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Media tonelada de pino


El primer sonido de la mañana fue una especie de goteo sobre el fondo de un balde. Gotas gruesas, pesadas. Luego entendería que se trataba del golpe seco de una cuchilla de mango celeste, mordiendo, hachando la madera. Casi enseguida escuché, siempre entre sueños, el primer rugido de la motosierra. Eran las ocho de la mañana y ya debían hacer veinticinco grados.

Nueve horas después y con el sol todavía alto -aunque ya lanzando hacia el inevitable declive hacia el oeste-, el hombre de la motosierra seguía desmembrando la base del tronco que un rato antes había caído contra el suelo de cemento alisado del patio de la casa de al lado, y que durante casi veinte años le dio sombra a nuestro patio. El ruido fue ensordecedor y el piso tembló como si se hubiese desplomado el techo de una casa.


Desde la terraza, durante el día, pudimos ver cómo trabajaba la cuadrilla. El que mandaba era el que manejaba la motosierra; tenía a su cargo a tres jóvenes, cuya tarea era la de sacar a la calle los restos de la faena a medida que cortaba y hacía caer hacia el patio las ramas del pino. El hombre arrancó de arriba hacia abajo, con la ayuda de una larga escalera de aluminio y un sistema de seguridad que constaba de una soga agarrada a la cintura. Allá en lo alto, motosierra para las ramas más gruesas, cuchilla para las más angostas. Primero peló la copa del árbol, que siempre fue una especie de abanico apaisado, extendido hacia los costados, y luego fue por las gruesas extensiones que se ramificaban hacia los costados. Los pibes, abajo, acompañaban la caída de los troncos con la ayuda de unas cuerdas.

Cuando nos fuimos a la reinauguración de Tecnópolis, cerca de las 18.30, los tres pibes seguían sacando a la calle los restos de la base del árbol. Trozos perfectamente rebanados, con forma de rodajas de naranja, treinta kilos cada uno, diámetros de medio metro, cincuenta kilos por pieza. Ellos parecían recién llegados de una travesía extrema por las fauces de un bosque. Piel abarrotada por el sol y el aserrín. Zapatillas, pantalones largos, remeras y gorritas con la tela rasgada, algún bicho les zumbaba alrededor de la cabeza. No tenían guantes. Las manos raspadas, llenas de rasguños. Solo durante una media hora, a eso de las dos de la tarde, parecieron tomarse un descanso. Fue el único momento de la jornada en la que reinó el silencio. Ni palabras hubo. Deben haber cerrado los ojos, con las piernas estiradas y la espalda pegada a la pared del patio. Luego retomaron y no pararon más.

Ahora, una alfombra de troncos, ramas, hojas, frutos -los llamados coquitos- y kilos de hollín cubren toda la vereda de la propiedad, y a lo largo de unos diez metros. El aroma del pino, sus restos desperdigados, la savia ahora sangrante, llega hasta el coche y hasta nos compaña durante un par de cuadras, hasta que dejamos atrás el barrio.

No es gratis cargarse un árbol que debía tener unos treinta años. A los cuatro laburantes, que llegaron en Renault 18 destartalado, les costó diez horas de laburo con dos motosierras, varios litros de nafta, una cuchilla, sogas, una escalera, carretillas y el cuerpo diezmado por el cansancio y las heridas en la piel. A los dueños de la casa, una buena paga para los muchachos, y la contratación de un servicio de la empresa de recolección de basura para que retiren de la vereda los restos de un pino que llenan dos contenedores de escombros y que deben pesar media tonelada. Nosotros perdimos la sombra de la mañana sobre el patio, y desde la terraza, una protección visual que ahora quedó al desnudo y nos dejó a merced de una mega obra inmobiliaria que están realizando en la esquina. También perdimos una gama de verdes que solo la naturaleza te puede dar, y el pio de las cotorras que con el primer sablazo de la mañana habrán volado en busca de un nuevo refugio.

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Manu y Santino Dios

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