* por Adhemar, un amigo con el que hemos compartido años de fútbol, y vida.
Suena mi teléfono, son las once de la mañana, mi esposa me avisa que tiene que retirar a Jerónimo del jardín porque tiene fiebre. Tiene 4 años. Canta con la boca torcida todas las canciones de cancha, gesticula, se agarra la cabeza, mueve su brazo al compás de los temas, acompaña con estético movimiento también su muñeca. Ha adoptado todos los modismos del concurrente asiduo a una tribuna popular por más que su padre, es decir yo, siempre lo lleve a la platea. Ayer Vélez quedó eliminado y hoy Jero tiene fiebre.
Lautaro tiene siete y también fue testigo de la eliminación. Se agachó y se puso en posición de cuclillas con la cabeza mirando hacia abajo y una mano entrecruzada con la otra. Su castaña melena cae al estilo catarata. Mientras tengo a Jero a upa, miro incrédulo el festejo manya y con mi mano izquierda acarició la cabeza de mi otro hijo; la muevo de un lado al otro intentando que despierte de su derrotada postura, sigo insistiendo y nada genera. Me siento. Ahora Jero apoya su cabeza en mi hombro, no quiere ver hacia el campo de juego. Abrazo a Lautaro, pero él permanece en su posición. Vuevlo a insistir. Lo abrazo con más fuerza e inclino mi cabeza hacia la suya. Permanecemos así durante varios minutos, del otro lado del estadio y del rïo retumban festejos ajenos.
Como puedo lo obligó a levantar su mirada. Le cuesta. Lautaro es orgulloso, dulce y orgulloso, caiñoso y orgulloso, compañero y orgulloso. No es fácil pero lo consigo. Nos miramos. Tiene los ojos repletos de lágrimas pero no se va a permitir largarlas. Le digo que llore, que libere, que exorcise ese dolor. No lo va a hacer. Por más que no lo haga, yo se que está llorando. Ya se que esa cicatriz lo acompañará el resto de su vida.
A mí también de chico Vélez me dejo una herida. Quedé lastimado después del zapatazo de Batista en el Nacional´85 en el Monumental. Tampoco lloré esa noche en la cancha, aguanté, llegué a casa; mi vieja había recalentado los ravioles que anteriormente había servido a mis hermanas que se quedaron a escuchar el partido en mi casa de la calle Arregui. No quise comer y me acosté, desplomado, y ya solo con mi almohada de testigo, rompí en llanto.
En esa oportunidad era hijo. Pasado el tiempo, y con esa cicatriz a cuestas, vinieron las éxitos y los sueños cumplidos. Inimaginadas vueltas olímpicas abrazado a mi padre, quien a su vez hacia lo propio con el suyo añorando la presencia de los que ya no están.
Ayer fuímos los tres. Valentina con doce años miraría cabalísticamente el partido por tele cubierta por la camiseta de la V azul junto a su madre. Esta vez las mujeres también quedaron en casa. Los tiempos pasaron aunque no todo cambió mucho por más que ahora vaya el partido por cable y aire evidenciando la evolución.
Crecimos. Vélez también creció. Y mucho. Ayer el Amalfitani evidenció tajantamente esta realidad inocultable. Somos grandes y ha quedado demostrado. Hoy el grande también soy yo. Y soy yo quien añora la presencia de su viejo. Están los chicos. Y son ellos, con su primer cicatriz, quienes ratificaron en la dolorosa noche de ayer ese amor fiel, perdurable, heredero y desinteresado.
Me suena de nuevo el teléfono, son las cuatro de la tarde, estoy intentando trabajar en la oficina pero cuesta. Es mi mujer. Jerónimo quiere hablar conmigo, la fiebre le ha bajado. Me quiere decir algo, tomo el teléfono y le escucho esa voz tierna, pícara y sentida diciéndome “pa, el lunes quiero ir a la cancha a ver Vélez porque aunque ganes o pierdas no me importa una mierda”.
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Cicatriz (Velez-Peñarol)
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on domingo, 5 de junio de 2011
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Relatos
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