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Apuntes sobre la llegada del Pepo K (1)


Comida rápida
Las tres noches que pasamos en el Otamendi fui a cenar al Burguer King de la avenida Córdoba. No suelo entrarle a la comida rápida, pero durante aquellas horas la prioridad pasaba contar con más tiempo para disfrutar y atender las nuevas demandas. Cené siempre por unos 150 pesos. El precio, la grasa, las calorías, el gusto azucarado de la gaseosa, más algunas de las imágenes con las que me choqué en el local, a dos años de gobierno de la Alianza Cambiemos, me remontaron al 2001. Jubilados con pasos y gestos tristes, y otras almas solitarias, algunas con mejores de edad y su infaltable caja feliz. Un pibe con cortos y botines, tatuajes en los antebrazos, gorra, en otro canal. Los jóvenes empleados de la firma te atendían con una ancha sonrisa, claro, con la misma falsa luminosidad que la cartelería. El empleado de seguridad, joven y de condición social humilde, escrutaba el salón con una mirada por lo menos celosa. Aproveché para hacer un par de llamados. Había sido padre. Encontrar las palabras para describir las sensaciones que me hacían crujir el estómago no fue fácil. Tampoco ahora, que escribo. Pero uno siempre algo escupe. Aunque sea por los ojos, cuando te acorrala la emoción. Por costumbre, y también en solidaridad con los pibes que laburan en el local, antes de retirarme siempre vacié mi bandeja en el cesto. La última noche invadió un recuerdo. Yo tenía diez años. En la esquina de casa había un local de Pumper Nic. Ahí también vaciábamos nuestras bandejas en los cestos, presentados como si fuesen la bocota del simpático hipopótamo que identificaba la marca. Ese chico había vuelto a ser padre, catorce años después de la primera vez. Al cruzar Córdoba, en dirección al sanatorio, había que lidiar con las sombras de un hospital de clínicas ya cerrado. El estado del edificio era lastimoso. Unas pálidas luces iluminaban, en la altura, algunas ventanas. Pobres diablos los que estarían internados allí, pensé. En la esquina, los hombres y mujeres de una cooperativa de reciclaje cargaban sus últimos carros en un camión. Tomaban gaseosa del pico de la botella. Fumaban. A mitad de cuadra, un bulto tapado por una frazada yacía sobre la vereda. El tráfico que circulaba por Azcuénaga era ínfimo. El empleado de seguridad del sanatorio, sentado en un espacio minúsculo, me deseaba las buenas noches antes de que me pierda en la penumbra de un pasillo que me depositaria en los ascensores.

Estacionamiento
Hacía calor en el estacionamiento de la clínica. Y un manto de humedad entibiaba el aire. Desde Azcuénaga llegaba la luz y el ruido del mediodía. En ambas manos los flamantes padres traíamos bultos y bolsos, aparte del huevito con nuestro hijo, que dormía doblando en una cavidad que excedía con holgura su tamaño. Cuando ya habíamos cargado todo en el baúl, y Rocío ya se había acomodado en el asiento trasero junto al bebé, me convencí: “Le voy a llevar los bombones a las enfermeras; son dos minutos”. Ella devolvió una mueca de asombro. “Es por Pepo pero también por Santi”, le dije, antes de darle un beso. Desandé los pasos, volví a saludar al empleado de seguridad que velaba por la puerta que te depositaba en el estacionamiento, atravesé un par de pasillos y luego de subir la escalera llegué al segundo piso. En la oficina de las enfermeras, de cara al pasillo, reconocí a una de las señoras. Viviría en algún barrio, y en el medio de la noche, muy resolutiva, a la mamá le daba indicaciones y la llamaba Madre, y a mi Padre, mientras maniobraba el cuerpo de nuestro hijito como si fuese de trapo. Siempre nos dio herramientas y serenidad para pasar el mal rato. Le chisté y cuando cruzamos la mirada, me acerqué y le di la caja de garotos. En ella estaban sintetizadas todas sus compañeras. Se trató de un gesto que disfruté mucho. Ahí se condenó el agradecimiento por las horas que acabábamos de vivir, y también las otras, las de hacía catorce años atrás.

Quirófano
Después de hacer los trámites de rigor en Admisión, fui hasta el quinto piso, donde teníamos asignado nuestro cuarto para realizar el temido trabajo de parto. Se trataba de una muy pequeña habitación. La cama de hospital, un flaco placard adosado a la pared y el aparato para escuchar los latidos de Pepo. Una enfermera tomaba notas y otra, del equipo de la obstetra que nos iba a asistir en el parto, la contenía Rocío, que ya tenía puesto un suero en la muñeca y cuyo semblante denotaba el pavor por las horas que nos esperaban. Al rato nos comunicaron que íbamos a cesárea. Era una posibilidad. Nos lo habían anunciado en la última semana. El nene no bajaba. Entonces a la mamá se la llevaron en una camilla. Le deseé toda la fuerza del planeta. Quedé solo en el cuartito. Me puse el ambo y filmé un video frente al espejo, para la familia. En la sala de espera no sabía qué hacer con mis manos. Tampoco con mi cabeza, que se mareó en pensamientos vulgares. No estaba nervioso, sino ansioso. Intercambié un puñado de palabras con dos enfermeras que se acercaron al lugar para tirar la cofia y los cobertores de su calzado a un cesto de basura amurado a la pared. “¿Primer hijo?”, quisieron saber. “¿Cesárea?”, arriesgaron. “No pasa nada. Están en buenas manos”, prometieron. Me pesaron los pies cuando me dirigí hacia el quirófano. Me sentaron en un taburete. La cabeza de Rocío quedó a la altura de mi falda. La acaricié. Desde ahí abajo me clavó esos enormes y dulces ojos oscuros, siempre custodiados por esas pestañas tan elegantes como un toldo de negocio de ropa fina. Nos aferramos en una mano. Sonaba una FM. “Ella está dormida de la cintura para abajo, no siente nada”, me contó el anestecista, un tipo joven, que lucía tan relajado como si estuviese en la cocina de su casa, a punto de tomarse un café. Del otro lado de un biombo de tela azul, la obstetra trabajaba en el estómago de Rocío, con el aporte de una ayudante de su equipo y dos enfermeras. Hablaban entre ellas. El cuerpo de la madre se movía hacia los costados. Se escuchaban ruidos gelatinosos. “Todo tranquilo”, le preguntaba el anestecista a Rocío, mientras le tocaba el hombro. La habitación de mosaicos blancos en el piso y las paredes estaba fresca y esterilizada. Los monitores emitían sonidos nonocordes y regulares. “Vos no hacés mucho ejercicio”, le adivinaba la obstetra a Rocío. “No, jaja”, balbuceaba ella. Cuando las náuseas y la ansiedad estaban llegando a límites intolerables, alguien bajó el biombo, y su imagen se nos vino encima para siempre: la cabeza de Pepo en la mano de la obstetra, que a medida que lo elevaba en dirección a las lámparas, nos decía “ven, le dije, estaba trabado, por eso no podía bajar”. Dos largos chinchulines de color verde musgo le rodeaban el cuello. El cuerpo ya estaba fuera del estómago. Era rosado y largo. Tenía los ojos cerrados. Los rasgos de la cara marcados, armoniosos. De repente, berreó, mientras estiraba los brazos y fruncia la cara. La médica le cortó los cordones y sin dejar de mencionar que había dado en la tecla, le pasó el bebé a su ayudanta, que a su vez lo puso sobre el hombro y la parte superior del brazo de la madre. Quedaron frente a frente, a un milímetro de distancia. Me sumé a ese encuentro único con los ojos cerrados.

3 comentarios:

Riki Dios dijo...

Belleza para siempre y por siempre. Gracias a la vida que nos ha dado hijos y literatura.

norma dijo...

Lloro de la emoción.
Un texto que te define.

PERE dijo...

Que lindo leerte mariano, me reconocí en tus palabras. Felicidades por pepo!! Besos y abrazos.

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios