Porteño y canillita de toda la vida, futbolero, apasionado de nuestra historia política contemporánea, Horacio es un hombre menudo, de pelo blanco, “hijo de españoles e italianos”, que recibe el cariño de sus clientes con un apretón de manos, o un gritos y la mano levantada, a la distancia. Siempre está informado y sólo tenés que preguntarle la hora para iniciar una conversación que puede durar cuarenta minutos, de parados, frente a las portadas en papel ilustración brilloso de la revista Hombres, Playboy, THC o Un caño. Por el frente de su negocio circulan cientos de miles de pasajeros por día, pero no se distrae de sus tareas. Mucho menos de la distendida hojeada del Crónica, o Popular. El kiosco tiene una ubicación privilegiada: el hall central de la terminal de Retiro, de la línea Mitre de los ahora nacionalizados Ferrocarriles. Se viste bien. A la antigua. Con modestia y prolijidad. Los mocasines siempre lustrados, pantalón de vestir. Cuando hace calor, camisa de mangas cortas. Si hace frío, un saco de lana con rombos, y campera de cuerina. A veces se pone una boina marrón claro que le realza el color verde de sus ojos inquietos. ”Tu interés por la política, ¿viene de parte tus padres?”. “No. Es vocación propia, que nace allá en el 30, cuando empiezan los golpes de Estado”, rememora. Es un hombre justo. Sin grandes ambiciones personales, amante de su trabajo, se sulfura cuando discute acerca de los intereses nacionales; los propios, los de sus dos empleados, los de los chicos que sirven panchos con lluvia de papas, los boleteros, los policías federales con chaleco naranja, los pasajeros que se persignan frente al altar de la virgen que está a menos de un metro de su kiosco. Las fosas nasales de Horacio se abren y cierran como el fuelle de un bandoneón inspirado si uno le saca el tema “Clarín”. “Mirá”, dice, y se encorva para recoger una planilla. “¿Cuántos ejemplares me dejaron hoy?”, desafía. En la línea de la planilla en la que figura la entrega que hizo a la madrugada el Gran Diario Argentino, hay un 20. “¿Y cuantos tengo?”, vuelve a preguntar. No hace falta responder porque él mismo toma los lomos de los ejemplares, y los hace pasar como si fuesen las cartas de mazo de cartas. 14 ejemplares. “¿Qué hora es?”, dice, y se mira la muñeca. La doce y veinte del mediodía. Sonríe, cómplice, como si fuese un nene que acaba de cometer una maldad.
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El Gran Daño Argentino
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on miércoles, 2 de octubre de 2013
Etiquetas:
Relatos
1 comentario:
La gente se está apiolando.
Cuantos personajes entrañables, hay que saber mirar.
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