Escribí una crónica. La subieron acá.
Felicidades
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En unas horas arranca un nuevo juicio por las atrocidades cometidas en la Ex ESMA. Con todas las garantías que ofrece el Estado de Derecho, decenas de genocidas deberán compadecer ante la Justicia. Como siempre, esperamos que alguno de ellos aporte información con respecto al destino de los desaparecidos o los bebes nacidos en cautiverio.
El portal Diario Registrado nos publicó un artículo en relación al juicio que, un compañero, definió como el más grande de la historia.
Acá, la nota.
mario masachessi, de la señal tn, relata con tono exhultante
y descripciones mediocres, ni una pizca de vuelo,
lo que todos podemos ver por la televisión.
la marea de miles de manifestantes que avanzan sobre la avenida santa fe
representan a la argentina que venimos dejando atrás
de la mano del esfuerzo y la lucidez de un descomunal matrimonio político
por los que otra clase media o alta de cualquier sociedad occidental del planeta tierra pagaría millones.
cuesta contar hasta diez, fumarse el odio que nos infecta la sangre;
mi hermano dice que está bien odiar un poco
pero, ojo, dice, lo que hace realmente mal es vivir con odio.
yo no vivo con odio
por el contrario, soy un afortunado,
después de tantos años de frustración
irrepresentado en lo público
hoy celebro nuestro presente, todos los días en el trabajo
junto a mi hijo en tecnópolis, los fines de semana con el futbol para todos,
en cada acto de gobierno en el que CFK le dirige la palabra a su pueblo;
pero insisto: me dan asco.
¿soy intolerante? sí.
los intereses de clase son irreconciliables;
la historia de nuestro país se sigue dirimiendo entre
los que bregamos por un país inclusivo
y entre aquellos que prefieren una patria de rodillas ante los grupos de poder.
el odio me gana la sangre por culpa del sistema de medios opositor
los perversos que deciden el rumbo editorial de cada noticia de los cientos de replicadores que tienen diseminados, como minas irakies, en todo el territorio;
ellos son los verdaderos enemigos de los intereses nacionales
lamento que falte tanto, en los grandes centros urbanos, para ganar la batalla cultural
se han ganado importantes disputas,
pero evidentemente, falta.
la señal tn no les ofrece más el micrófono
a los manifestantes.
se sabe, las animaladas piantan adhesiones, y votos.
que la sigan caceroleando.
nosotros marchamos durante treinta y cinco años
para exigir perpetuas y cárcel cómun.
son las reglas del juego democrático:
armen, caceroleros, una fuerza política,
organícense,
elijan una conducción,
generen comisiones,
lanzen la agrupación,
difundan sus ideas y su programa de gobierno,
hagan alianzas,
consigan financiación,
recorran barrios, comunas, ciudades, provincias
universidades, gremios, asociaciones empresarias,
el país entero,
ganen una dos, tres, cuatro, cinco, cien elecciones,
y ahora sí, decidan el rumbo de nuestra patria.
y agradézcanle a dios que nos gobiernan dirigentes democráticos
porque otros, cientos de ellos, miles,
fueron bombardeados, encarcelados, torturados, fusilados, desaparecidos,
por luchar por el país que sonában para ellos y sus hijos.
nosotros, el campo nacional y popular,
vamos a seguir profundizando
de la mano de nuestra conductora
a quien admiramos, y amamos,
con la alegría de los pueblos que vencen
y hacen historia.
Cuando le pedí un cuento para la revista Kranear no puso ni un solo reparo. Generoso y efusivo, me dijo que me daría uno que formaba parte de un libro de cuentos que Alfaguara le editaría a mediados del año siguiente. “Te lo doy de corazón, hermano”, escribió en el correo electrónico. La primavera ya le había cambiado la cara a la ciudad de Buenos Aires, y él estaba armando las valijas para pegar la vuelta desde Alemania, donde había vivido varios meses, becado por su editorial, para que dedicase diez o doce horas por día a la escritura.
De repente el cierre del número se nos vino encima. Y nos faltaba su relato.
Lo perseguí durante varias semanas. No atendía el teléfono. No contestaba los mensajes. Entonces decidí ir a tocarle el timbre a su casa, en la Paternal. Estaba dando una clase. Me llamó con un grito, para que pasase. Frente a su docena de alumnos, me agarró la cara con las dos manos, y me abrazó con ganas. Me invitó a que me quedase. En un momento le hizo una devolución muy dura a uno de sus alumnos. Yo hubiese llorado de la frustración, pero el chico de rulos recibió las observaciones con entusiasmo. Cuando terminó la clase fuimos a comer a la parrilla de la esquina. Vinieron tres de los alumnos y allá se sumaron dos personas más. Una hora y media después, me levantaba de la silla, le agradecía de mil maneras su aporte para la revista, y él, centro absoluto de atención durante toda la cena, me volvió a abrazar. “El agradecido soy yo, compañero”.
Pablo Ramos, dos días después, me envió el cuento por correo. Le pregunté si no haría falta que firmásemos algún papel por los derechos de autor. “Cualquier problema yo me hago cargo”, aseguró.
El cuento se llama “La historia de la música”. Lo leí en formato digital, ni bien abrí el correo. Es uno de esos relatos en los que Ramos despliega toda su ternura. Una ternura conmovedora. Trata de un chico de unos doce años que después de una serie de frustraciones que lo van convirtiendo en un ser desdichado, de casualidad, e inesperadamente, descubre que tiene una talentosa capacidad para imaginar. En el cuento, el narrador dice: “mi capacidad de imaginar lo más difícil de imaginar: la verdad que le falta a la realidad”. Y en ese talento, el protagonista descubre su vocación de escritor. Y ese convencimiento lo transforma en otra persona.
“La historia de la música” salió publicado en la sección “Literanacional” del número 3 de Kranear, y al tiempo, tal cual había dicho Ramos, dentro del nuevo libro de cuentos del autor de Sarandí, llamado “El camino de la luna”.
El libro tiene la misma potencia que toda su obra. Varios de los relatos están narrados por el mismo alter ego literario de Ramos: Gabriel. Y no se guarda nada. Es implacable. Sin otra moral que sus propias convicciones, Ramos conjuga los relatos de vida de sus personajes marginales con una serie de reflexiones que te obligan a replantearte hasta tu nombre de pila. En una playa del noroeste brasileño, en un tren en las afueras de Berlín, en un pozo de un puente de Valentín Alsina. Lo misma da.
Ramos te vapulea porque escribe desde las tripas.
La primera vez fue en septiembre del 2001. Me agarraron desprevenido mientras esperaba, sin saber dónde meter las manos, que trajesen la torta con las velitas. Cuando los Hijos con los que estaba entonaron el feliz cumpleaños con la melodía de la marcha peronista sentí el galope de mi corazón dentro del pecho. Con el paso del tiempo, atesoré aquel momento como uno de los más intensos de mi paso por la agrupación. Mi padre Ricardo militaba en Montoneros, al igual que los padres y las madres de esos hijos peronistas. Y aquella comunión de brazos levantados y ojos humedecidos significaba, para todos y todas los que estábamos en aquel local, un homenaje a nuestros padres y a la lucha que habían emprendido a favor de un país más equitativo. También implicaba fortalecer la trinchera desde la que resistíamos el avance del hambre, la entrega y la represión de aquellos años.
Hace unos días cumplí años.
Por la tarde, y luego de una importante actividad fuera del ministerio, mis compañeros y compañeras de trabajo llegaron todos juntos a la oficina. Me agarraron desprevenido, mientras atendía un teléfono. El que encabezaba el grupo traía entre sus manos una torta de manzana con una vela prendida en el centro. Todos entonaban el feliz cumpleaños con la melodía de la marcha peronista.
A la noche, en casa, y junto a mi familia, se volvió a entonar el cumpleaños con la maravillosa música (era predecible que así sucediese; no hubo sorpresa).
Entre uno y otro cumpleaños, nuestro país parió al kirchnerismo. Y a muchos de nosotros ese inesperado nacimiento nos cambió la vida. También los sueños, que dejaron de ser inalcanzables, y empezaron a materializarse en la felicidad del pueblo. Las conquistas se van acumulando, como los años, y nosotros, todos los días y ante cada celebración, volvemos a entonar la marcha, resignificándola, actualizándola, y anexándole, al final, una última estrofa, propia de nuestra generación .
Gacetilla de prensa
El ciclo de lecturas "Más Poesía Menos Policía" se presentará, el sábado 01/09/2012, en el Espacio Cultural Nuestros Hijos, dentro la Ex ESMA, en el barrio de Núnez.
Será la edición número XVII del ciclo, y contará con la presencia de los poetas y narradores Hernán Vanoli, Esteban Castromán, Gael Policano Rossi, Julieta Mortati y Clara Muschieti. Para el cierre, cantará Juan Regidor.
MPMP nació en el año 2008, y desde aquel momento se ha presentado en una docena de oportunidades en distintos puntos de la ciudad de Buenos Aires, la ciudad de La Plata, las provincias de Santa Fe y Santiago del Estero, y también en el Uruguay, entre otros lugares.
A finales de septiembre MPMP participará, por primera vez, del prestigioso "Festival Internacional de Poesía de Rosario 2012".
Sus creadores definen al ciclo MPMP como "la búsqueda de un espacio para que poetas y narradores lean fragmentos de su obra", y afirman que el nombre lo eligieron "para generar un contraste con las voces desmesuradas". "Aspiramos", dicen, "a que los versos y los relatos expresen sentidos", y a "construir una propuesta social y colectiva", ya que entienden "que el hombre trasciende en comunidad, nunca solo".
Tuve el privilegio de escribir un relato en el Ni a Palos que el fin de semana salió a la calle dentro del Miradas al Sur.
Y el tema que me pidieron tiene una profunda huella en mi vida. La consigna fue la siguiente: "una miscelánea del ascenso de River".
Acá está la nota.
Gracias Martín Rodriguez.
1) En el invierno del año 2000 fui a ver a la Bersuit Vergarabat al estadio de Obras. Esa noche presentaban los temas de su último disco: Hijos del Culo. Fui con mi ex mujer a la platea. Teníamos una vista ideal del escenario, de las tribunas de los costados y, en especial, del piso, o campo, donde estaba la monada. Éramos unas seis mil personas. Creo que todavía no se usaban las bengalas, pero sí los trapos, que se colgaban por todos lados, tal cual hacemos en las canchas o desde hace un tiempo para acá, en los actos políticos ¡oficialistas! Hacía mucho calor y los abrigos los teníamos sobre las piernas. Un par de minutos antes de que empezase el show, me llamó la atención un hombre mayor, corpulento, que estaba tres asientos a mi izquierda. Tenía la cara de Gustavo Cordera. Me acerqué. Era el padre. Charlamos unos minutos. La carrera que estaba haciendo su hijo le inflaba el pecho de orgullo. “Pero yo sigo al frente de la óptica familiar, en Wilde”, avisó. Le conté que era el bajista de Brote, la banda en la que tocaba junto a Ramiro, uno de mis hermanos. Le pregunté si le podía acercar un disco. “Sí, pibe. Yo se lo doy a Gustavo”, prometió. Cuando volví a mi asiento, mi ex estaba de mal humor. Por celos, u otra cosa. Recién a la media hora del show me permitió agarrarle la mano. “Se viene el estallido”, anunciaba un Pelado inflamado de pasón, desde el escenario, en la recta final del recital. Obras era una caldera. Teníamos menos de treinta años y terminaba la década del 90. El hombre de canas que unos minutos antes me anotaba en un boleto la dirección de su negocio, ahora aplaudía, emocionado, la legitimidad de una banda que expresaba el cuerpo y la voz de una época marcada por la indignación y la desesperanza.
2) Hace una semana fui a ver a la Bersuit Vergarabat al Luna Park. Tocaban los temas de su primer disco sin el Pelado Cordera, que decidió armar su proyecto solista. La banda celebraba, también, sus veinticinco años de carrera. Los mismos músicos, la misma entrega, la misma familia, la misma amplitud artística. Fui con mi hijo, mi hermano Ricardo, mi sobrino, y una pareja amiga. Pasamos los molinetes y un acomodador nos llevó hasta las plateas que habíamos comprado en internet. Cuando la banda tiró el primer acorde mi hijo se sobresaltó. El sonido llegaba fuerte y sucio. Conocíamos casi todas las canciones de la discografía por haberla escuchado en el auto, pero no los temas nuevos. El asombro y la excitación de mi hijo se diluyeron a la hora de recital. Le dije que se durmiese. Quería irse. Estaba cansado. No negocié, y al rato se durmió sobre mis piernas. Me emocioné tres veces hasta las lágrimas. En silencio, y con un nudo en la garganta. No tuve claro por qué. Las canciones y los ritmos de la Bersuit me acompañaron durante los últimos quince años, y ahora estaba ahí, con mi hijo, que dormía, abatido por la energía de los ocho años, mientras yo le acariciaba la cabeza. Al rato me desabrigué, aplaudí, chiflé y salté junto a mi familia, en especial, cuando ya terminaba el recital, y los cantantes de la banda emularon al canillita de la formidable chacarera “La argentinidad al palo”, que enumera, uno a uno, los momentos más tristes y vergonzosos de nuestra historia, con una última actualización que refleja las conquistas de la nueva era (aplaudida por todo el estadio): la mención para Néstor, cuando ordena bajar el cuadro de Videla.
Al ver la velocidad con la que jugaban los dos brasileños y la excitación que tenían los otros cuarenta que aplaudían y cantaban a su alrededor, dejé de dudar: no iba a entrar. Aliviado con la decisión, subí a la glorieta. De ahí veía los puestos anaranjados de la feria, los árboles, el azul del cielo, una avenida a lo lejos, y abajo tenía, a dos metros de distancia, la roda. Los mestres que habían llegado de San Pablo, Bahía y Río, tocaban los berimbaus, atabaques y pandeiros, y un joven graduado de cordel marrón, negro y calvo, que la tarde anterior nos había dado una clase dentro de un gimnasio de básquet, cantaba meu, meu berimbau, vai tocando dimdim, pedindo paz. Todo el resto, bailaba, aplaudía y saltaba, contestando los coros: pedindo paz. La mayoría tenía ropa blanca, pero muchos vestían remeras de sus grupos en las que resaltaban los verdes, rojos y amarillos. Hacía calor. De los doce que habíamos viajado en representación de Capoeira Baires, sólo Macaco Branco tenía condiciones para entrar a jugar. Ahora estaba arrodillado al pie de los berimbaus. Cuando le llegó el turno, se metió. Tenía la agilidad de un gato, entendía el juego del amague a la perfección, y era rubio. Su contrincante era un mestizo de pectorales de gimnasio que se hamacaba con destreza, pero que le prestaba demasiada atención a la tribuna. Macaco amagó que lo acorralaba por la izquierda, el otro quiso salir con una medialuna por su flanco derecho, y nuestro compañero le marcó una de sus orejas con el empeine de su pie derecho. Cuando Macaco volvió al centro de la roda, lo esperaba el hijo mayor de Elias, el Mestre que dirigía la escuela de capoeira anfitriona, llamada Senzala. Nuestro Mestre se llamaba Cari, y ahora estaba a un costado de uno de los panderistas, murmurando los coros, pero atento a los movimientos de su alumno estrella. De repente, Elias frenó la roda con un grito. Lo último que se escuchó fue un golpe seco sobre el parche del atabaque. En el aire quedó flotando el murmullo carioca de la feria y el aleteo de una bandada de loros que remontó vuelo. Michel se despegó de Macaco, y se puso de pie. Lo había hecho caer y le estaba aplicando en el brazo una llave de otro arte marcial: el Jiu Jitsu.
Durante aquel año 1999 todavía no me había acercado a la capoeira Angola, que es más lenta y espiritual, sin tanto firulete ni contacto. Sí lo hice algunos años después, de la mano de un amigo que me había hecho en Capoeira Baires, que hoy vive en el monte catamarqueño. A nuestro Mestre Cari se lo había devorado el 2001, y yo, que ya era padre, me acercaba a la escritura, sin saber, a su vez, que algunos años más adelante profundizaría otro costado de mi vida hasta aquel momento aparentemente adormecido: la política.
En los casi cuatro años de vida de Más Poesía Menos Policía produjimos 12 volúmenes y 3 Ediciones Especiales. Nacimos en el otoño del 2008, en un PH con aires de familiaridad del barrio de Belgrano que bautizamos como la "Sinagoga del Rock". Y luego, nos embacaríamos en una gira sin micro ni instrumentos pero sí colmada de adrenalina y expectativas. Llevamos poemas, canciones, fotos y trabajos plásticos a una preciosa biblioteca de la Alianza Francesa, un exclusivo y cálido caserón de Colegiales, y a un bar de una oscura esquina de Barracas. Al Espacio Cultural Nuestros Hijos que las Madres tienen dentro de la Ex ESMA, fuimos tres veces. Una vez hicimos la presentación dentro de un circo, en San Telmo, entre monociclos y trapecios. Y también estuvimos en la imponente Tecnópolis. Salimos de la Capital, una noche de lluvia, para ir a un frio centro cultural de la Plata, o en banda, con amigos y escritores y fotógrafos, a la casa de un hermano en Rosario donde se leyó poesía y luego hubo fiesta. Incluso, un fin de semana, nos internamos en el caluroso Santiago del Estero.
Pero nunca habíamos llevado el ciclo a un Palacio Legislativo.
Con el kirchnerismo todo llega, dijo una vez mi hermano Ricardo. Y la afirmación, creo yo, viene ganando espesor, a pesar de las aparentes turbulencias, con el paso de los minutos, las horas y los días.
Acá, entonces, la crónica del paso de MPMP por la Legislatura porteña.
MPMP llega a la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, de la mano de la Presidenta de la Comisión de Derechos Humanos, la legisladora Gabriela Alegre, a 36 años del golpe genocida del 24 de marzo de 1976.
Acá, todos los datos de una nueva edición del ciclo que ya tiene más de tres años de vida.
En el marco de una serie de encuentros denominados "Ficciones en el Centro", los organizadores convocaron a un primer invitado que tengo la suerte de conocer: Leopoldo Brizuela. Van a charlar acerca del arte de narrar, y Leo tiene mucho para contar, ya que escribe sin parar, como si las palabras no le diesen respiro. Sú último libro tiene casi 1000 páginas. A modo de partido preliminar, o banda soporte, o plato de entrada, yo voy a leer durante algunos minutos.
A Leo lo conocimos en Casa de Letras. Fue uno de nuestros maestros. Al tiempo, se sentó uno de los dos amigos que se sentaron a mi lado para presentar "Fogonazos". Trabajó mucho tiempo al lado de las Asociación Madres de Plaza de Mayo, y una de las tantas veces que a Hebe la apedrearon desde los medios opositores, nos ofreció un maravilloso texto para la revista de la organización kirchnerista en la que militabamos en aquel tiempo.
Ahí estaremos, entonces, en el Centro Cultural de la Cooperación.
El jueves primero de marzo tuve el privilegio de cubrir para el diario Miradas al Sur una actividad que tenía un invitado de lujo: Baltasar Garzón.
A Leticia Martín la conocí en el invierno de 2011, durante la presentación de un libro, en "FM La Tribu". Nos presentó Leonardo Oyola, un fantástico narrador de policiales lleno de generosidad.
Leticia es poeta y narradora. Escribe mucho, todos los días. Trabaja en un lugar fascinante como comunicadora. Es una apasionada de las palabras y las ideas. Tiene dos blogs. En uno describe y desmenuza y hechiza la cotidianeidad. En el otro, reseña los libros de los colegas que vienen produciendo literatura desde hace un par de años.
La semana pasada nos encontramos en su trabajo, y al borde de una baranda de madera lustrada, en el primer piso de un patio cerrado, le regalé un ejemplar de Fogonazos.
Ayer subió su reseña.
Gracias, compañera.
Lateral Oeste
La feria funciona sólo los fines de semana y siempre y cuando no llueva. Nace en Pairossien y Melián, frente a la puerta de un barcito con nombre pomposo (“FM Cofee Resto Bar”), recorre cien metros de la calle Roque Pérez, y muere en la avenida García del Río, en la entrada de otro local, llamado “Adaggio”, que ocupa toda la esquina, y que ofrece unas diez mesas para sentarse en la vereda, al sol, para comer torta, leer La Nación y atar la correa del caniche blanco a la pata de la silla con respaldo de cuero.
En el 2001, recuerdo, muchos vecinos del parque traían sus pertenencias dentro de una sábana, o en una valija, y las tendían sobre el césped, o la tierra, sin ningún tipo de organización y a cualquier hora. Herramientas, vajilla, ropa, discos, libros y hasta objetos personales como un portarretratos. Todo lo que hubiese en casa y que pudiese tener un valor para un tercero se ofrecía en ese costado del parque, quedando al desnudo la cruda desprotección que cientos de personas –la mayoría de ellos jubilados- sufrían por aquellos días de desconsuelo. Desde hace un par de años, a través de la regulación del gobierno de la Ciudad, el feriante cuenta con la posibilidad de ofrecer su mercadería en uno de los casi cien puestos que unos muchachos arman con sus propias manos los viernes a la noche. Desde las primeras horas del sábado, entonces, y hasta el atardecer del domingo, la familia puede pasear para un lado o para el otro debajo del extenso techo de media sombra de color azul, comer un súper pancho en un carrito que siempre tiene sintonizado un partido de fútbol, comprar a bajo costo un helecho para el balcón, una remerita trucha del Manchester United para el sobrino o nieto, una artesanía para decorar el departamentito de Las Toninas, bombachas, calzones o medias, juguetes, o dejarle a un silencioso matrimonio boliviano el par de zapatillas Nike para que les peguen la suela o revistan algún agujero con un retazo de cuero. Uno puede, también, bajo la densa atmósfera que flota entre los puestos, cruzarse a un amante, a un viejo compañero de oficina, o al vecino con el que hace dos años atrás casi se arruina a trompadas por una cuestión doméstica.
Alejo y Alegría
Hace un tiempo, y por medio de la pelota (es irresistible esa insinuación cargada de inocencia y deseo que largan los chicos cuando se paran a un costado: “¿puedo jugar?”), con Santino nos hicimos amigos de un chico de diez años: Alejo. Con la piel del color del río Paraná, un corte de tipo tasa que le caía en forma de flequillo sobre los ojos negros, delgado, y no muy alto para su edad, a fuerza de tacos y una pegada que siempre terminaba inflando la red, enseguida se convirtió en referente de mi hijo, que al poco tiempo empezó a preguntar por él en la semana. Cuando lo volvíamos a encontrar Santino lo enaltecía, y hasta una vez le dio un abrazo. Una tarde le pedimos el teléfono y al otro fin de semana lo llamamos a la casa para ir a verlo jugar con la camiseta de su club, All Boys de Saavedra. Fuimos el domingo, temprano. El partido era por los puntos y se jugó con una presión que mi hijo ni siquiera pescó. Alejo la rompió, y le dedicó uno de sus goles a Santino, acercándose al trote hasta nuestro banco, y ofreciéndole un choque de palmas. Ni su madre ni sus hermanos lo habían ido a ver. Después del partido lo invitamos una coca en el buffet, y se la pasó detallando los privilegios que el profesor tenía con él, a diferencia del resto, por ser el astro del equipo (por ejemplo, ir a buscarlo en su coche cuando jugaban de visitante). El tiempo pasó, y no lo volvimos a ver. Hasta que hace unas semanas, cuando el invierno le dejaba paso a la primavera, lo cruzamos cerca de la feria. Iba con cuatro vaguitos más, todos vestidos de pies a cabeza con los colores de sus clubes. Él no me vio, pero yo pesqué cuando lo individualizó a Santino, que iba picando la pelota contra el suelo, y sin el más mínimo gesto de duda, dio vuelta la cara y siguió su camino.
Esta vez la pregunta la hice yo: “¿querés jugar?”. También tenía diez años. Se llamaba Alegría y toda su belleza se sintetizaba en las colitas de caballo que le colgaban del pelo recogido y, en especial, en la libertad y el desconcierto que irradiaban sus ojos verdes esmeralda. Tenía puesta una remerita de color claro, una pollerita de jean y zapatillas de tipo botita. En un rato anochecería pero ella no tenía ningún apuro. Pateó y atajó sin mucha idea pero sí con mucha voluntad. Santino la miraba con una expresión grave, cargada de asombro. Cuando le dije que íbamos a andar unos minutos en patineta, se quedó estacada en su lugar, sonriendo. “¿Venís?”. Caminando por unos los senderos, a espaldas de Santino, me contó que iba a quinto grado, que tenía dos hermanos, que sus padres estaban separados y que la pareja de la madre no la quería. “¿Por qué?”. “A veces me pega”. La noche ya había ganado el parque y sólo se veían algunas parejitas, gente paseando a sus perros, y algún rezagado que tocaba la guitarra. Le pregunté si quería que la llevase a su casa. Aceptó, resignada. En el auto no intercambiamos una sola palabra. Cuando bajó frente al portón de su casa, a pocas cuadras del parque, se bajó a toda velocidad y nos despidió sin mirarnos. Mientras retomaba hacia mi casa, me imaginé al hombre de la casa abriendo la puerta, avanzando hacia el coche, agachándose frente a la ventana, y en cuestión de segundos, sacándome del auto y rompiéndome la boca por violador. Santino, que iba en el asiento de atrás, seguramente hubiese sido mi más potente coartada, pero de todas maneras, suspiré cuando nos habíamos alejado. Nunca más volvimos a ver a Alegría.
Centro de gravedad
En el medio del parque la superficie de tierra sufre una elevación que en su punto más alto tiene algo menos de dos metros de altura en relación al resto del perímetro (1.6 kilómetros). Desde ahí se puede apreciar toda la extensión del predio, hacia el este, el oeste y el sur. Y más lejos se puede ver aún, si uno pega un salto sobre una alcantarilla de un metro cuadrado del que a veces salen gases húmedos provenientes del arrollo Medrano (el segundo en importancia en la ciudad, entubado a finales de los años 80), que atraviesa todo el parque y sigue su curso por debajo de la avenida García del Río en su versión cola de vestido de novia, o boulevard, en busca del río de la Plata. Ese punto privilegiado del parque es el predilecto de las parejas, músicos y malabaristas. También de los perros y sus dueños. Cuando llueve, desde esa lomada, el agua baja arrastrando pasto seco, caca de perro y colillas de cigarrillo.
Cuando cae la noche
Para los desalmados, reflexivos, entusiastas de ocasión, o simplemente aquellos o aquellas que pueden o saben disfrutar de una caminata consigo mismo rodeado de árboles, el aroma del verde, el canto de los loros y hasta un grillo, la noche que ofrece el parque (cuando en el barrio bajaron los decibeles y la mayoría de la gente cierra su día frente al televisor o, con suerte, leyendo un policial islandés recostado en la cama), tiene su encanto. Uno camina por los senderos de cemento, en soledad, fumando un cigarro, pateando un pedazo de corteza, perdiendo la vista en el cielo cerrado, ensimismado en los más cotidianos pensamientos: las virtudes y no miserias de la mujer que está dejando escapar o, por el contrario, sólo en los atributos más deseables de una mujer que no nos da pelota aún sabiendo que no tenemos puntos sólidos de contacto; en todos los detalles diarios que me pierdo del crecimiento de mi hijo por haberme separado de su madre; en la satisfacción que estalló dentro de mi cuerpo por la reseña que hicieron en Radar de mi primer y único libro de cuentos editado, pero también en el deseo inagotable de atragantarme con más y más reconocimiento; las ganas de que un editor me diga “sí, dale, vamos a publicar tu novela”, que ya está escrita, corregida, y contiene dos años de trabajo y mucho corazón; el orgullo que siento por formar parte de la organización política cuyo punto básico fundamental es defender los logros y las conquistas de la era Kirchnerista; en hacer una revista tan genuina e innovadora como KRANEAR; en trabajar en el Estado Nacional en este momento bisagra de nuestra historia; en el amor y la generosidad de mis padres; en la vida y obra de mis hermanos y amigos, no tan distintas a la mía.
El Parque Saavedra del que voy a hablar es el que está entre la avenida García del Río y las calles Freire, Vilela y Roque Pérez (Capital Federal), y no el que está a unas veinte cuadras hacia el oeste, que bordea el barrio obrero que Perón construyó durante su primer gobierno. Voy a hablar del Parque Saavedra porque está a trescientos metros de la casa que compré en el 2001 junto a mi ex mujer y madre de mi hijo, que nacería en septiembre del 2003. En ese parque mi hijo se colgó con la elasticidad de un mono en un pasamanos, aprendió a andar en bicicleta y a jugar al fútbol. En ese parque toqué en vivo con mi última banda, asumí mi separación, entrené para llegar liviano a los partidos de los domingos cuando todavía jugaba al fútbol, tomé notas que terminarían convirtiéndose en cuentos, y también planifiqué, junto a uno de mis hermanos, por ejemplo, el viaje que haríamos a Cuba por los cincuenta años de la revolución.
Visto desde arriba el parque es un ovalo de tierra arbolado de diez hectáreas de extensión (la imagen satelital del Google Maps tiene unos cuarenta años). A pie se tarda unos quince minutos en darle la vuelta. Tiene cuatro plazas con juegos para chicos, una calesita, un club de bochas, un monumento, y en uno de sus vértices, los fines de semana, funciona una feria. Parte de los terrenos de su lateral noreste (del lado de la calle Freire y también Vilela) fueron cedidos, en algún momento, a una escuela pública y a una sociedad civil. En una punta hay una despensa y en la otra un kiosco, y durante los últimos dos años se abrieron cuatro bares a su alrededor. Hay presencia policial de la Metropolitana y también de la Federal. El fútbol se juega en casi todos los rincones pero también se practica voley. Muchos vecinos lo usan para trotar, caminar, andar en bicicleta, rollers, patineta, pasear bebes, o remontar barriletes. Hay gente que lleva lonas y mesas para tomar mate. Otros se tuestan al sol, leen o meditan. La clase media es mayoría y el diario más leído es el Clarín. Cada tanto toca una banda, un grupo de percusión, o se arma una función de circo o títeres. A cielo abierto, o cubiertos por la sombra de los álamos, ombúes, palmeras petisas, palos borrachos, plátanos y otros, allí se enamoran o enemistan decenas de parejas, se toma cerveza, toca la guitarra, se practica malabares o capoeira, y los pibes de Platense, siempre presentes, celan su territorio.
Lateral este
La avenida García del Río llega al parque desde el oeste del barrio, lo choca, y después de darle media vuelta sale como boulevard (otra vez visto desde arriba: formando una especie de cola de novia preciosa, con árboles y senderos y más juegos), hasta que se topa con la avenida Cabildo. El kilómetro cero del parque es donde nace el boulevard. Ahí hay una plazoletita, cercada, con bancos y luminaria propia, que los deportistas usan para estirar los gemelos y isqui0tiobiales antes o después de correr. En ese lugar hay un pequeño busto que nadie se detiene a observar: Cornelio Saavedra (1760-1829), que está flanqueado por dos ridículos animales de cemento pintados de negro: un león y un puma.
A la derecha del busto nace la parte de atrás de la escuela pública que durante todo el 2011 tuvo en una de sus rejas una lona pintada a mano por los maestros en la que le rogaban a Macri que instalase gas para hacerle frente al frío. Y es ahí, también, donde nacen dos caminitos de cemento que se internan en el parque. Fue sobre el maltratado césped que se levanta entre esos dos senderos, que una tarde calurosa de marzo sentí cómo mi corazón se desgarraba de dolor (sin vomitar ni una sola lágrima), porque ese mismo día la demasiado reciente pareja de mi ex me abría la puerta de mi ex casa, y el día anterior se terminaba para siempre una relación afectiva que yo mismo había dinamitado pero que en ese momento intentaba, con desesperación, reconstruir, no por amor, y sí por narcisismo.
A la izquierda de esa zona verde del parque, a pocos metros de García del Río (su lateral sureste), bajo dos enormes álamos, está la calesita del barrio, que no se fundió gracias a un Programa de la Ciudad con la que pudo revitalizar sus engranajes y colores, y al que alguna vez llevamos a Santino para que curta ese momento inigualable de iniciación en el que el viejo decrépito de turno te pone la sortija en la mano mientras suena una canción infantil que siempre está pasada de moda. A pocos metros de la calesita están las dos canchas de bochas en las que un grupo de jubilados, y no tanto, se pasan horas y horas apuntándole y tirándole al bochín, primero, o jugando a las cartas a la sombra, después (en uno u otro momento, intuyo, los socios juegan por plata, indemnes a cualquier situación política o social, más allá de que afecte o mejore sus propios intereses). Y detrás de una de las dos canchas, justo debajo de una pared que tiene dibujado un enorme calamar (ícono de Platense), está la única canilla del parque (con pileta y todo, para meter la cabeza).
Lateral noreste
Bajo el amparo de un pino de copa frondosa, sobre una alfombra de pasto que casi no tiene irregularidades, formé a Santino en lo futbolístico. Gran parte de lo que hoy él sabe se gestó en ese claro del parque, del lado de la calle Vilela. Desde que tiene cinco años que jugamos ahí, acompañados por la cortina de píos de los loros que anidan en la copa del árbol (“qué me importa, pá”, me dice cada vez que yo festejo el formidable canturreo de los loros). Hasta el verano pasado usábamos unos arcos de plástico, bajitos, con red, que venían muy bien para afinar la puntería, o armar partidos con equipos de dos o tres jugadores, pero ahora preparamos el arco con remeras y buzos. A pesar de su resistencia, con el tiempo fue incorporando (y disfrutando) la técnica para realizar un pase con la cara interna del botín, o dominar la pelota, o pegarle con fuerza desde media distancia con el empeine, tirar una pared, cabecear, y en el último tiempo, amagar con un movimiento de cintura y hasta tirar un lujo de Ronaldhiño (en la televisión no daban tanto fútbol como ahora, ni existía el YouTube). Varias veces me cargué en el auto a amigos suyos, o al primo mayor, e incluso vinieron a nuestra pequeña quinta colectiva algunos padres también futboleros. Ahora, que tiene ocho, el desafío es que se anime a jugar los partidos que se arman en la plaza. “Me da vergüenza”, me confesó hace unos días, después de pincharlo una y otra vez. “Jugar con papi ya no tiene gracia, pichón”, le digo. “Si jugás con los pibes que vienen al parque, después, cuando vayas a tus partidos (juega un torneo con los compañeros de su grado), a los contrarios te los comés”. Es que Santino de mi heredó, entre otras características, la timidez. Y quiero que le haga frente ahora, que es chico, y se evite las interminables situaciones de inseguridad que nos marca desde que somos chicos. Falta poco para que salte el cerco, lo sé. Tampoco lo quiero presionar ni mucho menos enloquecer. Hace unos días, en Gesell, armé un partido en la playa junto a su primo y varios pibes más grandes que él, y la rompió.
Los pibes de Platense paran en ese costado del parque, detrás de la alambrada del predio de la sociedad civil (que tiene una enorme pileta de la que sólo queda el color azul de sus paredes destartaladas, dos canchitas de fútbol, y una de básquet en la que una tarde se hizo una kermesse de la que participamos). Son muchos, y salvo un par de excepciones, muy chicos. Ellas, todavía adolescentes, ya son madres, o están por serlo. Todos tienen puesta alguna prenda del club (en su mayoría, la camiseta: marrón con una franja blanca, o viceversa). Muchos tienen motos de 100, o 125 cilindradas, con las que van y vienen al barrio Mitre, mítica villa de la zona construida hace muchos años detrás de la ex fábrica de Philips, ahora reemplazada por el mega emprendimiento para pasear, posar, y consumir, llamado Dot. Un domingo a la tarde, con el parque lleno de gente, uno que llevaba el brazo derecho enyesado, visualizó a un hombre que llevaba puesta una remera de Argentinos Juniors (club de fútbol con el que hay una pica histórica). El tipo estaba haciendo un picnic con su mujer, hijas, y otro matrimonio que también tenía nenes. El flaquito del yeso lo encaró (con otros dos atrás), y delante de todos los que quisiesen mirar, lo obligó a entregarle la remera y los lentes para el sol. A modo de cierre, antes de retirarse con la remera puesta y los brazos alzados, lo invitó a que se vaya y no vuelva nunca más, y se despidió entonando una canción de guerra del "Marrón". Pero en general hacen la suya a un costado (o en la zona de las canchas de bochas), fuman mucho porro, a veces caen con los bombos y ensayan para una murga, juegan un picadito a los gritos, y no molestan a nadie.
El martes pasado, en el momento que el sol anaranjado se hundía en el horizonte que ofrece la vista de mi departamento de Saavedra, encaré hacia el campo de deportes del club Macabi, en San Miguel, ya que Adhemar, un amigo que me regaló el fútbol, festejaba su cumpleaños. Por teléfono, dos horas antes, le había preguntado si se había puesto a pensar todo lo que había hecho en 37 años. No. No lo había pensado. Un pibe tan temperamental como sensible que a los veinticinco años ya tenía organizada una vida. Hoy está casado, con tres hijos, es el dueño de una gráfica y parte de la comisión directiva de Vélez, su quinto gran amor. Lo conozco hace quince años, cuando me sumé junto a mi hermano a un equipo de fútbol de egresados de las Escuelas ORT. Once años jugamos juntos. Yo siempre de 5, en el medio, y él de 8, o de punta. Nunca nos entendimos adentro de la cancha.
Trescientos metros después de haber subido a la Panamericana tuve que bajar la velocidad y poner las balizas porque el tráfico, en los seis carriles, estaba detenido. Ante mis ojos, entonces, se desplegó un espectacular río de luces coloradas: miles de coches, camionetas, micros y camiones (más las motos serpenteando allí donde encontrasen un lugar para avanzar), se arrastraban a paso de hombre, colapsando la autopista. Pensé en lo adelantado que estaba Cortázar al escribir "Autopista del Sur", y también en los documentales que para ilustrar el vertiginoso crecimiento de las ciudades del primer mundo proyectan imágenes como la que yo tenía del otro lado del parabrisas.
Media hora después tomaba la autopista del Buen Ayre. Y a los veinte minutos la calle Gaspar Campos, con la que atravesaría una antigua y distinguida zona de quintas y también un par de barrios humildes con calles de tierra. Cuando por fin tomé la populosa avenida Bartolomé Mitre, el paisaje había cambiado de manera notoria: estaba en una zona céntrica de San Miguel. Ya me lo había adelantado Adhemar unas semanas antes de las elecciones presidenciales del último 23 de octubre: Cristina arrasa, negro, allá está todo empapelado con su figura.
El calor de enero no aflojaba a pesar de que eran casi las nueve de la noche.
Me inquieté cuando tuve que atravesar otro barrio poco iluminado y calles de tierra a los costados. Ya lo había adelantado el cumpleañero en el correo electrónico con el que nos invitaba a su cumpleaños: “¡no sean cagones, vengan!”. Es que la mayoría de los ex compañeros de equipo tienen o alquilan casa en countrys exclusivos, apartados, a los que se llega por autopistas y calles sin pobreza a la vista. A las pocas cuadras, llegué a Macabi. Y frente al portón, sentí el mismo malestar que me aflige cada vez que traspaso los muros de un country o barrio cerrado: la crudeza de la desigualdad. Me anuncié y los nada confiables muchachos de la seguridad me tomaron los datos. Cuando la empleada me cobró veinte pesos de estacionamiento me pareció muy miserable de parte del club, pero no dije nada. Encaré, entonces, a no más de veinte kilómetros por hora, hacia los quinchos. En el camino, y entre las sombras de una noche todavía despierta, pude percibir que las casas que tenía a mi derecha eran muy parecidas a las de un kibuts, icono de la vida comunitaria israelí: todas iguales, la misma modestia, nada de ostentación. En una esquina había una pequeña bicicletería y a los costados se veían un par de canchas de basquet, voley, hockey y juegos para chicos. Espacios verdes arbolados, senderitos de cemento, todo bañado por las blanquecinas luminarias del club. Estacioné junto a los costosos autos de los chicos que habían venido al cumpleaños. En los quinchos no había nadie, y ya crepitaba el fuego con el que se estaban dorando un par de decenas de chorizos. En línea recta, y al fondo, las columnas de luz blanca de la cancha de fútbol recortaban la oscuridad de la noche. Y los gritos de los jugadores, el silencio.
El campo de juego era un lujo. El pasto había sido regado por la tarde y el denso olor de la tierra húmeda te llenaba de entusiasmo los pulmones. Como cada vez que pisé una cancha con ese nivel que roza lo profesional, aún con cuarenta años, volví a sentir esa viscosa nostalgia de no haber sido lo que siempre quisimos ser: jugadores de verdad. Jugué de 8, por la franja derecha. Y cumplí. Tuve un despliegue respetable, con ida y vuelta, e incluso me las arreglé para sacar un par zapatazos desde afuera del área, como a mi me gusta. Todas mis contradicciones, fantasmas, e incluso deseos, se diluyeron con la transpiración y el esfuerzo físico y mental de esos cuarenta minutos maravillosos.
Eran casi las once de la noche cuando recorrí los quinientos metros que me separaban de los vestuarios. En ese trayecto vislumbré los contornos del triple trampolín de cemento de la pileta del club, y otras instalaciones. Pensé en mi hijo, que tiene ocho años, y que en un lugar como ese no pararía ni un minuto. También pensé en las razones que me llevaron a no volver a armar una familia, o no tener un capital suficiente para ofrecerle a mi hijo un lugar como ése. Unos metros más adelante sonaron las voces aflautadas de un grupo de chicos y chicas de trece o catorce años que estaban tirados sobre unas reposeras.
Los vestuarios eran enormes y en la atmósfera se olfateaba esa típica nube de vapor que sale de las duchas para diez o quince tipos donde se habla de infidelidades y se hacen chistes con el jabón.
En medio del griterío, los choripanes y los vasos de plástico con vino tinto, me puse al día con el puñado de amigos con los que había jugado durante tantos años. Al resto, que eran mayoría, no los conocía. “¿Seguís soltero?”, preguntaban mis ex compañeros con una mezcla de misericordia y envidia. “¿Seguís siendo kirchnerista?”, ironizaban. De manera previsible, todos estaban tal cual los había visto la última vez, dos años antes: casados, con dos o tres hijos, y al frente de sus sólidos negocios. La sensación de cercanía que se construye por haber compartido tantas horas juntas, y en especial la pelota, seguían siendo nuestros únicos puntos de contacto. “Me cierra por todos lados que un tipo como vos pertenezca a éste club y no a otro”, le confié a un Adhemar borracho de alegría. “Vos me conocés”, aceptó, ”acá no sos dueño de una casa sino que tenés el beneficio de ingresar a una por tu calidad de socio”. Y después de presentarme a un amigo editor como “el pibe que me inspiró a escribir”, me dijo que “ahora en la casa hay como seis chicos amigos de Valentina (su hija mayor) durmiendo en los sillones del living”.
Ya eran más de la una de la mañana cuando la mayoría de los invitados se subieron a los coches para volver a la Capital Federal. Fue ahí que me di cuenta que me faltaban las llaves del auto. No las tenía en la mochila ni el botinero. En pocos segundos me atacó la desesperación. La contemplación del mundo que nos rodea ya no me parecía uno de los pliegues más interesantes de la soledad, tal cual había reflexionado durante el viaje de ida o mientras caminaba por las instalaciones del club. Ahora estaba en una encerrona angustiosa: las llaves de mi casa estaban dentro del coche y la copia de la llave del auto dentro de mi casa. Y estaba en San Miguel. Y la noche se había cerrado de manera definitiva.
Después de ir dos veces hasta el banco de suplentes de la cancha (una de ellas con varios de los pibes que dormirían en los bungalows del club), y recorrer el camino que había hecho al llegar, alguien encontró la llave dentro de la mochila (que yo había revuelto una y otra vez). Me volvió el alma al cuerpo.
Despedí con cariño y agradecimiento al cumpleañero y un par de amigos más, y salí del predio. En el barrio que rodea el portón del club, un par de pibes en cuero y con pantalones cortos volvían o iban hacia alguna parte. Un perro dormía sobre un recorte de césped de una esquina. Dejé atrás la zona céntrica, tomé Gaspar Campos, y atravesé las desiertas calles de San Miguel, apuntando en la cabeza los beneficios de andar solo, después de mucho tiempo en el que esa situación representó una amenaza profundamente temida, y a la que le escapé de todas las maneras.
El empleado del peaje de la autopista del Buen Ayre dormía con la cabeza ladeada sobre su hombro derecho. Con el auto frenado a su lado, incomodo, le tuve que tocar bocina. El hombre saltó del banquito, reacomodó la realidad en su cabeza, y me cobró. Le deseé buenas noches y en cuestión de segundos me perdí en la autopista famosa por su olor a mierda.