Por la esquina de San Martín 1 (CABA) transitan cientos, miles de personas por hora. Desde temprano y hasta última hora de la tarde. Esto se debe a que que ahí nomás está una de las bocas de la estación Catedral de la línea D de los subtes por el que ascienden y descienden ríos de hombres, mujeres y diversidades que en la mayoría de los casos trabaja o debe realizar un trámite en la zona. A pocos metros se extiende la calle San Martín, que te introduce en el microcentro renovado por la gestión de Larreta, en el que abundan las casas matrices de los bancos, en su mayoría privados, pero también los públicos. Varias empresas, muchas casas de cambios, un museo. En diagonal, a unos pocos pasos, se despliega la enorme, soleada e histórica Plaza de Mayo (sin rejas), la casa de gobierno (que ahora luce una luminosa escarapela), la AFIP, el Cabildo, la aristocrática Avenida de Mayo, y más allá, el bajo porteño. También ahí nace la avenida Diagonal Norte, que desemboca en la calle Florida primero y más adelante el Obelisco. Se trata, sin dudas, de una esquina neurálgica.
Es allí que si uno pone un freno, guarda el bolsillo en el celular, apaga la música, levanta la vista, verá que media docena de hombres y mujeres pugnan por vender algunos de sus artículos o productos. Haga frío o calor, incluso si llueve. Son dos los jóvenes que ofrecen cuatro paltas por cien pesos. A los gritos. Tienen la fruta dentro de unas cajas de cartón, apoyadas sobre los escalones del portón cerrado del Ministerio de Modernización. Es africano el que vende los lentes, aunque no emite ni una palabra. Está de pie, con el enorme paño de telgopor apoyada sobre sus piernas. El que vende chipá debe ser paraguayo. Cada tanto avisa sale cincuenta pesos la bolsita. Su lugar, en este momento, es el semáforo. La señora que ofrece los jazmines está ronca de tanto elevar la voz para que los oficinistas se lleven un ramo. Los tiene en un canasto de mimbre y utiliza los escalones del portón para que lo escuchen todos los que transitan la zona. El más callado de todos es el que vende pañuelos. Es un perchero vivo. Cuelgan de sus brazos, de todos los colores, para todas las causas. En una mano tiene tres paquetes de los otros pañuelos, para los mocos. Y en la otra, portasube. Cada tanto abre la boca para contar todo lo que ofrece. Hoy no está la señora que no habla, quizá porque sea muda, quizá porque ya no tiene fuerzas. Se la suele ver sentada sobre una reposera, con las rodillas tapadas por una frazada. Sobre una falda posa un cartón escrito a mano en el que pide una ayuda.
Ojalá que al pasar por esa misma esquina, los primeros días de enero de 2021, por lo menos dos de los vendedores ambulantes ya no estén ahí. Para mí significaría que consiguieron algo mejor para ellos y los suyos, un poco el factor suerte, y otro tanto porque mejoró el país.
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Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on viernes, 3 de enero de 2020
Etiquetas:
CABA,
políticas de inclusión,
venta ambulante
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