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Publicar un cuento en la revista Paco

Tengo el honor de publicar un cuento en la revita digital Paco (o #Paco, como la llaman en Twitter).

La publicación pertenece a un grupo de narradores, poetas, ensayistas, periodistas y editores que andan por los treinta y cinco años, y que cada tanto intervienen la escena pública digital con un vómito de textos tan contundentes como desopilantes. Cualquier suplemento de Cultura tradicional los catalogaría bajo rótulos previsibles del tipo "La joven guardia", "Nuevos narradores", "La narrativa sub40", u otros.

Ellos, por supuesto, le escapan a ese y otros corset con la velocidad de una estampida. Corrobórenlo en sus textos. Ácidos, irreverentes, provocadores.

Acá está mi cuento (El canto de la Iuna).

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Los que trabajan en la playa III

Circo del Aire

Se instalaron hace cinco años detrás de la feria de artesanos de la avenida 3, entre las calles 112 y 113. Durante la última quincena de diciembre ya se los puede ver armando el domo (una carpa que funciona como vestuario, depósito, dormitorio y otros), las gradas y la estructura metálica de más de diez metros de altura de la que colgarán el cuadro fijo, las luces, las cuerdas y los trapecios. La familia gesellina, en especial la que vacaciona en la zona sur del balneario, se acerca al circo todos los veranos ya que ahí tiene asegurada una hora de entretenimiento en la que se combinan la destreza, el riesgo, el asombro y el humor. El espectáculo es a la gorra y se realiza todas las noches en dos horarios: 22.00 y 23.30 horas.

Los artistas que conforman la compañía de este año tienen entre veintisiete y cuarenta años. Durante toda la temporada conviven bajo el mismo techo, en una amplia casa con techo de tejas a dos aguas, a unas seis cuadras del predio, que en el frente tiene un viejo y frondoso álamo y también una pileta de lona. Funcionan con las reglas de una cooperativa tanto con los derechos como con las obligaciones. Se turnan de manera democrática para cocinar, lavar y dormir en el domo para velar por las pertenencias del circo. La gorra se reparte en partes iguales. En la casa hay dos bebes, una nena de siete años y por lo menos dos perros. Comen mucha verdura y no tienen televisión. Sí internet. A la playa van muy poco.

María del Aire es la directora del Circo. En el ambiente se la conoce como “María del Aire”. Tiene una hija de veintiséis años y otra de un año y medio. Hace más de veinte años que se dedica al circo callejero. Dice que su vida cambió el día que se dio cuenta de que podía plantarse en el espacio público a ofrecer un número artístico y recibir a cambio aplausos y una retribución económica. María dice: en el circo contemporáneo el acróbata o la gimnasta ofrecen algo más que su destreza o su audacia. Estudiaron actuación, o danzas, o todo junto, acá, o afuera, y en sus números sobre la lona, las telas o el trapecio, lo que hacen es arte en el sentido más puro de la palabra. Nos transmiten algo que no tiene que ver solamente con la habilidad de mantener en el aire cinco raquetas o la valentía de caminar sobre una soga a veinte metros de altura. Están en juego las emociones. Sus actuaciones nos conmueven alguna parte del cuerpo. Esa es la principal diferencia con el circo tradicional que llega a los pueblos con sus carros, su enorme carpa, sus payasos y domadores de animales.

Gabriela practicó gimnasia artística durante dieciséis años. Ahora tiene veintisiete. En el 2009 se fue a estudiar a una distinguida compañía de circo contemporáneo, en Toulosse, al sur de Francia. Volvió a mediados del año pasado y ni bien empezó el 2013 la llamaron desde Villa Gesell para proponerle que reemplazase a un compañero que se había tenido que bajar del proyecto. Ella explica que la disciplina que despliega sobre la lona del Circo del Aire se llama “Acrodance”. Tiene todos los músculos del cuerpo tonificados pero parece una muñeca de goma, sin articulaciones. Se retuerce por el piso como si no tuviese huesos. Junto a las acrobacias y los movimientos que atesoró cuando practicaba gimnasia y que mejoró con el tiempo y la vida, ofrece elementos de actuación. A pesar del calor trabaja vestida con un tapado. Es parte de un personaje que se tomó algunas copas de más y que anda a los trompos frente a la mirada ajena. Le roba mucha risa al público, en especial a los más chicos. Impresiona con su elasticidad y seducción. Es hincha de Vélez y muy familiera.

Antes de venir a la costa Ileana estuvo trabajando en un casino cinco estrellas de Johannesburgo, capital de Sudáfrica. Es la madre de Queca, una rubiecita de siete años que no se pierde una sola función de sus padres. Realiza dos números por función. Uno en la altura, arriba de un trapecio, en el que pareciera volar, y el otro alrededor de una gruesa cuerda de hilo que nace a unos diez metros de altura, en el punto más alto de la estructura metálica. Con movimientos sincronizados, sube por la cuerda y luego baja girando en tirabuzón. Coloca su atlético cuerpo en vertical, después horizontal, o en diagonal, sin perder nunca la gracia, y con una precisión milimétrica.

Juan y Charly son los acróbatas. Uno mide un metro noventa y el otro, en puntas de pié, le llega al mentón. Uno transmite formalidad y el otro una elocuente picardía. Uno es fuerte y pesado y el otro es ágil y liviano. Son el complemento perfecto y trabajan juntos hace tres temporadas. Tanto en la lona, como en la altura, fuerzan a gran parte del público a taparse la boca en una mueca de terror cuando realizan su número de cuadro fijo (estructura en la altura en la que Juan se cuelga de las piernas, boca abajo, para tomar de las manos a Charly, y jugar con él como si fuese un cono anaranjado de estacionamiento). Ese es el momento más tenso –y luego festejado- de la función: con las manos llenas de talco, y el ritmo acompasado de un redoblante, Charly realiza en el aire mortales, giros y otros movimientos acrobáticos. Juan fue padre hace seis meses y su compañera, junto a la beba, conviven con él en la casa. Charly trabajó gran parte del 2012 en el mega predio de ciencia y tecnología Tecnópolis y tiene cierta fama en la noche del balneario.

Nacho es el clown del circo. El payaso. El que está maquillado. El padre de Queca y pareja de Ileana. El que tiene los zapatos blancos dos veces más grandes que sus pies. El que hace morisquetas, cuenta chistes, se burla de algún desprevenido de su público. Es el que motiva, agita, entusiasma, pide aplausos y gritos que se escuchan en toda la feria de artesanos. Es quien tiene la responsabilidad de presentar a los artistas cuando culmina el espectáculo y también el que anuncia el pase de la gorra. Nacho dice: el día es ese lapso de tiempo que tenemos para recuperarnos de la funciones de la noche anterior. Si bien es cierto que en febrero la función está tan aceitada que sale de taquito, el cuerpo ya arrastra algunas averías. A principio de la temporada hizo algunas acrobacias junto a su hija. Y ahora tiene un número de malabares muy personal, dentro de una estructura triangular de cristal de tres caras. La trajo desde su casa y mide dos metros de largo por dos de ancho. Ahí adentro hace rebotar primero dos, luego tres, y finalmente cuatro, cinco y hasta seis pelotas del tamaño de una de tenis, con concentración, y gracia. Antes del cierre de la función, le agradece una y otra vez al público, y habla de lo “popular” de la propuesta que ellos ofrecen todas las noches, no sólo por la gorra, sino también por el intercambio de energía con las trescientas personas -por función- que abarrotan de aplausos, gritos y risas el la zona sur del balneario más cosmopolita de la costa atlántica.

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Los que trabajan en la playa II

El Trapito 

El punto en el que se cruzan las alamedas 201 y 307, en la exclusiva “Zona Norte” de Villa Gesell, no ofrece ni un poco de sombra. Los veraneantes estacionan allí sus coches y utilitarios y luego de caminar cien metros pisan la arena de la playa. Cuando el tiempo acompaña son decenas de automóviles los que se aprietan en cualquiera de las cuatro esquinas. Si el sol se pone muy bravo hay que resguardarse debajo de las ramas de uno de los álamos que sobreviven sobre la calle 205, en dirección al norte. Ahí se desploma Axel durante los tiempos muertos de su trabajo, entre las 13.00 y las 15.00 horas. Tiene diez años y la franela que lleva en la mano dejó de ser de color naranja hace por lo menos tres temporadas. Tiene la piel del color del río Bermejo porque nació en el Chaco. Baja la mirada cuando el turista pasa a su lado. Si le dicen ‘hola’ o ‘buen día’ devuelve el saludo pero no abre la boca en todo el día. Tiene ojos negros. Pelo ralo, oscuro, y la dentadura derruida por falta de higiene. 

Vengo temprano y me voy cuando se va el último coche. Mi hermano mayor está en la 309. A veces viene a jugar alguno de los primos, pero casi nunca. ¿Qué comemos? A veces nos traemos pan y queso. O una manzana. Otras veces, nada, y pido algo en el parador. Algunos turistas me dan diez pesos. Otros cinco. La mayoría dos o una moneda de uno. El año pasado una señora me dio veinte. Nunca les pido plata por haberles mirado el coche. Si me dan, me dan. ¿Sabés cómo me dicen mis primos? 'Fideo' porque soy flaco como un fideo de los largos, ¿viste?.

Axel siempre viste el mismo uniforme: ojotas, jean azul con agujeros en las rodillas y una camisa vieja y descolorida. La vecina que tiene una de las casas más cercanas a la playa le suele dar una jarrita de jugo para que se refresque, aunque quisiera poder decirle a la madre que hacer trabajar a un nene es una insensatez. Axel tiene devoción por los insectos. Si no está acomodando un coche se lo suele ver acostado sobre los canteros de los chalets, atrapando langostas en un pote sucio de cuarto de helado, o poniendo obstáculos de todo tipo en los caminos de tierra que hacen las hormigas para llevar provisiones al hormiguero. 

Una vez le saqué los cuernitos a un escarabajo. Había llovido y estaban por todos lados. Murió enseguida. Ahí aprendí que los cuernos no sólo les sirven para levantar peso. También le abrí la panza a una rana. Quería ver cómo era su estómago. Mi hermano una vez le hizo un tajo en la pierna a un borracho que quería sacarme de la esquina. Sin decirle una sola palabra le hundió el cuchillo acá –y se tocó el muslo-. Yo a una persona no le haría eso. Sí a un gato, para ver qué hace. Pero a un turista, no. 

La madre de Axel realiza trabajos de limpieza en dos hosterías de primer nivel que están edificadas sobre la calle 205. Por la mañana en uno y por la tarde en el otro. Ella y sus cuatro hijos viven en Villa Gesell, del otro lado del Boulevard Buenos Aires, en una casa de una planta con un fondo de cincuenta metros de largo donde tienen plantadas algunas verduras. Con ellos vive el abuelo de Axel, un misógino de ochenta y pico de años que tiene a todo el mundo a los gritos.

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Los que trabajan en la playa I

El churrero 

Se llama Rubén pero le dicen “Rúben”. Tiene veintiséis años. Vive en Merlo. Es la primera vez que trabaja para la legendaria churrería gesellina ‘El Topo’. Accedió a la changa por medio de un tío que hace más de diez temporadas que camina la playa para el conocido comercio del rubro panadero. Por eso habrá sido que los dueños no le negaron el puesto al chico al enterarse que había estado privado de su libertad hasta mediados del 2012. Tiene un solo franco por semana. En el negocio se presenta temprano, le cargan la canasta de mimbre con diez docenas de churros recién sacados del horno, le dan unos treinta pesos de cambio, y emprende su camino hacia la playa. 

Estuve preso por el delito de robo automotor agravado por el uso de arma de fuego. Cumplí mi condena en la Unidad Penitenciaria de Ezeiza hasta el último día. Gracias a Dios no la pasé mal. Ayudé a mi vieja y a mis hermanos con el salario mínimo, vital y móvil que me pagaba el Servicio Penitenciario Federal por trabajar dentro de la unidad. Fui cocinero, lavandero y carpintero. ¿Qué onda con el laburo? Me llamó mi tío y vine. No sé. Antes que estar vagueando por el barrio prefería laburar un par de meses. La traje a la Daniela, mi novia. Una bobota de ojos verdes que no puede ser lo buena que está. Vende unos monos de peluche importados de la china, sobre la 3. Entre los dos sacamos unos doscientos cincuentas pesos por día. No está mal. Pero la camino, eh. Tengo las narpies arruinadas. 

La indumentaria oficial de la churrería es un pantalón de lona blanco y una remera también blanca con el isologo del comercio tanto en el frente como en el dorso de la prenda. Rúben camina por la arena desde la calle 110 hasta la 130, a la altura del muelle de los pescadores. Vuelve. Si vendió, tiene que regresar a la churrería para recargar la canasta. Si no, sigue camino para el lado inverso, hasta el último balneario, a unas treinta cuadras. Durante toda la jornada va enchufado a su mp3 cargado con la discografía completa de La Renga. Cada diez metros pega un grito, anunciando los “churros calentitos del Topo”, pero no con la insistencia y la sistematicidad que el resto de los vendedores. Tampoco suele caminar por la arena seca, serpenteando entre las sombrillas, las reposeras, las lonas, las heladeras, los iglú, los tejos y los turistas. 

Si no hubiese laburo supongo que volvería a chorear. He limpiado pisos y baños. No tengo piuritos. Pero los antecedentes penales te condenan. Lo mismo cuando menciono el barrio “Las Palomitas”, donde vivo. A la gente no le tiro ni cabida porque me pasa que veo la cara del canoso con el que me tiroteé en todos lados. Por eso hago la mía. Voy con la cabeza gacha. En la zona del centro está lleno de pibes y pibas. Algunos tienen buena onda. Pero otros te miran de reojo. Los pibes bien, más que nada. Les tajearía la cara. Y a la familia tipo le cuesta largar el mango, loco. Decile a la Cristina que afloje con la inflación. 

Cuando baja el sol y ya casi no quedan turistas en la playa, de manera religiosa, antes de ir al negocio, el Rúben se tira en la arena, y se fuma un porro junto a alguno de sus compañeros, o solo. Disfruta cada pitada como si fuese la última. Las piernas le pesan como macetas. Tiene la ropa pegada al cuerpo por la transpiración. En el camino al comercio relojea los coches cero kilómetro que están estacionados en la calle o en los garages de las coquetas hosterías u hoteles. Su especialidad eran los Bora y los Vento. Ambos Volkswagen. Pero ahora está en otra. Se ríe de sí mismo cuando el reflejo de un ventanal le devuelve la imagen de un pibito de piel morena, desgarbado, todo vestido de blanco, con un canasto colgado del brazo. Y piensa en la noche que pasará con Daniela.

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Los que trabajan en la playa

La guardavidas 

Enterró el salvavidas en la arena. Luego hizo lo mismo con las patas de la silla de metal que trajo de la casilla. Pero en lugar de tomar asiento, apoyó las manos sobre el respaldo de la silla y se irguió con solemnidad frente al océano. El día estaba espléndido. Sol pleno. Ni una pizca de viento. Decenas de turistas se refrescaban dentro del agua. La gran mayoría, a pocos metros de distancia de la costa, junto a los más chicos. Sólo un puñado de valientes enfrentaban a las olas que se levantaban con tesón a unos treinta metros de distancia. Muchos veraneantes estaban tirados de cara al sol, o parapetados debajo de las sombrillas tomando mate. Otros caminaban sin apuro por la orilla. 

Era rubia, y atlética. Debía tener unos treinta años. La gorra con visera y los infaltables lentes oscuros para el sol le tapaban la cara. Sólo se podía apreciar la prominencia de sus pómulos y la delicadeza de su nariz. Tenía puesta una campera inflable de color celeste y unos shorts negros, sueltos. El color de la piel de sus piernas y de los dedos de los pies era casi de color morcilla. 

Perdoname, pero los guardavidas reciben capacitación acerca del comportamiento del mar, ¿no es así? Sí. Antes de ayer el mar parecía una enorme olla de agua cálida, ayer parecía un río bravo y hoy está en un intermedio. En el medio tuvimos una tormenta con granizo y todo. Y cambió el viento. Exacto; cuando sopla del sudeste siempre trae el frío y la humedad; en cambio, cuando sopla desde el oeste, o sea desde el continente, trae el calor de la tierra. Mirá vos. 

Conversaba pero con cierto desdén. No dejaba de mirar hacia el mar. Parecía concentrada en su trabajo pero también podía ser una táctica para descartar al turista de turno que para matar el tiempo ocioso de la playa no encontró mejor idea que ponerse a charlar con la guardavidas. 

¿Viste la película 'Una aventura extraordinaria’? No miro mucho cine. Es hermosa; y gran parte de la película transcurre en medio del océano pacífico. Aja. Se cuenta la relación que se crea entre un adolescente y un tigre de malasia. ¿Ahora me vas a preguntar a cuántas personas les salvé la vida durante el mes de enero? No sé, puede ser. ¿O si vivo acá o vengo a trabajar sólo por la temporada? Sí, qué se yo. Perdoname que sea así de brusca pero estoy trabajando. Te entiendo. Si mientras charlo con vos se ahoga un tipo me como una denuncia penal, ¿me entendés? Sí, claro. ¿Vos qué hacés? Soy periodista. 

La charla duró un minuto más. Me despidió sin sacar la vista de los movimientos que los turistas hacían dentro del mar. Parecía un perro de caza. Me fui pensando que sus palabras habían tenido buena fe. Con franqueza, me había llamado por mi nombre: turista que no sabe qué hacer con tanto tiempo ocioso.

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Manu y Santino Dios

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