Es tan alto que la gorra de lana que le envuelve la cabeza roza el techo del vagón. Tiene la espalda apoyada contra la puerta, pero hay algo en su postura corporal que no cierra. Que desencaja. A pesar del fuerte ruido que produce el tren bajo tierra mientras atraviesa la ciudad por debajo de la avenida Corrientes, llega el sonido sucio de una batería, unos sintetizadores, una melodía. El flaco ahora sí gana el centro del vagón, y mete movimientos cortos, espasmódicos, como si fuese un epiléptico. Mira hacia el frente. No lo intimidan los ojos de los pasajeros, que si bien están acostumbrados a todo tipo de vendedores, artistas y desgraciados, nunca habían tenido a un bailarín con jeans y zapatillas a tan pocos centímetros de distancia. El tren frena en una estación y nos damos cuenta que lo que suena es Hip-Hop. El flaco se las arregla para esquivar a los oficinitas que bajan, y a las señoras que suben. Realiza movimientos más pronunciados, desliza los pies, y hasta pega un salto para comenzar otro movimiento. Logró que casi todos dejasen de mirar sus celulares. No entendemos qué dice el cantante negro pero intuimos que está escupiendo una denuncia. El que baila no está solo. Su compañero, menudo, con aros de madera que le deforman los lóbulos de los oídos, una gorra con visera, y una musculosa con el rostro de Bob Dylan, sale despegado hacia el centro de la escena, y contorsiona su cuerpo como si no tuviese huesos. Tiene las manos apoyadas en el suelo, la cabeza sobre los antebrazos, el cuerpo estirado como una tabla de planchar, las piernas lanzadas hacia el frente. Unos chicos enfundados en grises uniformes de colegio privado lo miran fascinados. Un señor que espía desde atrás de las enormes páginas de La Nación, en cambio, monta una mueca de desagrado, y vuelve a lo suyo. El bailarín se levanta de un salto y vuelve a contornear su cuerpo en el medio del vagón. Su actuación es notable. Varios ya metieron las manos en los bolsillos para sacar el billete de dos pesos. El alto de gorra, mientras tanto, manipula el dispositivo Mp3 del que sale la música. La pista, entonces, comienza a declinar. Lo mismo sucede con el bailarín. Se va quedando sin nafta. Se agacha, se tira en en suelo, se ovilla como si fuese un recién parido. Fin de la función, y cortina de aplausos. A algunos pasajeros se les dibuja una sonrisa en la boca, y cierta cuota de emoción.
Recién cuando me miró de frente para agradecerme el aporte que estaba dejando en su gorra, lo reconocí: era uno de los bailarines que habíamos visto junto a mi hijo en el Espacio Joven de Tecnópolis, el fin de semana anterior. Joven, sencillo, humilde. Allí les dieron un lugar para expresarse, y difundir su actividad. Uno de aquellos chicos, que estaba con su novia y el bebé de ambos en un cochecito, por talento, gracia, y nivel de expresividad, me conmovió hasta las lágrimas. Mi nene me miró azorado mientras me pasaba el revés de la mano debajo de los ojos. ¿Puede que te haya visto en Tecnópolis?, le dije al del subte. Sí, dijo, gratamente sorprendido. Estuve allá hace unos días. Genial, dijo, con un brillo intenso en sus ojos oscuros. Luego, sonrió, y se fue. La parte de atrás de su musculosa lucía una aureola de transpiración del tamaño de las bandejas que utilizan los DJ's.
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Firme y bajo tierra
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on viernes, 5 de septiembre de 2014
Etiquetas:
hip hop,
Relatos,
subte línea B
3 comentarios:
como siempre, me conmoves con tu sensibilidad y tu manera de comunicar. Gracias!
Un cronista. Sin adjetivos porque los adjetivos recargan y son inútiles. Un cronista. No es poco.
Mas crónicas ciudadanas, mas. Una cada dia.
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