Marcos y mi segundo hijo, cuarenta años después. |
Tanto Marcos como Ricardo fueron mis maestros durante mi infancia. Ambos trabajaban en una institución de la colectividad judía, “El Hogar”, al que yo asistía por las tardes, luego de ir durante la mañana a la escuela pública República Dominicana, sobre la avenida Congreso –es uno de esos establecimientos que tienen todo el frente decorado con ladrillos naranjas-, en los límites de los barrios de Belgrano, Núñez y Saavedra.
Se trataba de un hogar, efectivamente. El edificio ocupaba una buena parte de la calle Vidal y el terreno se extendía hasta la mitad de la manzana. Dos pisos, grandes ventanales, un pesado portón de ingreso y todo el frente revestido con mármol negro. Una vez adentro, un gran hall de recepción conectaba con la oficina de la dirección, la secretaría y el aula de los más chiquitos. Luego de traspasar una puerta de vidrio esmerilado, había un pasillo que a los costados tenía unos baños y una escalera –también de mármol, que ascendía al primer piso-, que desembocaba en el comedor. Desde las ventanas de aquel enorme ambiente, que también se utilizaba como salón de actos, se podía apreciar uno de los espacios más concurridos y sonoros del edificio: el patio a cielo abierto, muy amplio, en el que convivían una pequeña granja con conejos y gallinas, una huerta, un arenero con juegos de plaza, un par de bebederos y una canchita con piso de cemento en la que jugábamos a la pelota hasta que nos pegaban el grito de que había que cortar.
En el Hogar hacíamos la tarea de la escuela y tomábamos la merienda. Aparte, durante la semana, teníamos talleres de teatro, huerta, plástica y otras actividades. Durante el año celebrábamos, de un modo nada ortodoxo, el calendario de festividades de la colectividad judía. Teníamos excursiones y en el verano, la colonia.
En el primer piso había más aulas, baños y un corredor que conectaba a las habitaciones, en las que dormían algunos de los chicos y chicas con los que compartíamos sala. Para ellos El Hogar era más que un lugar de paso y contención: era su casa. Allí vivían, ya sea porque sus familiares estaban lejos, porque no contaban con ellos, o porque no existían. Esa era la función central del Hogar, desde que fue creado por la comunidad judía, durante y luego de la segunda guerra mundial, en beneficio de las cientos de familias que llegaron al país. Allí se dejaba a los hijos, mientras se trataba de de construir una nueva vida.
Marcos y Ricardo fueron maestros míos y de mis compañeros/as en distintos momentos. El primero cuando tenía cuatro, cinco, seis años. Fueron los días en los que el Estado argentino ejercía el terrorismo sobre la militancia política y gremial. Y le tocó a mi padre, que militaba en Montoneros. En el Hogar –tanto los directores, como Marcos, que era el maestro de mi sala-, junto a mi madre y su pareja, dedicaron enormes esfuerzos para contenerme a mí y a mis emociones. Me contaron todo, sin filtros, ni mentiras. Entonces era muy riesgoso para todos que yo abriese la boca en el lugar o momento equivocado.
Recuerdo unas fotos, a color, en las que estoy con Marcos y su novia de aquel momento. En una plaza. Aferrado al pasamanos, con las patas en el aire, en un arenero. Juego con la ingenuidad de un chico, por supuesto. Sonrío. Pienso ahora en aquella sensibilidad de mi maestro. En aquella compasión, en aquel acompañamiento. No hay fibra más sensible que la que despierta un nene/a en una situación de vulnerabilidad. Lo sé hoy. Valoro de modo profundo aquella contención afectiva.
Recuerdo otras fotos, de una colonia, en Benavidez, también capturadas por Marcos, que ya en aquel momento sacaba fotos. Qué precioso acto de libertad era asistir a aquellas jornadas de vacaciones. Así los vivía. Así los rememoro. El verde intenso del césped y los árboles. La tierra. Los almuerzos en el comedor, con todos allí adentro en malla y ojotas. Los juegos, con o sin pelota. Y la pileta, ese paraíso irremplazable. Nunca olvidaré la ansiedad con la que esperaba el colectivo escolar de color naranja, en la esquina de casa, todas las mañanas, ya con la remera musculosa pegada a la piel por la intensidad del calor, y el cielo azul recortado en lo alto, entre los edificios de Belgrano.
Ricardo fue mi dos o tres años después, antes de nuestro exilio a Israel, hacia finales de la dictadura. Ya estaba un poco más grande y no hacía falta que mi familia o mis maestros intentasen persuadirme de lo poco conveniente que era abrir la boca en determinados momentos o lugares en relación a mi padre asesinado. Ya lo había entendido. Aparte, otros intereses habían comenzado a ocupar mi pensamiento: una chica del grado. Fue con él que con los compañeros y compañeras del Hogar viajamos a Bariloche. Uno de mis viajes de iniciación, sin dudas: por la naturaleza exuberante de aquella zona lejana de mi país, por las vivencias y conversaciones con los grandes y adultos al calor de una fogata, en una caminata por un bosque, por el contacto con la nieve, por las cabañas de madera, por los puentes hechos con sogas sobre los riachos de agua cristalina y helada. Todavía atesoro las fotos y los recuerdos.
Ricardo siempre supo mi historia, la militancia de mi padre asesinado y también del compromiso político de mi madre y mi segundo padre con la realidad nacional. Él, como Marcos, y los directores, eran muy conscientes de la tragedia que había sufrido el país, no solo por el genocidio de una generación, sino también por el plan económico que había instaurado la junta militar. También eran conscientes, del riesgo que implicaba darle una mano a una familia que tenía militancia política o gremial por aquellos años.
Ricardo fue uno de los hombres que abracé con más desesperación cuando falleció uno de mis dos mejores amigos, en 1986, cuando ya habíamos regresado del exilio y yo estaba en tercer año del secundario. Ese pibe, de nombre Pablo, había pasado, durante mi ausencia, por otro proyecto educativo de los ex directores del Hogar, llamado La Aldea, ya no como asilo o un espacio para talleres y otras actividades, sino como una escuela de enseñanza oficial. Funcionaba sobre la calle Cramer, a pocos metros de la avenida Monroe. Por medio de mi otro amigo, se había hecho amigo mío. Nunca olvidaré ese dolor, y ese abrazo, frente a la casa en la que vivía Pablo, en la zona del hospital Pirovano.
Casi cuarenta años después, mis dos maestros y yo coincidimos en el Instituto Patria. Podría hablarse de una coincidencia, pero no lo es. La historia de militancia que narro en mi novela, no es producto de una imaginación sin límites, sino que tiene que ver con mis elecciones de vida y con mi experiencia personal. La presencia de Marcos en la presentación tampoco es casualidad. Estuvo ahí para acompañar mi presentación, a pesar de complicaciones de todo tipo, porque me sigue queriendo como al nene de cinco o seis años. Ricardo trabaja en el Patria. Allí coincidí con él, luego de haberlo encontrado, dos años antes, en Tecnópolis, donde tenía una responsabilidad política y técnica en el funcionamiento del predio.
Nada es casual en esta historia. Son dos maestros que lucharon toda la vida por las causas justas. Por la memoria, la verdad y la justicia, allá lejos. Contra las políticas neoliberales que nos llevaron a una crisis terminal, en otro. En defensa de un gobierno popular, ante el ataque despiadado de los sectores dominantes, hace no tanto tiempo atrás. Y en contra del ajuste, el cinismo y la persecución, en estos días. Es muy probable que, como maestros, padres, o ciudadanos a secas, siempre hayan tenido gestos de grandeza con sus alumnos, o simplemente, “el otro”. Son dos maestros. Mis maestros. Iguales o parecidos a los que organizan ollas populares en los barrios humildes para que cientos de pibes puedan comer un plato de fideos, mientras los funcionarios del Estado sobreactuan una sensibilidad que nunca tendrán, en la televisión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario