Leo fue uno de mis maestros literarios. Hizo mucho por mi crecimiento profesional, tanto como docente, como amigo y compañero. Lo conocí en Casa de Letras, la primera escuela de narrativa de la Ciudad de Buenos Aires, que tenía su sede en un viejo edificio de Belgrano y Perú, en el centro porteño. Fue en sus clases que leí por primera vez a las estadounidenses Flannery O’Connor y Carson McCullers, dos autoras de comienzos del siglo pasado, que escribían relatos tan bellos como macabros. También me acercó a una autora argentina, radicada desde que era muy chica en Francia, con la que accedí, creo que por primera vez, al punto de vista de una nena, que en su novela La casa de los conejos narra los detalles de un mega operativo del Ejército Argentino, en La Plata, en 1977, que termina con la vida de sus padres, ambos militantes de Montoneros.
Creo que los derechos humanos fueron el puente que naturalmente se tendió entre nosotros. También lo incluyo a mi hermano Ricardo, que también estudiaba en Casa de Letras. Nosotros habíamos militado en la agrupación H.I.J.O.S. Él era un estrecho colaborador de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, y tenía una profunda admiración por Hebe. Aparte de apostar a la escritura, con mi hermano ya estábamos militando en el Kirchnerismo, abrazados a la idea de un proyecto nacional que no solo contuviese las reivindicaciones del movimiento de derechos humanos. Corría el 2008 y el picaresco mundo imaginario de autoras como Hebe Uhart se nos mezclaba con la tensísima disputa entre el gobierno popular y las patronales del agro.
De a poco, en las clases, el hombrecito de la ciudad de La Plata se ocupó de que yo me desprendiese de algunos vicios gramaticales y sintácticos que traía de la calle, y de la vida, y que había que pulir para poder escribir algo respetable ante un lector más o menos convencional. Nos hacía pensar y trabajar, como corresponde. Ejercicios, tareas, lecturas. Era tímido y tenía un gran sentido del humor.
En el invierno de 2010 publiqué mi primer libro de cuentos, con El pánico el pánico, y una de las dos personas que invité para subirle el precio al acontecimiento, fue él. El otro, un ácido compañero hincha de Almagro y amante de la música pesada, con el que estaba estudiando: Diego Vecino. Leo viajó desde La Plata hasta la vieja y original sede de Matienzo, sobre la calle homónima, y su intervención, frente a los editores, su colega y compañero de mesa, mi familia, mi entonces hijo de ocho años, y amigos, me ruborizó tanto que alguien me acercó una botellita de agua. Se excedió con la ponderación que realizó sobre mis textos, como suele suceder en las presentaciones de libros, pero no importó. Esa noche me sentí muy halagado por su presencia, y lo más importante, con todas las ganas del mundo de seguir escribiendo.
Ya no compartíamos Casa de Letras, pero sí un vínculo que se mantenía vivo por correo electrónico, mensajes de texto, algún llamado. Fue por eso que en 2011 y 2012, con un amigo, Nicolás Castro, y mi hermano, lo invitamos a participar del ciclo de lecturas de poesía Más Poesía Menos Policía (MPMP). Leo, súper obsesivo, nos aclaró lo que ya sabíamos: era un narrador. La edición del ciclo se realizó en la legislatura porteña, a última hora de la tarde. Al mediodía Alfaguara había difundido el nombre de su Premio Novela 2012: Leopoldo Brizuela, por su texto Una misma noche. El tipo vino igual a nuestro evento. Y por supuesto, leyó fragmentos de la novela ganadora.
Cristina ejercía la gestión de su segundo gobierno. Ya no contaba con su compañero de vida y militancia, pero aún así avanzaba con la ampliación de derechos de las mayorías y la recuperación de emblemas nacionales como Aerolíneas e YPF; aparte, ya teníamos el Fútbol para Todos, la Asignación Universal por Hijo, el plan Conectar Igualdad y la Ley de Medios de la Democracia, y justamente por todo eso, entre otras razones, recibía el hostigamiento de distintos sectores del poder real, entre ellos, los grandes medios de comunicación. Una de las históricas dificultades que tuve y sigo teniendo para escribir ficción, y que en aquellos años muy notoria, era el cruce de cables entre el Mariano militante político y el Mariano que intenta producir buena narrativa. Leo me lo señalaba cada vez que podía. Separá, me decía, separá.
Junto a mis socios de MPMP, una noche de lluvia y frio fuimos al centro cultural Islas Malvinas, en La Plata, de la mano de la editorial Mil Botellas, y Leo se sentó en la platea, a escuchar nuestras lecturas, junto al puñado de almas sensibles que se acercó al mitin literario a pesar del mal clima. Luego fuimos a comer pizza a un bar de la zona e hicimos el tercer tiempo. Él estaba con su novio.
Un caluroso día del verano de 2016, con Macri en la Casa Rosada y el estado de ánimo por el piso, recibí un llamado que me alegró el día y los meses siguientes: la editorial Alto Pogo me invitaba a sumar un cuento a una antología que se caracterizaba por estar conformada por autores y autoras emergentes, auspiciados por autores ya consagrados. En mi caso, me había recomendado Leo. El año anterior había publicado mi segundo libro de cuentos y en 2017 publicaría una biografía de un compañero dirigente y villero.
Fue por esa época que tuve el último contacto con Leo. Él tenía a su cargo una nueva sección de la revista Eñe, en la que entrevistaba, en formato video, a un escritor o escritora. En la primera edición estuvo Juan Incardona. Para el segundo, pensó en mí. Le pedí el fin de semana para pensarlo. ¿Pensar qué?, dijo. Si estoy dispuesto a verme en una pantalla con la marca de Clarín sobre la cabeza. Luego de debatir el asunto con mis seres queridos, le dijo que no. Se trató de una decisión difícil, que él no me perdonó, quizá por entender que yo era incapaz de separar la carrera del que escribe con las convicciones políticas, o por ahí se trató de un desplante que le hirió su orgullo. Como sea, fue la última vez que hablé con él.
El año pasado publiqué mi primera novela. La tarea más importante que realicé en las tres correcciones que le hice al texto, también inducido por mi padre, Gustavo Abrevaya, que es otro de mis maestros literarios, fue exprimir al narrador de toda la carga ideológica que llevo en mi cabeza. Creo que el producto final está bastante bien. Tanto durante el proceso creativo, como en el período de corrección, Leo sobrevoló mi conciencia y mis recuerdos. Con sus observaciones meticulosas, el obsesivo cuidado del lenguaje, el punto de vista del narrador, la profundidad de los personajes, la economía en las descripciones, y en especial, la idea de que en la ficción –y por qué no en la vida- me anime a romper con cualquier tipo de cadena. En eso estoy.
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