De espaldas a la puerta del medio del vagón la pareja de jóvenes primero interpretó la chacarera El olvidao, y luego de una breve e incómoda pausa, la zamba Balderama. Él rasgueaba una maltrecha pero noble guitarra española, y ella cantaba, en varios pasajes con los ojos cerrados, con una voz dulce y afinada. Sobre el final del número, él se acopló al canto con su registro de voz grave, y de ese modo lograron que la canción ganase en intensidad, y entrega. La actuación del dúo fue más que correcta. Por eso, a modo de recompensa, la mayoría de los pasajeros les regaló una cortina de aplausos, y algo de dinero.
Ninguno de los dos le prestó atención al vendedor ambulante que estaba contra la primera puerta del vagón. El tren ya estaba haciendo su inexorable ingreso al hall de Retiro. No había tiempo para otra venta. El hombre los dejó hacer. Sabía muy bien que no le convenía ponerse en contra a los pasajeros. Mientras, los chicos recorrían el vagón. Él llevaba una gorra de lana en la mano. Era rubio, alto y espigado, y tenía el pelo desalineado. La guitarra le cruzaba el pecho como si fuese un fusil, y tenía la vista perdida en el frente del vagón. Parecía ensimismado en sus pensamientos. Ella, en cambio, era dócil como una hoja caída de un árbol en otoño; rubia como su pareja, no debía tener más de veintitrés años, y saludaba a los pasajeros, uno por uno, sin importar que les diesen plata, o no.
El Rulo es un vendedor ambulante de la línea Mitre que ya pasó los sesenta años y que tiene la voz rota de tanto vociferar sus ofertas, y tomar alcohol. Al igual que cualquiera de sus socios, no tolera que le copen la parada. No hace nada para ocultar su odio. Sus ojos oscuros escupen fuego en dirección a los músicos. Es un hombre honrado, con códigos, pero por prejuicioso, o resentido, no lo sabemos, a los pibes bien que se suben al tren para poner a prueba su temple, y demostrarle al mundo que son capaces de expresar sus sentimientos, y cosechar aplausos, y dinero, le llenaría la cara de dedos. Por que él, en cambio, tiene que alimentar a una familia, y bancar los vicios.
“Escuchame una cosa, Pancho”, le dijo al guitarrista, y lo pecheó. El rubio se quedó helado. Le sacaba una cabeza y media, tenía el fusil en el pecho, pero la mueca tensa que ganaba la cara del morocho canoso no habilitaba ni media duda. Ya habían bajado del tren, y estaban caminando por el andén, hacia el hall central. “No te quiero ver más por acá, me entendés”. Los pasajeros apretaban el paso. Algunos ya habían encendido sus cigarrillos, y otros se estaban conectando a los auriculares. Con cada suspiro de pánico que acumulaba el rubio, el Rulo inflamaba su discurso. “A la judía tampoco la quiero ver más en los trenes”, escupió, y ahora sí miró para adelante, en línea recta al carrito de panchos. Allí, a su alrededor, había cuatro compañeros. Tomaban café. Llegó a ver el espiral de vapor que emanaba uno de los vasos de telgopor. Todavía no era hora de jugar a las cartas. La chica aferró el brazo a su novio, y lo obligó a frenar. El hombre de campera negra siguió caminando hacia el hall. Ella no había escuchado sus palabras, pero no era sonsa. El Rulo, macho campeón, dio vuelta la cabeza y la observó por encima del hombro. Un segundo después, ella tuvo que posar la mirada en una enorme publicidad de Coca Cola, en la salida de la estación.
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Macho campeón
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on miércoles, 20 de agosto de 2014
Etiquetas:
músicos callejeros,
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