Fidel chapotea entre las olas que le llegan hasta las rodillas con una frescura poco habitual para un nene de menos de tres años. Aferra la mano de su padre -mi cuñado-, pero los movimientos de su cuerpo reflejan una libertad imprudente. Más allá de la rompiente, estruendosa, se dibuja un horizonte tormentoso. El viento sopla, nos sacude el pelo. A Rocío se le eriza la piel de los brazos. La acaricio. Apoya su cara en su hombro derecho y me sonríe. Sus ojos son enormes, y transmiten una calma contagiosa debajo de unas pestañas preciosas. Mi madre también está dentro del agua, pero más lejos de la costa. Siempre fue una gran nadadora. Recuerdo sus armoniosos movimientos de sirena dentro de una pileta de agua cristalina de alguna quinta bonaerense. Pero nunca –por lo menos desde que soy un adulto-, en el mar, en una playa. Junto a ella enfrenta las olas con su cuerpo otra valiente. La madre de mi cuñado. Es un puñado de años más joven que mi madre. Docente porteña e incansable luchadora. No sabemos acerca de qué conversan. Muy probablemente sobre los presentes de sus hijos. Nosotros somos tres –el hermano del medio está junto a su esposa e hijita en Río de Janeiro-. Ellos, cuatro. O quizá conversen sobre la trágica situación política del país. ¡Uy! Justo miran para acá y levantan sus brazos para conformar en el aire cada una V. Nosotros las imitamos. La ideología y las convicciones unen a las dos familias como las gaviotas al cielo nublado y la arena limpia por efecto del viento. Mi padre, a un costado, se infla de orgullo al ponderar el valor de mi madre, mientras la vemos clavar su humanidad en el corazón de una ola espumosa. Él viste camisa floreada y boina. Algún turista diría que tiene pinta de escritor. Justamente eso es él, le diría yo. Uno de los mejores. Estuvo leyendo un policial hasta hace un rato dentro de la carpa que alquilamos por el día entre todos. Fóbico al agua –por lo menos del Mar Argentino- y levemente tostado por la resolana, en un rato propondrá, con algo de pudor por ser acusado de poco amante de la naturaleza, de ir yendo a casa para almorzar. Mi hermana es la más joven de los tres hijos de los Abrevaya. Está feliz por estar allí, junto al resto, aunque el sol no se muestre. Es madre de un bebote tan tierno como locuaz y compañera de un joven dirigente que lleva en sus entrañas la épica y potencia transformadora kirchnerista. Mi hijo, que ya tiene trece años, hace jueguitos con la pelota, a unos metros de distancia, sobre una asombrosamente extensa zona de arena seca, apta, antes que ninguna otra actividad, para jugar al fútbol. De repente, la postal se rompe porque Fidel decide pegar media vuelta y encarar desbocado hacia nosotros con la cabecita ladeada hacia un costado como cada vez que la alegría le conmueve el cuerpo. Su padre lo sigue de cerca y saborea el contacto que harán su hijo y su enamorada, que ahora se agacha, estira los brazos y no le alcanza la sonrisa para contener tanto amor. El abuelo inmortaliza el momento con unas fotos de su celular. Ahora sí es hora de volver a casa, ahí nomás. La casa de los Dios, en Villa Gesell, que desde hace unas horas, está ocupada por los Abrevaya.
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Momentos eternos (I)
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on martes, 14 de febrero de 2017
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1 comentario:
El dulce decía la abuelita.
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