamente, hacia su cueva.

2 comentarios:

cohetanea dijo...

Muy fuerte la cronica!, aterrador el suceso.

K dijo...

Hay un mundo al que no se accede,salvo que algun acontecimiento como el que le sucedio a Luciano te sacuda la modorra y lo bueno de eso es que tomas conciencia que no hay tiempo que perder.
Muy buena la tension que transmitis.

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios