Estábamos con Juan en el aeropuerto de Ezeiza esperando
para embarcar el vuelo a Roma y le escribí a Joaquín: “Quiero ir a Napoles,
amigo. Lo necesito”. “Vamos a ir”, me contestó.
Llegamos el jueves a la tarde a Roma. Ahí en la estación
de tren con Juan, esperando a Joaquín, hacíamos cuentas para recordar con
exactitud hace cuanto que no lo veíamos: 4 años y medio. El abrazo del encuentro
fue conmovedor. Empezaba una semana inolvidable.
Conocimos y gozamos mucho la bella Roma antes y después de
Napoles, antes y después de ese domingo en Napoles.
Ese domingo tomamos el tren temprano, bajamos en la
Estación Central y empecé a sentir un aire especial. Caminamos hasta donde
íbamos a parar. El sol se imponía y la mochila transpiraba la espalda. Al
principio, a la salida de la estación, el paisaje no se diferenciaba de
cualquier estación de tren: avenidas y veredas anchas, vendedores ambulantes y
gente apurada. Pero se empezaba a percibir algunas características propias:
remeras del Napoli de Maradona y el tránsito de autos y motos sin reglas pero
sin heridos.
Doblamos y encaramos por una calle más angosta, como lo son la
mayoría en la Ciudad y donde concentra su magia. Empezamos a ver otra marca de
identidad: la ropa colgada en las ventanas -en la altura- que dan a la calle,
en todos lados.
Empezamos a subir un poco la cuesta y las motos nos rozaban el
cuerpo a toda velocidad desde adelante y desde atrás sin importar si era mano o
contramano: las señales son un decorado, como la ropa en las ventanas. Las
mujeres italianas, de todas las edades, escotadas, iban y venían conquistando
las calles. Se mezclaban con turistas que hacían cola para comer algo. Los
volquetes rebalsaban de basura en todos lados.
Entramos a la zona del centro turístico, re contra
pintoresco, parecía que nos estaban filmando para una peli. Joaquín nos obligó
a un café (una rutina que nos dio mucho placer en todo el viaje, al menos 3
veces por día). Es cierto que probé en Italia un café más sabroso, como nuevo. En
ese barcito, Joaquín le dijo a quien nos atendía que éramos argentinos. Dijo en
italiano: cuando Maradona estuvo en Napoli yo iba a los entrenamientos, nunca
vi nada igual; cuando se fue el Diego nunca más usé el carnet del club. En el camino observé afiches con similar diseño pero con distintos
nombres. Al preguntar Joaquín contó que era la forma de saludar a los muertos. Un
obituario callejero y popular.
Llegamos al departamento que habíamos alquilado. Nos
esperaba Fabiano, un enamorado de Napoles que nos dio largas charlas y nos hizo
un regalo. Nos mostró un mapa de la Ciudad para hacernos sugerencias de paseos,
nos mostró el estadio y enseguida fotos de su celular que había sacado el día
anterior del San Paolo, donde Napoli ganó 2 a 0.
Salimos a buscar algo para comer y dimos algunas vueltas.
Vimos un bar con fotos, santuario y collage de Maradona. Ya había una pegatina en
ese bar de Gimnasia y Esgrima de la Plata que decía “No hay templo sin Dios, no
hay lobo sin bosque”. Esa misma tarde el Diego debutaba como técnico de
Gimnasia en Argentina. Sacamos unas fotos y tomamos café. Joaquín nos contó que
existe el café sospeso, la encargada lo confirmó: cualquier persona paga dos
cafés y toma uno para que luego, en cualquier momento del día, venga otra
persona que no puede pagarse un café y se tome aquel café invitado de manera
anónima.
Joaquín seleccionó para comer un imprescindible: pizza frita
Gino Sorbillo, un clásico donde italianos y extranjeros hacen cola para probar
esa delicia. Hacer la fila permite ver como la familia Sorbillo estira la masa,
la aplasta, le pone el relleno solicitado (panceta, ricota, jamón, muzzarella,
lo que quieras), la cierra y la arroja a un enorme recipiente repleto de aceite
hirviendo. (Al volver tarde a la noche a la casa y pasar por ese lugar vimos
como los responsables del local lo cerraban: él había estado estirando la masa
todo el día y ella cobrando y atendiendo esa fila persistente de gente).
Trabajar en la gastronomía es un orgullo para los tanos,
no es un paso más hacia otra vida, es la vida misma. En toda la semana en Italia
disfruté la comida como pocas veces en mi vida. Fuimos a comer a tremendos
lugares y cuando no comíamos afuera Joaquín nos cocinó distintos platos de
pastas con una dedicación y talento que se disfrutaba segundo a segundo.
Comimos y salimos a pasear. Joaquín guiaba, con Juan no
preguntábamos a dónde íbamos, nos dejábamos llevar. Y comenzamos una larga
caminata. El primer trecho lo caminamos por la Peatonal Via dei Tribunali, una
peatonal con carteles que indicaban la prohibición de circular motos. Pero las
bocinas de las motos sonaban como el canto de los pajaritos y nos obligaban a
corrernos a cada minuto. Las reglas no están para cumplirse en Napoles pero eso
no es un problema social ni moral. Se acercó un grupo de jóvenes que podríamos
encontrar en San Telmo, el empedrado ayudaba para esa conexión. Nos metimos en
callecitas, entramos a iglesias majestuosas, pasamos por el monumento a Dante en
una plaza muy bonita.
En algún momento tomamos la avenida Corso Umberto, ancha,
comercial, similar a otras ciudades. La diferencia esencial (lo que hace a
Napoles una ciudad única) es que en paralelo a esa avenida, a solo 50 metros
las calles son angostas y uno se mete en otra ciudad. Es el barrio español, que
sube y se pierde entre calles angostas, ropa colgada, banderines, música,
algunos gritos y Maradona por todos lados. Una villa de cemento y renacentista. Joaquín prefirió ingresar al barrio
por algún lugar que consideraba más seguro y allí fuimos, caminamos en paralelo
a esa gran avenida pero por una calle angosta y mágica. Las paredes tenían al
Diego en diversas expresiones artísticas, fotos, punturas, grafitis. Nos cruzamos
con una especie de procesión a la que seguimos al ritmo de los aplausos.
Volvimos a la avenida, después nos desviamos y nos metimos
en una galería imponente, grandilocuente, con techos altos y lujosos. La galería
del Renacimiento Humberto I.
Seguimos la caminata y pasamos por el Palacio Real
de Napoles que se enfrenta a una enorme plaza y a una preciosa iglesia. Un
viaje en el tiempo.
Al caminar un poco más divisamos el mar. Todo se conjuga en
esa ciudad y nos quedan pocas palabras para describirla. Bajamos hacía el mar y
encaramos una costanera bellísima: El lungomare. Nos sentamos a contemplar el
mar. Después caminamos unos 500 metros por la costanera y nos tomamos un
aperitivo frente al mar mientras el sol caía frente a nuestros ojos en una
tarde sin nubes.
Volvimos en el metro, que está tan debajo de la tierra que
sentís que llegas a China.
A la noche comimos pizzas con distintos sabores en la peatonal
Via dei Tribunali y después fuimos a la Piazza Vincenzo Bellini donde hay
algunos bares. Los jóvenes ocupan la plaza y sus alrededores tomando bebidas
que compran en kioskos de la zona. Se armó un mini bailongo en la calle y
tomamos algunas cervezas disfrutando la noche. A las 2 de la mañana la policía
dio por terminada la faena y todos a dormir.
Al día siguiente, mamita querida, fuimos a la Isla de
Procida, pero eso es otra película. Era lunes 16 de septiembre de 2019 y mientras
caminábamos al puerto para tomar el barco que nos llevaría a la isla, nos
enteramos que se cumplían 35 años del debut de Maradona en Napoles. Eso habrá
pasado por el corazón de aquel hombre de ese bar donde tomamos el café de la mañana
que, cuando le dijimos que éramos argentinos, se le desfiguró la cara y se golpeó
el pecho con contundencia diciendo que amaba Buenos Aires y nos mostró de su
billetera pesos argentinos y estampitas de clubes de fútbol de Argentina. Ese
lunes, al volver de Procida (donde nadamos hasta el fin del mundo), cenamos en
Nenella, imperdible restaurante de Napoles, donde cantamos con los mozos y
comimos como si fuéramos a morir. Terminamos el día de nuevo en la Piazza
Bellini, tomando cerveza sentados en el cordón de la vereda de la plaza.
Al lado nuestro hacían lo mismo con total naturalidad y cero frivolidad dos argentinos que parecían italianos o al reves (porque entre los argentinos y los italianos los gestos, la tonada de la voz y los rasgos son similares): Peter Lanzani y Pepe Monje, que estaban en Napoles -según Google- filmando una seria sobre la vida de Diego Armando Maradona que parece que se llamará Sueño Bendito, nombre ideal para nuestro paso por Napoles.
Al lado nuestro hacían lo mismo con total naturalidad y cero frivolidad dos argentinos que parecían italianos o al reves (porque entre los argentinos y los italianos los gestos, la tonada de la voz y los rasgos son similares): Peter Lanzani y Pepe Monje, que estaban en Napoles -según Google- filmando una seria sobre la vida de Diego Armando Maradona que parece que se llamará Sueño Bendito, nombre ideal para nuestro paso por Napoles.
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