Entré al localcito para rastrear entre los estantes de la sección latinoamericana si había algún libro que valiese la pena. Precio y calidad. Agarré de una pila de libros y revistas una edición maltrecha de Emece de “El informe de Brodie”. Tapa blanda, color vino tinto, el lomo fajado por una cinta transparente para sostener con firmeza la encuadernación. De la eminencia solo había leído “El Aleph”, siendo un adolescente. Luego, aún habiendo elegido la escritura como oficio terrestre, lo desestimé por inalcanzable, y también por razones políticas. La llave estuvo en la contratapa de librito: “las once narraciones de este volumen del gran escritor argentino son directas, desnudas y sencillas”. Bien, pensé. En el vértice inferior izquierdo de la contratapa, brillaba la pequeña etiqueta blanca con el precio escrito con birome colorada. Bien, pensé. La dueña del local, y su hija, tomaban mate. La señora del lado de adentro del mostrador; la hija, del otro. Habían cambiado el tono de sus voces. Ahora susurraban, o sostenían largos silencios. La hija, una mañana del verano anterior, en un rapto de confianza, me había contado que su madre estaba gravemente enferma. Había vuelto. Bien, pensé. Ahora estaba sentada sobre la banqueta, con un saquito de lana tan anticuado como las revistas usadas que poblaban las estanterías y el piso de gran parte del negocio. Las saludé –pero no mencioné, ni celebré, la mejoría de la salud de la señora-, pagué el libro, y antes de salir tomé un caramelo de menta de una canastita de mimbre que había en el mostrador. Tuve que apretar el paso ya que había empezado a sonar la chicharra y las barreras estaban bajas. A lo lejos, se veía el punto luminoso de la trompa de la formación. Los pasajeros que esperaban en el andén de la estación Luis María Saavedra se pusieron en movimiento. Troté hasta la boletería, pedí un viaje hasta Retiro, y de dos zancadas, logré meterme en el segundo vagón. Hubiese podido sentarme, pero preferí viajar en la puerta. Todavía no sabía que los dos cuentos que leería hasta llegar al centro le darían la razón a mi padre, y a toda la humanidad. Por sólo veinte pesos, descubriría, por fin, a Borges.
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Por veinte pesos descubrí a Borges
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on domingo, 13 de octubre de 2013
Etiquetas:
Relatos
3 comentarios:
Qué lindo post.
Breve y contundente.
Gracias por los comentarios, chicos.
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