Carlos y su novio -Luciano- se acostaron en el sommier del dormitorio, luego de mirar en el living un par de capítulos de la segunda temporada de la serie Narcos. Las luces de los veladores ya están apagados y sus cuerpos están enlazados en forma de cucharita. En silencio, miran en dirección a la puerta del patio, por la que se filtra la luz pálida de un farol del fondo de la casa de un vecino.
El cielo, en lo alto, está limpio y estrellado, sin luna.
- ¿No es precioso el trato que Escobar tiene con su mujer? - dice Luciano.
- La Tata.
- La compañera de toda su vida, una chica de pueblo, sencillita. Él nunca le levanta la voz, le habla de usted, le jura, aún en las peores circunstancias, que ni a ella ni a sus hijos les faltará seguridad ni mucho menos, amor -sigue Luciano.
- Pero guarda, gordo, que si bien ella la juega de sumisa, en cuanto las cosas se empiezan a complicar, como ahora que Don Pablo y su imperio se hacen trizas, ella muestra las uñas. No es ninguna zonza. Sabe que su marido amasó una montaña de plata con el tráfico de cocaína.
- También sabe que su hombre, por lo menos en los inicios de su carrera, cumplió una notable función social -agrega Luciano, mientras acaricia el hombro de su pareja.
- Ah bueno -dice Carlos. ¿Y eso?
- Qué – devuelve Luciano, a la defensiva.
- A Escobar nunca le importó la gente de su Medellín natal ni de ningún otro lado. Siempre fue una mierda.
- No estoy de acuerdo para nada -devuelve Luciano, mientras se despega del cuerpo de Carlos-. El tipo ocupó el rol que hacía décadas había abandonado el Estado, por conveniencia si querés, pero desde ese lugar encabezó una obra social importante durante algunos años.
- Esa es una de las boludeces más grandes que escuché en el último tiempo, Lu. Estoy francamente sorprendido - se excusa Carlos, luego de erguirse y sentarse sobre la cama.
Luciano también se sienta. Ahora están de frente. Están en cueros. El aire está espeso y despide un leve olor a transpiración. A pesar de la escasa luz se miran a los ojos. La tensión perdura un largo medio minuto. Asumen en silencio que se agotaron las palabras. Es hora de acostarse, de espaldas al otro.
Al otro día, Carlos se levantó temprano y salió de casa sin despedirse de su novio. Dos cuadras antes de la estación notó que en la avenida Balbín algo rompía la cotidianidad. La obra del túnel había comenzado. Varias máquinas perforadoras removían el pavimento y otras depositaban los escombros con una pala mecánica en unos grandes contenedores de acero. Decenas de obreros de la UOCRA, mientras tanto, iban y venían con sus herramientas al hombro y realizaban distintas tareas. Estaba claro. El gobierno porteño había logrado destrabar la orden judicial que tenía frenada la obra. Ahora agarrate. Te paso por encima. Ya habían levantado un extenso perímetro de chapas de un metro y medio de altura, y salvo un par de curiosos, allí no había ninguna señal de protesta. En una misma imagen se fusionaban la derrota y la prepotencia.
Carlos pasó todo el día en su oficina, en el antiguo edificio de la cartera de Agricultura, casi sin tareas. Aprovechó el tiempo muerto para leer en internet sobre Pablo Escobar. Un personaje fascinante, pensó, que la literatura recién ahora estaba abordando con interés. A Luciano no le envió ni una sola señal. Se ahogó en su propia frustración y resentimiento. Supuso que al otro le estaría pasando lo mismo. No era la primera vez que ante una diferencia, o encontronazo, a ambos se los devoraba el silencio.
Se dio cuenta que había lío cuando el tren cruzó la avenida, metros antes de frenar en la estación. Eran casi las ocho de la noche, y Carlos estaba con la mirada perdida en las casas, calles y árboles del barrio, cuando un reflejo en la ventana de la puerta del vagón le llamó la atención. Parecía fuego. Ni bien dejó atrás el andén comprobó que no estaba equivocado. El corredor que la obra habían montado para ir de un lado a otro de la avenida estaba ocupado por vecinos y curiosos que miraban hacia la otra punta con los brazos enganchados a las rejas, como si fuese una tribuna del fútbol de ascenso. En la esquina había un grupo de policías metropolitanos en estado de alerta. Los vecinos en lucha, el ruido y tres fogatas de dos metros de altura venían de la calle Tronador. Hacia allá se dirigió. Todas las chapas que formaban el perímetro de contención de la obra de esa zona, estaban desparramadas sobre el pavimento.
El orador estaba de pie arriba de un banco de cemento, en el centro de la plazoleta. Era alto y su barba blanca desalineada le llegaba hasta el pecho. Estaba nervioso. No era clara su intervención, y se le trabaron las palabras cunado llamó a los gritos a armar un acampe para resistir el avance de la obra. Algunos de los cincuenta vecinos que participaban de la reunión comenzaron primero a quejarse, a interrumpir al orador, a discutir entre ellos, con los otros que quisieron poner orden. En menos de un minuto unos y otros se tiraban acusaciones inconexas y fuera de contexto. Carlos pensó en la denominación “espacios silvestres” que los jóvenes militantes con los que hacía política usaban para describir de modo peyorativo a ese tipo de agrupamientos. Tenían razón. La reunión era un caos. Al asunto le faltaba, justamente, política. No había allí ni un solo dirigente o militante.
Los que estaban muy bien organizados eran los jóvenes que estaban finalizando su misión de derribar todos y cada uno de los paneles de acero que cercaban la obra. Desde la zona de la estación llegaban los ruidos de las patadas que los revoltosos le daban a los paneles, hasta hacerlos caer. Tomaban carrera y paaaammmm. Los policías no intervenían. Los vecinos y algunos comerciantes -notablemente perjudicados por la obra-, tampoco. Por Tronador, en contramano, irrumpió un camión de los bomberos. Tenía los celulares encendidos pero no la sirena. Los uniformados se quedaron arriba del vehículo.
Fue en ese instante que Carlos levantó el brazo y pidió la palabra. El de barba blanca lo identificó, le hizo señas para que se acercase al banquito improvisado, y luego de pedir silencio, le cedió el megáfono. Se habían calmado los ánimos, pero a Carlos ya le temblaba la mano.
- Vecinos y vecinas, soy Carlos, vivo en Estomba 3540 y quiero solidarizarme con vuestra lucha, ya que como ustedes considero que la construcción de este túnel es absolutamente innecesario. Lo digo por el problema de las inundaciones, por cómo afecta a los comerciantes, el tránsito en el barrio durante casi un año, pero también porque el PRO solo hace márketing barato y le importamos tres carajos.
Del grupo de vecinos emergió un tibio aplauso.
- De todos modos, vecinos y vecinas, creo que ahora es momento para organizarse, ya que noto mucho desorden entre ustedes, y eso beneficia de modo directo a Larreta y a Macri.
- ¿Y éste de dónde salió? – murmuró uno a un costado.
Carlos giró la cabeza de modo involuntario para identificar al responsable del comentario. Era joven, estaba bien vestido, tenía ojos claros y tenía cubierta la cabeza con una gorra naranja de marca Adidas.
- Trabajo en el Estado nacional y les aseguro que a pesar de la persecución que el gobierno está realizando contra los trabajadores, cuando uno se organiza logra grandes resultados…
- Te estás yendo por las ramas, flaco… - comentó una señora.
- O por lo menos esa articulación amortigua la lluvia de golpes...
- Cortala capo, no queremos política… - alzó la voz un tercero.
- La organización vence al tiempo, dijo un gran estadista que…
- No necesitamos tus consejos, trolo… - le escupió un cuarto, ya sin filtro.
- Si no se organizan los van a pasar por arriba …
- Andate, culo roto -los gritos provenían de los labios desbocados de unas tres personas más. Carlos vio que el joven de la gorra incitaba a los más intolerantes. Se reía. Disfrutaba de aquel avance que ya rozaba la humillación.
Tuvo que tirar para atrás la cabeza cuando un jubilado con la camisa gastada le quiso arrebatar el megáfono.
- Tranquilos, vecinos. Dejemos hablar. Seamos respetuosos -intervino el de la barba blanca.
- Que se vaya. Seguro es de La Cámpora. Una corrupto, un ladrón – gritó una señora de lentes y pelo negro.
- ¡No digan más pelotudeces que así no vamos a ningún lado! -intervino un flaco que en su mano derecha aferraba la correa de un labrador.
- ¡Vos sos otro sorete que apoya a la cretina! -le gritó un señor con lentes oscuros y pantalones cortos al flaco del perro.
Más gritos. De nuevo el caos.
El alboroto fue interrumpido por un grito desesperado:
- ¡Se quieren llevar preso a Alvarito! -gritó uno, a un costado de las fogatas. Estaba transpirado, con el pelo desalineado, y llevaba una cámara de fotos en la mano. Señalaba hacia la estación.
La gran mayoría de los vecinos salieron disparados hacia allá. El de la barba blanca, entonces, le pidió a Carlos el megáfono. Luego lo miró de modo comprensivo, y antes de irse le dijo:
- Disculpá las faltas de respeto, pero acá no quieren discursos ni posiciones políticas.
Buscar dentro de HermanosDios
Pases en tiempos de desempleo IV (parte final A)
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on jueves, 24 de noviembre de 2016
Etiquetas:
Ciudad de Buenos Aires,
ficción,
gobierno de la ciudad,
Larreta,
Macrismo,
Relatos,
Saavedra
No hay comentarios:
Publicar un comentario