Primero toleré estoico que la periodoncista me limpiase a puro ganchazo el sarro que se me junta entre los dientes. Luego, cuando ya me había desprendido el babero y puesto de pie, tuve que soportar que ante un comentario de mi parte sobre la agobiante realidad económica, ella despotricase contra Alicia Kirchner porque la solía ver desde un ventanal de su departamento de Barrio Norte con varias valijas sospechosas, en la vereda, antes de meterse en un Audi. Salí del consultorio con los dientes apretados, sin decirle adiós.
En el mostrador del centro odontológico me devolvieron la credencial de mi obra social y me dijeron que pase por la caja de planta baja.
Tenés una deuda de cien pesos de noviembre de 2014 por otra limpieza, me dice la empleada al ingresar mis datos en el sistema. Tiene más de cincuenta años, delantal blanco, el pelo teñido de color chocolate, una nariz llamativamente puntiaguda y las pestañas larguísimas, recién maquilladas. Un ave de la película animada Río. Me abrochó, pienso. Cobrame entonces, le digo. Ella no abre el pico pero afirma con la cabeza, mientras le mete pezuña al teclado. Un metro y medio hacia arriba y hacia la derecha de mi cerebro está sintonizada la señal Todo Noticias, que no es más Todo Negativo sino más bien lo contrario. Fede Bal habla de su separación. Son trescientos cincuenta y seis pesos, me dice el ave. ¡Cómo!, reacciono. Ella repite la cifra con un tono que insinúa cierto fastidio. ¡Vos decís que me están cobrando más de doscientos cincuenta pesos la limpieza que me acabo de hacer!, alzo la voz. Eso mismo, dice ella, a una pizca de sobrarme. La compañera que está a su lado, más joven, está absorbida por la pantalla de su celular. Con la cabeza completamente en blanco, navega los posteos de su Facebook. Suena un teléfono que nadie atiende. Rompo todo, pienso, mientras me sube una ola de calor desde la planta de los pies. ¿Ciento cincuenta por ciento de aumento?, reclamo, mientras me inclino sobre el mostrador. Siento el vaho que llega desde mis axilas pero también el aliento a maní tostado de mi interlocutora. Todo aumentó, razona ella, acentuando la primera o. Ni hablar si calculamos desde el 2014, suma. La ilustrada periodista de TN le sigue ofreciendo micrófono a Bal, que gesticula desde atrás de unos lentes para el sol que seguro compró en Miami. El calor ya me ganó los pectorales, los hombros, el rostro. Miro hacia la calle. Un peatón está insultando a un colectivero. Le dice que baje. Lo invita a pelear. El chofer lo ignora. Hagamos una cosa, digo yo: por lo de hoy te pago ciento setenta pesos, un aumento del ochenta por ciento con respecto al 2014, ponele. Treinta por ciento del año pasado y cincuenta por la devaluación del último verano. Son doscientos cincuenta y seis pesos, dice la cotorra maltrecha. No te los voy a pagar, me planto. De ningún modo voy a permitir que me estafen. Nosotros somos empleadas, salta la otra, sin correr la vista de la pantalla. Me importa una chota. No voy a pagar. Que venga tu jefe, tu gerente o la concha de tu abuela. No pienso pagar. En la calle suenan una, diez, mil bocinas de autos, motos, colectivos. Un camión, a lo lejos. El colectivero no puede avanzar porque el dueño del auto que le impide el paso le sigue gritando barbaridades. Varios peatones filman la escena. Esperan un gran desenlace para enviárselo a fiscales morales de la nación como Santiago Del Moro o Alejandro Fantino. Tiene que pagar, señor, me dice el ave, muy seria, mirándome fijo a los ojos. Algo se desencajó en su espantoso rostro pintado. El rimmel, o los nervios, que le ponen de relieve las arrugas. Hubo mucha inflación, acota su compañera con cara de monito tití. Bal, sobre mis orejas, dice que siempre estuvo en contra de la violencia de género. El colectivero baja de su unidad, recorre un par de pasos, toma impulso y le tira una patada voladora al peatón. Algunos curiosos se tapan la boca con la mano y agrandan los ojos. Ya no están dentro de mi ángulo de visión. Les pago ciento setenta pesos, o nada, mamertas. Es lo que corresponde. No voy a dejar que me estafen. Basta. Me tienen harto. Ustedes, que se ponen la camiseta del patrón estafador, los de afuera, que van dóciles por la vida mientras les meten la mano en el bolsillo, y los de arriba, que no paran de cogernos de parado y sin vaselina. ¡A nosotros no te vas a dirigir de esa manera!, salta el ave como si un resorte la hubiese expulsado de la jaulita. Ahora la tengo a cinco centímetros de mi jeta sofocada. Se mezclan los olores de nuestra transpiración. ¡Me chupan todos la pija!, le grito con tanta rabia que le impregno algunos salivazos en los cachetes maquillados. Vos, la mono tití, tu empresa y Fede Bal, le digo, con el índice en punta, y los ojos inyectados de sangre. Luego por fin salgo del chiquero.
La furia me ciega y siento que no logro contenerla dentro de mi cuerpo, que se me escapa por los poros de la piel como si fuese veneno líquido. El colectivero y el peatón ya fueron separados. Los retienen de los hombros. Tienen los ojos desorbitados, el pelo desordenado, la ropa fuera de lugar. Al peatón le sangra la boca. Se lo merece, por omnipotente. Los bobos de siempre siguen filmando. Las bocinas ya son un escándalo. Llegan al trote dos federales y un metropolitano. Todos morochos. Serviles. Que se mueran todos, pienso, y cruzo la avenida sin mirar atrás.
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Que se mueran todos
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on jueves, 12 de mayo de 2016
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1 comentario:
"desear tener a mano una granada de mano"... http://desdequecombatimos.blogspot.com.ar/
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