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Reflexiones de verano sobre el Parque Saavedra (parte I)

El Parque Saavedra del que voy a hablar es el que está entre la avenida García del Río y las calles Freire, Vilela y Roque Pérez (Capital Federal), y no el que está a unas veinte cuadras hacia el oeste, que bordea el barrio obrero que Perón construyó durante su primer gobierno. Voy a hablar del Parque Saavedra porque está a trescientos metros de la casa que compré en el 2001 junto a mi ex mujer y madre de mi hijo, que nacería en septiembre del 2003. En ese parque mi hijo se colgó con la elasticidad de un mono en un pasamanos, aprendió a andar en bicicleta y a jugar al fútbol. En ese parque toqué en vivo con mi última banda, asumí mi separación, entrené para llegar liviano a los partidos de los domingos cuando todavía jugaba al fútbol, tomé notas que terminarían convirtiéndose en cuentos, y también planifiqué, junto a uno de mis hermanos, por ejemplo, el viaje que haríamos a Cuba por los cincuenta años de la revolución.

Visto desde arriba el parque es un ovalo de tierra arbolado de diez hectáreas de extensión (la imagen satelital del Google Maps tiene unos cuarenta años). A pie se tarda unos quince minutos en darle la vuelta. Tiene cuatro plazas con juegos para chicos, una calesita, un club de bochas, un monumento, y en uno de sus vértices, los fines de semana, funciona una feria. Parte de los terrenos de su lateral noreste (del lado de la calle Freire y también Vilela) fueron cedidos, en algún momento, a una escuela pública y a una sociedad civil. En una punta hay una despensa y en la otra un kiosco, y durante los últimos dos años se abrieron cuatro bares a su alrededor. Hay presencia policial de la Metropolitana y también de la Federal. El fútbol se juega en casi todos los rincones pero también se practica voley. Muchos vecinos lo usan para trotar, caminar, andar en bicicleta, rollers, patineta, pasear bebes, o remontar barriletes. Hay gente que lleva lonas y mesas para tomar mate. Otros se tuestan al sol, leen o meditan. La clase media es mayoría y el diario más leído es el Clarín. Cada tanto toca una banda, un grupo de percusión, o se arma una función de circo o títeres. A cielo abierto, o cubiertos por la sombra de los álamos, ombúes, palmeras petisas, palos borrachos, plátanos y otros, allí se enamoran o enemistan decenas de parejas, se toma cerveza, toca la guitarra, se practica malabares o capoeira, y los pibes de Platense, siempre presentes, celan su territorio.

Lateral este
La avenida García del Río llega al parque desde el oeste del barrio, lo choca, y después de darle media vuelta sale como boulevard (otra vez visto desde arriba: formando una especie de cola de novia preciosa, con árboles y senderos y más juegos), hasta que se topa con la avenida Cabildo. El kilómetro cero del parque es donde nace el boulevard. Ahí hay una plazoletita, cercada, con bancos y luminaria propia, que los deportistas usan para estirar los gemelos y isqui0tiobiales antes o después de correr. En ese lugar hay un pequeño busto que nadie se detiene a observar: Cornelio Saavedra (1760-1829), que está flanqueado por dos ridículos animales de cemento pintados de negro: un león y un puma.

A la derecha del busto nace la parte de atrás de la escuela pública que durante todo el 2011 tuvo en una de sus rejas una lona pintada a mano por los maestros en la que le rogaban a Macri que instalase gas para hacerle frente al frío. Y es ahí, también, donde nacen dos caminitos de cemento que se internan en el parque. Fue sobre el maltratado césped que se levanta entre esos dos senderos, que una tarde calurosa de marzo sentí cómo mi corazón se desgarraba de dolor (sin vomitar ni una sola lágrima), porque ese mismo día la demasiado reciente pareja de mi ex me abría la puerta de mi ex casa, y el día anterior se terminaba para siempre una relación afectiva que yo mismo había dinamitado pero que en ese momento intentaba, con desesperación, reconstruir, no por amor, y sí por narcisismo.

A la izquierda de esa zona verde del parque, a pocos metros de García del Río (su lateral sureste), bajo dos enormes álamos, está la calesita del barrio, que no se fundió gracias a un Programa de la Ciudad con la que pudo revitalizar sus engranajes y colores, y al que alguna vez llevamos a Santino para que curta ese momento inigualable de iniciación en el que el viejo decrépito de turno te pone la sortija en la mano mientras suena una canción infantil que siempre está pasada de moda. A pocos metros de la calesita están las dos canchas de bochas en las que un grupo de jubilados, y no tanto, se pasan horas y horas apuntándole y tirándole al bochín, primero, o jugando a las cartas a la sombra, después (en uno u otro momento, intuyo, los socios juegan por plata, indemnes a cualquier situación política o social, más allá de que afecte o mejore sus propios intereses). Y detrás de una de las dos canchas, justo debajo de una pared que tiene dibujado un enorme calamar (ícono de Platense), está la única canilla del parque (con pileta y todo, para meter la cabeza).

Lateral noreste
Bajo el amparo de un pino de copa frondosa, sobre una alfombra de pasto que casi no tiene irregularidades, formé a Santino en lo futbolístico. Gran parte de lo que hoy él sabe se gestó en ese claro del parque, del lado de la calle Vilela. Desde que tiene cinco años que jugamos ahí, acompañados por la cortina de píos de los loros que anidan en la copa del árbol (“qué me importa, pá”, me dice cada vez que yo festejo el formidable canturreo de los loros). Hasta el verano pasado usábamos unos arcos de plástico, bajitos, con red, que venían muy bien para afinar la puntería, o armar partidos con equipos de dos o tres jugadores, pero ahora preparamos el arco con remeras y buzos. A pesar de su resistencia, con el tiempo fue incorporando (y disfrutando) la técnica para realizar un pase con la cara interna del botín, o dominar la pelota, o pegarle con fuerza desde media distancia con el empeine, tirar una pared, cabecear, y en el último tiempo, amagar con un movimiento de cintura y hasta tirar un lujo de Ronaldhiño (en la televisión no daban tanto fútbol como ahora, ni existía el YouTube). Varias veces me cargué en el auto a amigos suyos, o al primo mayor, e incluso vinieron a nuestra pequeña quinta colectiva algunos padres también futboleros. Ahora, que tiene ocho, el desafío es que se anime a jugar los partidos que se arman en la plaza. “Me da vergüenza”, me confesó hace unos días, después de pincharlo una y otra vez. “Jugar con papi ya no tiene gracia, pichón”, le digo. “Si jugás con los pibes que vienen al parque, después, cuando vayas a tus partidos (juega un torneo con los compañeros de su grado), a los contrarios te los comés”. Es que Santino de mi heredó, entre otras características, la timidez. Y quiero que le haga frente ahora, que es chico, y se evite las interminables situaciones de inseguridad que nos marca desde que somos chicos. Falta poco para que salte el cerco, lo sé. Tampoco lo quiero presionar ni mucho menos enloquecer. Hace unos días, en Gesell, armé un partido en la playa junto a su primo y varios pibes más grandes que él, y la rompió.

Los pibes de Platense paran en ese costado del parque, detrás de la alambrada del predio de la sociedad civil (que tiene una enorme pileta de la que sólo queda el color azul de sus paredes destartaladas, dos canchitas de fútbol, y una de básquet en la que una tarde se hizo una kermesse de la que participamos). Son muchos, y salvo un par de excepciones, muy chicos. Ellas, todavía adolescentes, ya son madres, o están por serlo. Todos tienen puesta alguna prenda del club (en su mayoría, la camiseta: marrón con una franja blanca, o viceversa). Muchos tienen motos de 100, o 125 cilindradas, con las que van y vienen al barrio Mitre, mítica villa de la zona construida hace muchos años detrás de la ex fábrica de Philips, ahora reemplazada por el mega emprendimiento para pasear, posar, y consumir, llamado Dot. Un domingo a la tarde, con el parque lleno de gente, uno que llevaba el brazo derecho enyesado, visualizó a un hombre que llevaba puesta una remera de Argentinos Juniors (club de fútbol con el que hay una pica histórica). El tipo estaba haciendo un picnic con su mujer, hijas, y otro matrimonio que también tenía nenes. El flaquito del yeso lo encaró (con otros dos atrás), y delante de todos los que quisiesen mirar, lo obligó a entregarle la remera y los lentes para el sol. A modo de cierre, antes de retirarse con la remera puesta y los brazos alzados, lo invitó a que se vaya y no vuelva nunca más, y se despidió entonando una canción de guerra del "Marrón". Pero en general hacen la suya a un costado (o en la zona de las canchas de bochas), fuman mucho porro, a veces caen con los bombos y ensayan para una murga, juegan un picadito a los gritos, y no molestan a nadie.

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Reflexiones de una noche de verano en Macabi de San Miguel


El martes pasado, en el momento que el sol anaranjado se hundía en el horizonte que ofrece la vista de mi departamento de Saavedra, encaré hacia el campo de deportes del club Macabi, en San Miguel, ya que Adhemar, un amigo que me regaló el fútbol, festejaba su cumpleaños. Por teléfono, dos horas antes, le había preguntado si se había puesto a pensar todo lo que había hecho en 37 años. No. No lo había pensado. Un pibe tan temperamental como sensible que a los veinticinco años ya tenía organizada una vida. Hoy está casado, con tres hijos, es el dueño de una gráfica y parte de la comisión directiva de Vélez, su quinto gran amor. Lo conozco hace quince años, cuando me sumé junto a mi hermano a un equipo de fútbol de egresados de las Escuelas ORT. Once años jugamos juntos. Yo siempre de 5, en el medio, y él de 8, o de punta. Nunca nos entendimos adentro de la cancha.

Trescientos metros después de haber subido a la Panamericana tuve que bajar la velocidad y poner las balizas porque el tráfico, en los seis carriles, estaba detenido. Ante mis ojos, entonces, se desplegó un espectacular río de luces coloradas: miles de coches, camionetas, micros y camiones (más las motos serpenteando allí donde encontrasen un lugar para avanzar), se arrastraban a paso de hombre, colapsando la autopista. Pensé en lo adelantado que estaba Cortázar al escribir "Autopista del Sur", y también en los documentales que para ilustrar el vertiginoso crecimiento de las ciudades del primer mundo proyectan imágenes como la que yo tenía del otro lado del parabrisas.


Media hora después tomaba la autopista del Buen Ayre. Y a los veinte minutos la calle Gaspar Campos, con la que atravesaría una antigua y distinguida zona de quintas y también un par de barrios humildes con calles de tierra. Cuando por fin tomé la populosa avenida Bartolomé Mitre, el paisaje había cambiado de manera notoria: estaba en una zona céntrica de San Miguel. Ya me lo había adelantado Adhemar unas semanas antes de las elecciones presidenciales del último 23 de octubre: Cristina arrasa, negro, allá está todo empapelado con su figura.

El calor de enero no aflojaba a pesar de que eran casi las nueve de la noche.

Me inquieté cuando tuve que atravesar otro barrio poco iluminado y calles de tierra a los costados. Ya lo había adelantado el cumpleañero en el correo electrónico con el que nos invitaba a su cumpleaños: “¡no sean cagones, vengan!”. Es que la mayoría de los ex compañeros de equipo tienen o alquilan casa en countrys exclusivos, apartados, a los que se llega por autopistas y calles sin pobreza a la vista. A las pocas cuadras, llegué a Macabi. Y frente al portón, sentí el mismo malestar que me aflige cada vez que traspaso los muros de un country o barrio cerrado: la crudeza de la desigualdad. Me anuncié y los nada confiables muchachos de la seguridad me tomaron los datos. Cuando la empleada me cobró veinte pesos de estacionamiento me pareció muy miserable de parte del club, pero no dije nada. Encaré, entonces, a no más de veinte kilómetros por hora, hacia los quinchos. En el camino, y entre las sombras de una noche todavía despierta, pude percibir que las casas que tenía a mi derecha eran muy parecidas a las de un kibuts, icono de la vida comunitaria israelí: todas iguales, la misma modestia, nada de ostentación. En una esquina había una pequeña bicicletería y a los costados se veían un par de canchas de basquet, voley, hockey y juegos para chicos. Espacios verdes arbolados, senderitos de cemento, todo bañado por las blanquecinas luminarias del club. Estacioné junto a los costosos autos de los chicos que habían venido al cumpleaños. En los quinchos no había nadie, y ya crepitaba el fuego con el que se estaban dorando un par de decenas de chorizos. En línea recta, y al fondo, las columnas de luz blanca de la cancha de fútbol recortaban la oscuridad de la noche. Y los gritos de los jugadores, el silencio.

El campo de juego era un lujo. El pasto había sido regado por la tarde y el denso olor de la tierra húmeda te llenaba de entusiasmo los pulmones. Como cada vez que pisé una cancha con ese nivel que roza lo profesional, aún con cuarenta años, volví a sentir esa viscosa nostalgia de no haber sido lo que siempre quisimos ser: jugadores de verdad. Jugué de 8, por la franja derecha. Y cumplí. Tuve un despliegue respetable, con ida y vuelta, e incluso me las arreglé para sacar un par zapatazos desde afuera del área, como a mi me gusta. Todas mis contradicciones, fantasmas, e incluso deseos, se diluyeron con la transpiración y el esfuerzo físico y mental de esos cuarenta minutos maravillosos.

Eran casi las once de la noche cuando recorrí los quinientos metros que me separaban de los vestuarios. En ese trayecto vislumbré los contornos del triple trampolín de cemento de la pileta del club, y otras instalaciones. Pensé en mi hijo, que tiene ocho años, y que en un lugar como ese no pararía ni un minuto. También pensé en las razones que me llevaron a no volver a armar una familia, o no tener un capital suficiente para ofrecerle a mi hijo un lugar como ése. Unos metros más adelante sonaron las voces aflautadas de un grupo de chicos y chicas de trece o catorce años que estaban tirados sobre unas reposeras.

Los vestuarios eran enormes y en la atmósfera se olfateaba esa típica nube de vapor que sale de las duchas para diez o quince tipos donde se habla de infidelidades y se hacen chistes con el jabón.

En medio del griterío, los choripanes y los vasos de plástico con vino tinto, me puse al día con el puñado de amigos con los que había jugado durante tantos años. Al resto, que eran mayoría, no los conocía. “¿Seguís soltero?”, preguntaban mis ex compañeros con una mezcla de misericordia y envidia. “¿Seguís siendo kirchnerista?”, ironizaban. De manera previsible, todos estaban tal cual los había visto la última vez, dos años antes: casados, con dos o tres hijos, y al frente de sus sólidos negocios. La sensación de cercanía que se construye por haber compartido tantas horas juntas, y en especial la pelota, seguían siendo nuestros únicos puntos de contacto. “Me cierra por todos lados que un tipo como vos pertenezca a éste club y no a otro”, le confié a un Adhemar borracho de alegría. “Vos me conocés”, aceptó, ”acá no sos dueño de una casa sino que tenés el beneficio de ingresar a una por tu calidad de socio”. Y después de presentarme a un amigo editor como “el pibe que me inspiró a escribir”, me dijo que “ahora en la casa hay como seis chicos amigos de Valentina (su hija mayor) durmiendo en los sillones del living”.

Ya eran más de la una de la mañana cuando la mayoría de los invitados se subieron a los coches para volver a la Capital Federal. Fue ahí que me di cuenta que me faltaban las llaves del auto. No las tenía en la mochila ni el botinero. En pocos segundos me atacó la desesperación. La contemplación del mundo que nos rodea ya no me parecía uno de los pliegues más interesantes de la soledad, tal cual había reflexionado durante el viaje de ida o mientras caminaba por las instalaciones del club. Ahora estaba en una encerrona angustiosa: las llaves de mi casa estaban dentro del coche y la copia de la llave del auto dentro de mi casa. Y estaba en San Miguel. Y la noche se había cerrado de manera definitiva.

Después de ir dos veces hasta el banco de suplentes de la cancha (una de ellas con varios de los pibes que dormirían en los bungalows del club), y recorrer el camino que había hecho al llegar, alguien encontró la llave dentro de la mochila (que yo había revuelto una y otra vez). Me volvió el alma al cuerpo.

Despedí con cariño y agradecimiento al cumpleañero y un par de amigos más, y salí del predio. En el barrio que rodea el portón del club, un par de pibes en cuero y con pantalones cortos volvían o iban hacia alguna parte. Un perro dormía sobre un recorte de césped de una esquina. Dejé atrás la zona céntrica, tomé Gaspar Campos, y atravesé las desiertas calles de San Miguel, apuntando en la cabeza los beneficios de andar solo, después de mucho tiempo en el que esa situación representó una amenaza profundamente temida, y a la que le escapé de todas las maneras.

El empleado del peaje de la autopista del Buen Ayre dormía con la cabeza ladeada sobre su hombro derecho. Con el auto frenado a su lado, incomodo, le tuve que tocar bocina. El hombre saltó del banquito, reacomodó la realidad en su cabeza, y me cobró. Le deseé buenas noches y en cuestión de segundos me perdí en la autopista famosa por su olor a mierda.

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Sale a la cancha la KRANEAR 4


En pocos días sale a la calle el número 4 de la revista KRANEAR. Justo cuando estamos cumpliendo un año de vida. Un año en el que trabajamos duro para diseminar en distintos ámbitos de la militancia, la administración pública, la universidad de Buenos Aires o los puntos de venta, nuestros tres primeros números, compuestos por decenas de artículos, fotos e ilustraciones que distintos compañeros y colegas nos ofrecieron sin pedirnos nada a cambio, y relativos a temás tan heterogéneos como el Revisionismo histórico, las propiedades del Chile (para nuestra sección Gastronomía Latinoamericana), o un cuento de Pablo Ramos.

En KRANEAR, junto a Lalo, su director, ponemos a jugar nuestras convicciones políticas, y nuestros conocimientos en terminos de comunicación. Sobre esa dupla de hierro se construyen los contenidos y la estética de la revista.

KRANEAR es una militancia. Desde esa pequeña tanqueta intentamos hacer un aporte al presente histórico que nos toca vivir en la Argentina y en la Patria Grande.

En lo personal, estoy aprendiendo mucho. No sólo a hacer una revista. También sobre política, economía, arte, historia, y otros.

Hicimos todos los trámites legales que exige la ley, y estamos esperando que nos salga por lo menos una publicidad para poder trabajar sin la soga al cuello.

Por lo pronto, festejamos el año.

Acá, la tapa y el sumario de nuestro número 4.

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Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios