Sosiego, por Mariano Abrevaya Dios
La abuela arrastra las chancletas por el patiecito, las manos detrás de la cintura, la cabeza gacha, la espalda vencida. Desde acá arriba se le nota aún más la protuberancia que le nace en el omóplato derecho. Salió a tomar aire, pobre. Debe estar todo el día hundida en el sillón. ¿Cuántos recuerdos se acumulan en noventa y dos años? Lo único que sé de ella es que creció en una zona rural, en Uruguay, y que tiene diez hijos. Es con una de ellas que vive en la planta baja. Ya no salen, claro, y de las compras se ocupa un familiar, pero hasta el mes pasado me las cruzaba en la calle. Iban al Chino, o la mayoría de las veces, a la farmacia. Supongo que se arreglan con la jubilación, y ahora con la ayuda que está bajando el gobierno. Camina los dos metros del largo del patio, da un paso para un costado, y regresa. Es una jaula de aire húmedo, con las paredes de la medianera descascaradas. En la pileta para lavar ropa hay una prenda en remojo, y en el tendedero amurado a la pared, un bombachón. Debe estar pensando en su compañero de toda la vida, o en el amante con el que tuvo relaciones en el arroyo una noche de tormenta, andá a saber. Incluso alguno de esos diez hijos capaz que es de aquel intrépido muchacho de ojos y pelo negro. Por ahí tiene la cabeza puesta en los atardeceres o colores del cielo de su infancia, en el olor a la tierra, en lo tanto que le gustaba acariciar la cabeza de su caballo preferido, qué se yo. Sus pasos son mansos, sosegados, no parece estar afectada por un ataque de angustia. Es muy probable que esté sonriendo con el recuerdo de un nieto, o una biesnieta. Debe ser maravilloso a esa edad mirarle los ojos a una criatura, sacarle una sonrisa, acariciarle los cachetes mofletudos. Sí, estoy segura. Se está despidiendo. Sabe que ya no hay vuelta atrás. Igual casi no salía.
“Abuela, cómo anda”, no pude contenerme.
“Hola querida”, con la cabeza apenas levantada, un mar de arrugas en la frente, los ojos dos moneditas puestas de costado.
“Qué bien esos ejercicios, eh”.
“Hago lo que puedo”, levanta los bracitos hasta la cintura, con las palmas de las manos, blancas, exhaustas, en dirección al recortecito de cielo que se abre sobre nuestras cabezas.
“Nos están matando con los aromas a tucos, comidas al horno y tortas fritas que llegan desde ahí abajo”, le sonrío.
“Y bue, de algo hay que morir, decía mi madre”.
Quiero llorar.
“Le mando un abrazo gigante, abuela”.
“Gracias, querida”.
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Historias de cuarentena (16)
Historias de cuarentena (15)
El año del quiebre, por Mariano Abrevaya Dios
Tenía 16 años cuando se produjo el levantamiento carapintada de abril de 1987. La edad que ahora tiene mi hijo mayor. La edad que tenía Pablo, mi mejor amigo en aquel tiempo, cuando cursábamos el tercer año de un colegio nacional en Villa Urquiza. Con mi familia éramos de los tantos argentinos y argentinas que habíamos sufrido de manera directa la noche más negra de nuestra historia. Nos habíamos exiliado en el 82 y volvimos en 1984. Al año siguiente arranqué, por descarte, en el Reconquista, el último bachiller en convertirse en mixto de la entonces Capital Federal. Me adapté rápido. No tenía problemas con la socialización. Con Pablo me hice amigo enseguida.
Su familia tenía un corralón sobre la avenida Monroe, frente al Hospital Pirovano. Eran todos de Independiente, y más de una vez me invitaron a ir a la cancha, en Avellaneda. La madre trabajaba en el sistema de salud porteño y cada tanto caía en un pozo depresivo. Saludarla, al entrar a su casa, era pasar por un momento de incomodidad. Pablo y su hermano mayor tenían un perro raza Doberman que se movía a toda velocidad por el departamento, muy inquieto. Pablo tenía el pelo largo, como yo, y usaba un jardinero de jean, sin remera, muy seguro de sí mismo, a pesar de la edad, en la que uno suele ser muy permeable a la mirada y el juicio del otro.it En su habitación dormíamos en un entrepiso, con la cara casi pegada al techo. De es manera habían logrado que en el cuarto hubiese más espacio.
Los Tocco también tenían una relación con el movimiento de los derechos humanos. Había un familiar que había sufrido la persecución y los vejámenes de la dictadura. Ese fue un punto de contacto entre nosotros, pero lo central pasaba por la cotidiana. El gusto por el fútbol, la joda en el colegio, la calle y la atracción por las chicas, que aquel momento podía significar la gloria o la tristeza infinita.
Gobernaba Alfonsín, el Padre de la Democracia, y la disyuntiva que por aquellos días de otoño ganó la calle, los medios de comunicación y la opinión pública, era democracia o dictadura. No había ninguna chance de que los militares vuelvan a encabezar un golpe de Estado. La reacción popular fue inmediata. Ni bien se supo que se habían sublevado unos milicos -con las caras pintadas - la Plaza de los Dos Congresos se llenó de pueblo. Ahí estuvimos, subidos a la explanada del Parlamento, donde Alfonsín salió a saludar. Había un gusto especial por meterse en colgarse en cualquier lado. Ese jueves santo comencé a vivir una película que me tuvo en un estado de alarma y movilización inaudita hasta ese momento en mi vida. Fueron cuatro días, hasta el éxtasis final, el domingo, en la Plaza de Mayo, a la que volvería una y otra vez a lo largo de vida, cada vez que hizo falta, cada vez que hubo que dar pelea o celebrar nuestras victorias.
A la distancia, creo que con aquel escenario de conmoción social, ese pibe de 16 sentía que estaba dispuesto a cualquier cosa por evitar una nueva etapa política con los militaras en la Casa Rosada. El fervor que había en la calle lo contagiaba, lo conmovía, lo contenía, porque eran decenas de miles los que no querían más militares. No estaba solo. Aparte, estaba Pablo.
Ahora, durante la cuarentena, miro y escucho los archivos de la época, y vuelvo a emocionarme. Miles se juntaron en los portones del regimiento de Campo de Mayo, donde estaba el mismísimo Aldo Rico, y los provocaban, les querían dar pelea, saltaban en grupos con los brezos levantados, en ese típico gesto argentino que también vemos en los mundiales o en un recital. No había ninguna condición para el quiebre institucional. Estaba muy fresco el informe del Nunca Más, el Juicio a las Juntas, la recuperación de la democracia, la Guerra de Malvinas, el dolor, la muerte, el robo de bebés.
El domingo de la célebre frase que pronunció Alfonsín –un político de raza, de gran magnitud, visto hoy a la distancia- acerca de que la casa estaba en orden, estuve en la plaza. Con Pablo. Fuimos solos. Nos subimos a uno de los enormes plátanos que todavía están frente a los muros del Banco Nación, entre las calles Reconquista y 25 de Mayo, a la izquierda del balcón de la Rosada en el que aparte del presidente había presencia de dirigentes del peronismo, como Antonio Cafiero. Ahí estuvimos toda la tarde, entre su primera aparición de Alfonsín en el balcón, cuando anunció que iría a Campo de Mayo, la espera, y el regreso triunfal.
La plaza estaba explotada. Recuerdo con nitidez, y con una emoción compartida entre ese ayer en el que se cruzan lo personal, lo colectivo y lo histórico, y el presente -en el marco de una pandemia que nos toma de sorpresa y tiene confinados en casa, pero por suerte en manos de un gobierno popular que cuida nuestras vidas-, que un sector de la plaza le cantaba a Alfonsín que entregasen armas, que estaban dispuestos a ir a pelear contra los sediciosos.
En algún momento de la tarde, posiblemente con el júbilo final de sabernos vencedores, gobierno y pueblo, Pablo y yo nos miramos, entre las ramas y hojas ya amarillentas del árbol, y nos mordimos los labios. Es probable, también, que a mí se me haya piantado más de un lagrimón, porque ya en esa época las multitudes me ponían la piel de gallina pero en especial, aunque en aquel momento no lo procesásemos con esas palabras, por sabernos parte de la historia grande de la Argentina.
Cómo fuimos hasta allá, cómo volvimos, con qué dinero, son detalles que no recuerdo, y que ahora me inquietan. No teníamos celulares con aplicaciones para todo, como mi hijo y sus amigos. Aunque aquella plaza, pienso ahora, es comparable a la de mi hijo y sus amigos, el último 10 de diciembre, cuando lograron ingresar unos metros por Avenida de Mayo, para bailar el pogo más grande con Jijiji, de Los Redondos.
Luego del “Felices Pascuas” nos enteraríamos que Alfonsín había negociado con Rico y sus secuaces la ley de Obediencia Debida. Un muerto que el movimiento de derechos humanos llevaría sobre sus espaldas durante muchos años, hasta que por fin llegó el fin de la impunidad, con Néstor Kirchner. Un lastre que también nos sirvió, en la década del 90, para militar muy fuerte, y junto a nuestros pares, el escrache, la búsqueda de la mejor de las condenas para los genocidas: la social. Fueron años muy duros, una vez más, de mucha soledad, e indiferencia de gran parte de la sociedad, muchos de los cuales, probablemente, hayan sido parte del electorado que interpeló el macrismo. Pero con los hijos e hijas, y los organismos de derechos humanos, peleamos muy duro, crecimos, maduramos como personas y como agrupación, para acercarnos en lo político a nuestros padres y sus compañeros y compañeras.
En el veranos de 1987 me fui de vacaciones al sur, de mochilero, con Pablo y Martín, mi otro gran amigo. Fueron unas vacaciones espléndidas, de iniciación, en la montaña, los lagos, el fuego, las constelaciones de estrellas lejos de la ciudad y los adultos, muy cerca de la idea que uno podía tener de aquella construcción o valor llamado libertad. En la previa, el viaje tambaleó por el asma de Pablo. Sus padres, de manera justificada, tenían mucho miedo de que sufriese un ataque allá tan lejos, y que el Ventolín, su remedio de cabecera para abrirle los bronquios, no sirviese para nada. No tuvo un solo problema, mucho menos una crisis. Era el clima, dijimos una vez que regresamos a casa, la buena vida, el equilibro emocional de haber vivido una quincena inolvidable.
Un mes y medio después, al poco tiempo de comenzar cuarto año, y ya en 1988, Pablo falleció en una parada de colectivo de la avenida Cabildo, en Saavedra, por un ataque de asma. El mundo se nos vino abajo. Tiempo después, yo solía decir que aquella muerte me había dolido más que la de mi padre, porque yo era muy chiquito, y no tenía suficiente conciencia para procesar el desgarro, la falta.
1987 fue el año de aquella gesta personal, junto a Pablo, en contra de la intentona de los milicos de marcarle la cancha al poder político, y el pueblo argentino, como finalmente sucedió. Solo algunos meses después, se iría, en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie pudiese hacer nada.
Historias de cuarentena (14)
Cuarentena verde, por Mana Chispeante
Una pequeña ramita de hojas extrañas apareció en mi jardín, era bonita, pero yo no la planté. El misterio se aclaró cuando mi hijo me contó que había sido él quien me la regaló. Pasó el tiempo, y ¡como crecía! Tenía una fuerza enorme, y también un aroma entre menta y otra cosa, con una muy rica fragancia.
Pero llegó la cuarentena, y cuánto extraño a mis hijos, me llaman todos los días, especialmente el que plantó la susodicha. ¿Cómo está?, pregunta. No yo, sino ella. Así que aprovechando esa excusa le decía que quizás le faltaba agua o tenía demasiada. Los llamados y las fotos se hicieron mas intensas a medida que pasaban los días. Hasta que hace una semana, me dijo fatal, vas a tener que ser vos.
¿Yo qué?
Vas a tener que cortarla y ponerla a secar. En caja de cartón, cuidado, que no se honguee, ponela en un lugar cerrado, cuidado, cuidado.
Parecía que estaba tratando a una poderosa bomba de hidrógeno.
Así fue que la corté, desparramé las hojas y los tallos (mientras me daba indicaciones por teléfono: cuidado con los tallos, que no se desperdicie nada).
A los diez días, estaban secas. Sequitas. Él me preguntaba: ¿Están secas? Aún no, porque como en casa vive una muchacha que vio la planta y dijo tengo un papelito, ¿te parece si fumamos una florcita el domingo después de almorzar? Pues seeeee…
Eso hicimos, y mientras yo flotaba entre algodones y subía por escaleras larguísimas y me daba cuenta que mis brazos miden mas de dos metros, mi hijo me llamaba para preguntarme ¿Ya se secaron? Todavía un no le podía decir que sí porque vive en Adrogue, y no podía venirse hasta Núñez y menos explicarle a los controles que viene a cuidar a su madre porque se le está consumiendo la planta.
Y parece que la cuarentena es larga, pero las hojas y tallos ya están en frascos, y se ven bien secos.
Historias de cuarentena (13)
Por Mariano Abrevaya Dios
Ya habían pasado cuarenta minutos de penumbra y el más absoluto de los silencios cuando Brian atinó a levantar su cuerpo de la sillita de pino. Fue un movimiento mínimo, casi imperceptible, pero alcanzó para que la pata de la silla raspase el suelo de cemento alisado. El nene, entonces, se revolvió sobre la sábana, y debajo también se arrugó la fina pero ruidosa carpeta de plástico que impermeabiliza el colchón. La señal era muy clara, a pesar de tener dos años y monedas: no estoy dormido. El padre, de veintiocho años, masticó bronca. Mucha. Apretó los puños, maldijo al nene, a la madre y al universo. Al estirar las piernas pateó un coche de metal que estaba en el suelo. El ruido los sobresaltó a los dos. El nene dijo papá. El papá puteó. Dormite. Tenía los gemelos entumecidos por haber pasado tanto tiempo en la misma posición, sin relajarse ni un segundo, para que el nene se duerma. Le había leído media docena de cuentos, le había cantado dos canciones, había silbado y susurrado otras melodías –infantiles pero también de canciones de cancha y de Los Redondos-; durante todo ese tiempo interminable le había hecho caricias en la espalda, cabeza, cintura y piernas, y el nene, poco a poco, fue dejado atrás ese hormigueo que lo tiene durante casi todo el día -salvo cuando duerme siesta, un momento del día que también se está poniendo muy difícil-, en un estado de euforia permanente. Hasta que escuchó que le había cambiado la respiración, la llave que abre la posibilidad de dedicarte un rato a vos, luego de haber estado todo el puto día atrás del nene. Pero no.
La concha de Dios, tengo solo un rato por día para fumarme un pucho en el fondo, ver un poco de tele, mirar la compu, y este conchudo no se duerme más, por qué, qué carajo le pasa, con Romina dijimos de no pelearnos delante de él, y lo venimos haciendo, pero a dónde nos vamos a meter si vivimos en este cuchitril, se escucha todo por más que nos metamos debajo de la cama o nos encerremos en la heladera. Tiene que ser la edad. Está a pleno, lo desborda la energía, pobre cabezón, te quiero matar, hermano, te odio, por favor dormite, déjame un rato, no doy más, y lo peor es que dentro de un par de horas, cuando esté profundamente dormido, vas a pedir por mamá, vas a llorar, y ese llanto, en este silencio de la noche, te perfora los tímpanos, y te voy a venir a decir, con las pelotas por el piso, por qué mierda llorás, si está todo bien, todo el día jugamos con vos, un rato ella, otro yo, te hacemos de morfar lo que te gusta, te cambiamos los pañales ni bien los llenas de mierda, te dejamos bañar con los autos y muñecos, y hasta te trajimos caramelos del Chino y mirás un buen rato por día el celular. Basta, por favor, dormite, que mañana empieza todo otra vez, y faltan como diez días para el 13.
Historias de cuarentena (12)
Fragmentos de un diario de cuarentena, por Lucía Esteban
23:40
Nuestras sobremesas son eternas
vino, fernet, whisky
de fondo Nirvana o George Harrison
“here comes the sun
little darling”
un concierto lleno de gente
nada más lejano que la multitud enardecida
“ha sido un invierno largo, frío y solitario”
subtítulos en pantalla
y me río
en nuestra mesa
ya no existen las marquesinas donde soñé mi nombre
ni donde papá apostó el suyo
ni son tan grandes las anécdotas.
1:30
Perlongher se quejaba en cartas
desde el “exilio interior”
“cada vez hay con quien menos hablar: a unos
los traga la emigración, a otros el silencio”
acá nosotros
pasamos los días entre
mensajes
mails
clases virtuales
plataformas
micrófonos siempre encendidos
acá nosotrxs
nos vemos más seguido que nunca
y nunca es lo mismo
acá nosotres
tenemos otra videollamada.
6:50
Me despierto sangrando
agradezco
que los sueños no siempre se hagan realidad.
12:00
Esta noche dormí de corrido
vos te fuiste
no entró nadie
ni yo adentro mío.
15:00
Me abruma todo lo que no voy a leer
me abruman todas las cosas que no voy a escribir
me abruma no poder hacer nada
con todo este privilegio.
17:39
El ambiente inhabitable
ese, creado por mí
salvarlo de mí misma
es mi tarea para estos días
construir lo que no quiero dentro
por fuera
un hogar
también es
donde poder aislarse.
01:45
Esta vez escucho pasos pero
son de los nuestros
todavía no develo aquel misterio
por ahora
la cocina es el punto de encuentro
para los que nos quedamos sin provisiones
3:24
Escucho los golpes pero no creo
que sean pasos
esta vez son martillos
mis vecinos se ponen a arreglar cosas en la madrugada
colgar estanterías
y está bien, no puedo juzgarlos
yo también arreglo mi desastre
limpio mi mugre y me obsesiono
con todo lo inútil
queremos llenar este el silencio.
Historias de cuarentena (11)
Palabras Cuidadas, por Valeria González
Ciudad de Buenos Aires, 25 de marzo de 2020
Considerando:
Que al parecer las palabras escritas han quedado exceptuadas de la obligación de aislamiento social obligatorio, mal llamado “cuarentena”. Que, de ese modo – y como deberán seguir circulando para sostener el lenguaje humano, servicio fundamental si los hay - es preciso establecer una serie de regulaciones que atraviesen a la palabra en su modalidad escrita ya que también son sujetos pasibles de recibir cuidados.
Y respondiendo a las inquietudes sobre ¿Cómo afectará el aislamiento a la gramática, a la sintaxis y a los signos de puntuación? ¿Cómo toman distancia las palabras para no contagiarse, pero se acercan lo suficiente como para no empezar a deambular sueltitas, parias de un par que les facilite tener algún o varios sentidos?
Por ello,
El Presidente de la Nación Argentino - Lenguajera
DECRETA
Art. 1º Para comenzar recomendamos utilizar el paréntesis de cierre a modo de barbijo para las palabras sintomáticas. No vayan corriendo ahora a vaciar las góndolas ya que la provisión de paréntesis está garantizada como para abastecer a todos, a todas y a todes.
Art. 2º Inauguraremos más llamadas a pie de página que, como suelen ser tediosas para el lector, por ese mismo motivo se constituyen en lugares poco transitados, propiciando un excelente espacio para aislamiento socio-palabrero.
Art. 3º Los márgenes de las hojas deberán dejarse libres (las marginalias quedan completamente prohibidas) y ser repasados con corrector líquido, ya que su fórmula posee tantas porquerías que alguna seguro mata al virus. Algo similar se recomienda con los subrayados en los textos, dejar por un tiempo el lápiz negro y sólo remarcar con resaltador. Se solicita a la población abstenerse de utilizar resaltador amarillo, si fuese posible, no usarlo Nunca Más.
Art. 4º Se utilizará hasta el 31 de marzo (ahora vamos hasta el 12 de abril) interlineado de 2.5 puntos y cuatro espacios entre palabra y palabra. Se grafica a continuación: esta sería una distancia prudente. Se encuentra terminantemente prohibido colocar puntos suspensivos en lugar de utilizar la barra de espacio.
Art. 5º Considerando que la distancia que establecen los signos de puntuación “coma” y “punto seguido” pone en riesgo a las palabras vecinas, sólo se admitirá el uso del “punto y aparte”, ya que la falta total de puntuación colaboraría en profundizar los estados confusionales que ya andan amenazando y propiciaría aún más en potenciar la intolerancia propia de este momento de encierro.
Art. 6º Los acentos pasarán a ser todos prosódicos. Esto no va a ocasionar mucha resistencia ya que últimamente, se escriban o no, los acentos brillan por su ausencia.
Art. 7º Quedan suspendidas las citas de otros.
Inciso a: Se suspenden sobre todo aquellas citas que provengan de autores de países con picos altos de coronavirus. Estas alertas serán más fuertes con autores contemporáneos, pero se está evaluando extender la medida a cualquier autor extranjero sea del siglo que sea.
Inciso b: En cuanto a autores locales, queda a criterio responsable de cada uno evaluar si se trata de una palabra asintomática que puede entonces hacérsela propia sin generar riesgo de fanatismo o falta de pensamiento propio ya sea para sí mismo o para terceros.
Inciso c: Como deberán exponerse al abismo de la palabra propia, se evalúa la prescripción online de ansiolíticos a través de la Asociación Argentina de Psiquiatría Escrituraria.
Art. 8º Se cierran las fronteras idiomáticas a lugares en riesgo. No se permitirá el ingreso de palabras provenientes de lugares afectados y tampoco se permitirá que nuestras palabras viajen al exterior.
Inciso a: Se repatriarán aproximadamente 2.500 palabras a través de la aerolínea de bandera nacional. Ya se han repatriado términos como "che" "boludo" "capo" "fiera" "maestro" "campeón" como modos argentos privilegiados para llamar al otro.
Inciso b: Seremos inflexibles con aquellos que burlen las barreras idiomáticas establecidas en el Art 8º inciso a. En tal caso las Fuerzas Armadas de la Real Academia Española – siempre tan solícitas a reprimir las innovaciones del lenguaje – tomarán gustosas la temperatura a la palabra y, tengan o no tengan fiebre, por provenir de lugares de riesgo se las obligará a permanecer en estado de llamada al pie de página o entre paréntesis.
Inciso c: Se encuentra en estado de evaluación el requerimiento urgente que han presentado ante este Ministerio algunos intelectuales a quienes les resultaría casi imposible escribir sin el uso de palabras francesas o inglesas.
Inciso d: Las tareas de traducción, siempre que tomen los suficientes recaudos, podrán realizarse normalmente. Será de uso obligatorio colocar entre paréntesis y con una llamada que remita a pie de página, el término en su idioma original.
Inciso e: Por el momento no se han encontrado mecanismos de control sobre el lenguaje inclusivo ya que, al no ser reconocido por la Real Academia Española, logra sistemáticamente evadir los controles patriarcales del lenguaje.
Art. 9º Se solicita una actitud solidaria y ser moderado en el uso de signos de admiración, interrogación y puntos suspensivos. Los mismos tienen el poder de transmitir - sin utilizar ni una palabra - estados de alerta, euforia o depresión que no colaboran con la serenidad necesaria para llevar a buen término este aislamiento socio – lenguajero.
Art. 9 Comuníquese, publíquese, dése a la Dirección Nacional del Registro palabrero y archívese.
Historias de cuarentena (10)
Si ellas pudieron, nosotros también, por Liliana Martínez
Suelo decirle a Ariel, mi psicoanalista, que tengo redes y un recorrido personal, lleno de artilugios, herramientas, alertas; de qué agarrarme para capear los retos; y vaya que este es uno.
Me llamo Liliana, tengo cincuenta y muuuuchooosss, soy maestra primaria y me encanta mi laburo. Soy hija, soy madre, soy abuela, amiga, la ex de Edu; soy……, mi desafío continuo.
Viví casi toda mi vida en casa con familias numerosas. Mi infancia y adolescencia compartida con mis viejos y mis dos hermanos, siempre peleando el mango, pero unidos y felices. Mi adultez, me encontró con Edu y el familión de cuatro hijos que formamos. Juntos construimos una casa hermosa, enorme, con jardín y ventanas luminosas. Con arcadas y espacio amplios para que Milti la recorra libre con su silla de ruedas y nosotros la llenáramos de vida, alegría, peleas, risas, llanto. Mucho amor, mucha entrega; de todos, para todos y para afuera.
“Lo hicimos bien lindo”, le digo a Eduardo, mi compañero de ruta, mi familia, aún hoy que somos “ex”. Tengo la dicha de contar con una cofradía de amigas que sabemos reírnos de nosotras mismas, escucharnos, alentarnos, censurarnos y abrazarnos todo el tiempo. La vida casi no tiene deudas conmigo, ni yo con ella; y digo casi porque mi espíritu siempre quiere y espera más (tal vez el desafío de Milton en mi vida sea el artífice de esta capacidad de esperar más).
Noveno día de los tiempos de coronavirus-aislamiento. Aquí estamos, sola en mi nuevo departamento, mi nuevo hogar; conmigo, con mi historia, mis desafíos, mis sueños, mis miedos, mis redes… No sé qué salga de todo esto, pero estoy segura que cuando pase, porque todo pasa, y el corona también pasará, ya no seré la misma, tal vez nadie lo sea.
Estos días me apoyo en mis amigas, mi familia, mi amigo de estos últimos meses; mis afectos. Armo rutinas, me obligo a cumplirlas, me tengo paciencia, me dejo entristecer un rato y me sobrepongo, leo, miro pelis, trabajo y estudio. Muchas instancias, como en mi vida diaria común, pero con un alerta especial para no bajar los brazos y seguir, siempre seguir.
Mientras tanto les voy a compartir mi ventana, adornada desde el 24 de marzo, con cuatro pañuelos blancos, confeccionados con hojas de rollo de cocina de diferentes tamaños, que me sirven para recordar que si ellas pudieron, nosotros también. Leer más...
Historias de cuarentena (9)
Tamara y su curiosidad por las ventanas, por Irene Peisker
A Tamara desde pequeña le había gustado mirar por las ventanas de las casas mientras caminaba a paso ligero. En general sucedía cuando se escapaba de su casa después de una pelea con los padres o cuando la angustia la atormentaba. Pero a veces, solo a veces, cuando se sentía una soñadora con posibilidades. En esos momentos se le ocurrían las mejores historias.
No miraba para chusmear lo que pasaba en el interior, ni siquiera era necesario que la ventana estuviese abierta, simplemente cuando alguna atraía su mirada echaba un rápido vistazo y se armaba una historia sobre los moradores. A veces una misma ventana le inspiraba historias muy distintas disparadas por un olor, un color o una presencia apenas percibida. Después creció y la vida ya no le dejó lugar ni tiempo para esos juegos.
Pero apenas un par de semanas atrás todo había cambiado. El mundo, no solo su mundo, se había parado y corría vertiginoso dejándola encerrada en su casa en la quietud del aislamiento social preventivo mientras el virus con corona se expandía y generaba muerte a su paso. Por ese entonces vivía sola y muy cómoda consigo misma hasta que tuvo que hacerlo 24 horas por día durante largos 14 días que pronto pasarían a ser más.
Todas las noches, como muchos de sus vecinos, se asomaba al balcón para aplaudir a los trabajadores de la salud que arriesgaban sus vidas y también a un montón de otros trabajadores que cumplían sus obligaciones para que ellos, los que aplaudían, para que ella pudiera encerrarse en su casa hasta que el peligro amainara
Y empezó a descubrir nuevas ventanas que se abrían a las 9 en punto para ese aplauso colectivo, lo único que podrían compartir en mucho tiempo. Después miraba esas mismas ventanas durante el día, las espiaba y se imaginaba la vida de las personas apenas perfiladas en las noches. Algunas estaban siempre cerradas lo que le hacía pensar que sus habitantes eran unos ortivas pero había una que logró atraer su atención, en las horas de sol estaba siempre abierta pero con las cortinas corridas, solo cuando una brisa las movía podía entrever algo del interior.
Pero por las noches una silueta quedaba enmarcada en la semi penumbra de la habitación y parecía participar tenuemente del ritual. Tamara sintió que su curiosidad se disparaba, no podía dejar de mirar furtivamente a toda hora. Hasta tuvo miedo que la descubriera. Trató de fabricar un relato convincente sobre el habitante de aquel departamento que nunca salía al balcón ¿Sería uno de los que trajo el virus a la Argentina desde el extranjero? O tal vez un prófugo de la justicia. ¿Un solitario que disfrutaba de su soledad?
No podía dejar de mirar ese balcón y esa ventana, hasta llegó a enojarse, si ella tuviera ese ventanal con esa terraza no estaría todo el día encerrada en el interior de su departamento. Lo comentó con sus hijos que se rieron desde sus propios encierros.
Una noche, ya harta de que el tipo ese no se asomara ni diera mayores muestras de importarle lo que pasaba a su alrededor (aunque a veces parecía que aplaudía) decidió hacer mucho bochinche solo para que sintiera su presencia. Se armó con una vuvuzela recuerdo de algún mundial de fútbol y una campana muy sonora recuerdo de unas vacaciones en Córdoba cuando todavía tenía marido, y les dio con ganas parada entre las macetas que llenaban su pequeño rincón. Una sonrisa de satisfacción le cubrió el rostro cuando vio que el corría un poco más las cortinas y aplaudía en dirección a donde estaba parada.
Cuando se acostó a dormir sabía que soñaría con él pero cuando despertó a la mañana siguiente estaba pensando en su primer novio, ese que le había movido la estantería mientras pasaba de la adolescencia a la juventud, y aun cuando eran tan distintos. Todo el día los recuerdos fueron y vinieron y cuando a las 21 horas comenzaron los aplausos volvió a participar pero sin mirar hacia lo del vecino de enfrente. Hasta que escuchó una voz que gritó por encima del ruido ensordecedor.
– Tamara ¿sos vos? Cuando todo esto termine tenemos que juntarnos a tomar un café y contarnos nuestras vidas.
No podía creerlo, la cuarentena le había devuelto a Juan, su primer amor, el que empezó a participar tibiamente en política para acompañarla a ella, el mismo que nunca había podido olvidar. Corrió al interior de su casa temblando de expectativa, la cuarentena dejó de ser un pasar de horas huecas, iba a usar esas horas que le habían sido regaladas para llegar al encuentro lo mejor posible.
Una de sus ventanas por fin le había respondido.
Historias de cuarentena (8)
La rabia, por Demián Konfino
Nació como el contorno de un rumor. Fue tomando forma y se convirtió en noticia. Primero de color. Indefinido, el color. Después, amarilla. La radio empezó a hablar de escándalo. En la cola de Despensa Luana o en la del Banco Provincia. Los cajetillas del restorán Venados o los pescadores del río Ajó. El pueblo se empezó a exaltar. Era cierto.
Un tano en General Lavalle. En plena pandemia.
La hija del jefe de guardaparques, Agustina, se casaba con Ernesto, el heredero de un extenso campo en General Madariaga. Hacendado el pibe, buen partido. Pero nieto de tanos. Y si antes esto no era un problema, ahora sí. En nuestro país recién aparecían los primeros casos. Pero las noticias que llegaban desde el primer mundo eran poco alentadoras.
El primo del pretendiente, Francesco, llegó para la boda que se iba a celebrar en La Merced y, claro, para el fiestón que se esperaba en la Sociedad Rural de Tordillo, en el vecino pueblo de General Conesa. Sin embargo, inexplicablemente, fue alojado en la casa de don Echeverry, el jefe de guardaparques de Lavalle, sobre avenida Mitre.
En la radio la polémica se instaló. ¿Por qué el tano no se quedaba en Madariaga si Ernesto era de allá? ¿O en Conesa, si allí sería la fiesta? Había que minimizar riesgos y los tanos, por definición, eran riesgosos. A nadie le importaba si eran de la Lomabardía, donde picaba fuerte el bicho, o si eran de Calabria, como Francesco, donde la cosa estaba más tranquila. La información, en estos casos, solía ser una de las primeras víctimas.
El Dr. Arizmendi, intendente de Lavalle cortó por lo sano. Citó a conferencia de prensa. En la sala, los dos movileros de las dos radios y la cronista del semanario local con estricta separación de un metro. Quiso llevar calma a la población. Y en buena medida lo logró. Comunicó que el tano sería conducido en una finca familiar en General Guido. No iría al servicio religioso en La Merced y solo iría a la fiesta. En un auto particular, se sentaría solo y tendría un mozo propio, con guantes y barbijo. El tano también, por supuesto, vestiría todas las medidas de higiene necesarias.
La tranquilidad volvió por unas horas a los bancos de la plaza del pueblo. La cuestión pasó a ser abordada en los últimos quince minutos de la programación radial. Y el alcohol en gel volvió a tener stock en la única farmacia lavallense.
La paz no podía durar demasiado mientras transcurriera la peste. La prensa volvió a abordar el tema como una cuestión política, casi judicial. La intendencia de General Guido había enviado una carta documento al municipio de General Lavalle, con el fin de retractar la medida. El problema era de Lavalle. Guido no tenía por qué hacerse cargo del muerto.
¿Muerto? Si nadie estaba muerto. Ni siquiera infectado. Pero el drama ya había ascendido a estaturas escalofriantes. Se hablaba que el sistema sanitario local no cubriría la demanda y la farmacia, ya había quedado demostrado, no lograría un adecuado abastecimiento.
El sentimiento guidense empezó a aflorar como en viejas epopeyas años ha. No lo iban a permitir. Qué se creían. El gerente del correo sucursal General Guido, don Achával, visitó a don Velázquez, el viejo dueño del polirrubro Buena nueva. Le comió el coco. A Guido nadie lo iba a llevar de la rastra. Armaron una reunión en el correo. Invitaron a don Ricardo, dueño de la Panadería Don Ricardo y a Sergio, dueño de Gomería Sergio.
La propuesta fue de Achával pero no hubo desacuerdos. Había que cortar por lo sano. Crearon el Comité de Autodefensa de Guido contra la Epidemia. Las siglas daban para CAGE pero resolvieron ponerle CAGUE. La primera misión estaba clara. Hacer respetar a Guido. Los cuatro presentes lo entendieron perfectamente sin siquiera decirlo. Había que deshacerse del tano.
Quedaron en encontrarse el viernes por la mañana en el correo, justo el día anterior al casamiento. Sergio llegó con su rifle 22 Browning de palanca, colgado del hombro por la correa. Tal como habían quedado. Ricardo llevaría su Fiorino y, juntos, le harían la visita al tano.
Llegaron como pudieron, por el par de surcos de huella de tractor sobre el camino embarrado. Un viejo casco rosa pálido se divisaba a lo lejos, una vez atravesada la tranquera. Cuando la Fiorino se acercaba un hombre fornido y de cabello ensortijado salió al encuentro. Estaba envuelto en un mameluco blanco, llevaba guantes de latex azules como manos y el rostro, se escondía detrás de un barbijo blanco.
Ricardo clavó el freno y bajó. El resto hizo lo propio. De la caja del utilitario saltó Sergio y cargó el Browning al hombro. El hombre, al ver el caño apuntándole, quiso correr. Ni bien giró, se escuchó la estampida. El hombre cayó. Seco. Como el eco, detrás del humo del 22. Corrieron hasta el cuerpo sangrante que ya no respiraba. Sergio no lo dijo pero sacó pecho como un barco. Su notable puntería había ganado fama en los torneos de caza de la costa.
Al llegar, otro hombre de bermuda de lino beige, remera de algodón blanca y franciscanas de cuero marrón, de barba recortada a la moda y cabeza rasurada a cero salió portando unos Ray Ban indesmentibles, legítimos.
Dijo algo ligeramente inentendible. Sergio solo entendió catzo. O sea, algo en tano. Había ocurrido un gran equívoco. El hombre que yacía de cara al sol y al cielo diáfano no era el blanco acordado. Se miraron y hubo gestos de reproche indisimulados hacia Sergio.
Hubo un momento de silencio. La duda llegó a instalarse. ¿Habían matado a un médico? Y ¿ahora? Limpiar a un tano de mierda en el culo del mundo era una cosa. ¿A quién carajo le iba a importar? Pero asesinar a un doctor. La pucha.
-En qué quilombo nos metimos. –Dijo Sergio.
-No. -Le contestó Achával a Sergio.- Te metiste.
Sergio revisó los bolsillos del hombre caído. Ahí estaba su pasaporte bordó. Venezolano. Uno menos, pensó Sergio.
Se volvieron a mirar. Se estudiaron. Sergio levantó el rifle y apuntó hacia Achával.
-¿Sabés qué les pasa a los tibios? –Le preguntó mientras Achával levantaba las dos palmas y empezaba a sudar mares.
-…
-Ya lo sabés. No es tiempo para dudas. –Giró el caño hacia a la derecha hasta encontrar al tano. Un segundo habrá demorado. A lo sumo dos. Descargó.
La bala entro limpia en el centro exacto de la frente.
-Muerto el perro se acabó la rabia. –Sentenció Sergio ante la mirada aterrada de los demás. –Vamos.
Enfilaron hacia la Fiorino y volvieron al pueblo. Cuando llegaron a la plaza y la paz parecía volver a instalarse en cada uno de ellos y en los pueblos de los generales, don Velázquez, notablemente cansado exclamó:
-¡No!
-¿No qué? –Interrogó Achával, extenuado, con un pie afuera del utilitario.
-Lo escuché anoche en el noticiero. Qué mala pata.
-¿Qué cosa dice, don Velázquez? –Inquirió Ricardo.
-El muerto sigue contagiando. Después de muerto. La peste sigue en el fiambre. –Los miró a todos. Uno por uno. Sergio volvió a empuñar el 22.
-La rabia nunca murió cuando mataron al perro -alcanzó a decir don Velázquez, mirando hacia los plátanos de la plaza vacía, antes de escuchar el tiro del final. De su final.
Historias de cuarentena (7)
La enfermera, por Ricardo Dios
Se puso el traje de enfermera que usaba cuando era más joven para divertirse con Santiago en la cama, lo encontró después de ordenar por tercera vez el ropero. Estaba un poco amarillento y todavía le entraba. Felipe tenía 38 de fiebre y estaba asustado. Yanina se apareció de enfermera en su cuarto y a Felipe se le iluminó la cara. No había tenido tos aunque le dolía un poco la garganta. Estaban encerrados los cinco hace 2 semanas, la beba, Juana que recién empezaba primer grado y Felipe que había empezado 4to.
Juana se puso el delantal que apenas había estrenado en el colegio, dijo que ella también era enfermera y se puso al lado de Yanina. La beba dormía en el moises en el cuarto de su mamá y papá. Santiago ya le había tomado la fiebre 7 veces desde que se despertaron.
Estaban les 4 en la habitación de Felipe y Juana.
- No puede tener el virus, estamos acá guardados hace mucho- dijo el papá.
- Vos vas al chino dos veces por día, Santiago, te haces el boludo y tiras la basura cuando la bolsa no está llena, cualquier excusa usas para salir a la calle, el bicho puede estar en la suela de tus ojotas o en el sachet de leche.
- Pero no es así, estaría todo el barrio contagiado ya.
Felipe empezó a toser. Santiago dio un salto hacía atrás. Yanina alejó a Juana, metió la mano en su bolsillo y sacó un barbijo.
(Se acordó de cuando jugaban con Santiago, él era un enfermo que casi no podía mover las manos y tenía que hacer todo con la boca, el barbijo se lo sacaba con los dientes. Eso la calentaba mucho).
Acarició a Felipe y le pidió a Santiago que llamé al 107. Apretó el alcohol en gel y no había más. Pateó con furia una pelota de plástico y volteó la casita de las Barbys. Matilda, la beba, se despertó y empezó a llorar.