Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Primeras horas del mes de noviembre de 2013. Estación Callao de la línea B de Subterráneos. Jueves, a las doce del mediodía. En la calle, está caluroso, y húmedo. Bajo tierra, el sopor se agudiza.
En la base de una escalera mecánica que desciende hasta el andén, una joven mujer, con evidente sobrepeso, está despatarrada sobre un cartón, con la espalda apoyada contra una reja. Con ambos brazos sostiene el pesado sueño de una nena de dos años. “¿No le sobra una moneda, señor? De todo corazón se lo pido, señora”. Frente a sus ojos se abre la boca del túnel por el que bajan, de manera incesante –a veces con parsimonia, atentos a los teléfonos; otras, a las corridas, comiéndose los escalones de a dos-, los sobretodos, polleras, jeans, zapatos con tacos, zapatiilas de lona, ojotas, que pueden depositar una moneda sobre su mano. “No les pido mucho, señora, aunque sea para la sopa”. Su ruego no tiene pausa. A lo sumo, un par de segundos. Lo que tarda en tomar un trago de agua. La voz, rasposa, ya siente el esfuerzo. “Por favor, señora, señor”.
En la boca de la escalera del andén de enfrente –hacia Villa Urquiza- también hay una persona sentada en el suelo. Es varón. Más o menos de treinta años. También pide ayuda. Pero no con el vigor de su compañera. Su semblante está apagado. No lamenta, sino que susurra. Quizá sea una estrategia, podría pensar algún curioso que se sentase cinco minutos en uno de los rígidos asientos del andén para observar cómo se ganan la vida algunos desgraciados. Al lado del hombre, un chico de unos cuatro años juega con unas cartas. Tiene pantalones cortos, y anda descalzo. Sobre los mosaicos del piso hay una bolsa de galletitas y una Coca Cola de 600 cm. Será el almuerzo. También una manta. Y un ejemplar del diario "El Argentino".
El hiriente ruego de la mujer llega al otro lado sólo cuando a ninguno de los dos andenes está arribando una formación. O, a la inversa, cuando los trenes no están partiendo hacia su próxima estación. Son sólo veinte o treinta segundos. En medio de la oración desesperada, si el curioso afila los sentidos, podrá observar que, la joven madre, tuerce el cuello hacia su izquierda, levanta la vista hacia el otro lado, y con un gesto que de ningún modo se ocupa de ocultar, saluda a su pareja, y a su hijo, si es que ellos la están mirando. Un tamborileo de dedos de su mano derecha. Nada más. Luego vuelve a lo suyo.
Buscar dentro de HermanosDios
Ruegos
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on lunes, 11 de noviembre de 2013
Etiquetas:
Relatos
1 comentario:
Aguafuertes porteños, que agudeza!
Publicar un comentario