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Cómo no voy a ser kirchnerista


La tercera presentación de la biografía fue la menos concurrida. Diez personas, aparte del biografiado y el autor. Fue también, hasta ahora, la más lejana de casa. Se realizó en la Universidad Nacional de Moreno, uno de los distritos más poblados de la provincia y en el que Cristina más votos sacó en las últimas PASO. Fue también escenario de una inesperada y emotiva casualidad.

Con Ale nos encontramos en la estación Plaza de los Virreyes, en el Bajo Flores. Llegó unos minutos tarde porque al salir de su barrio lo paró la policía en un control. Débora me cedió el asiento del acompañante y se pasó para atrás, junto a una compañera del barrio que nos acompañaría a la actividad. Luego de algunos minutos, y con la ayuda de un GPS enganchamos la autopista 25 de Mayo, con la que desembocaríamos en el Acceso Oeste. 


Eran las cuatro y media de la tarde de un martes. Estábamos en una parte de la zona sur de la Ciudad en la que había bastante más tránsito de lo que uno hubiese esperado un año y medio después de la gestión de gobierno de Cambiemos. “El error quizá fue pensar que eran muchos más los que están hechos pelota”, coincidimos.

Ale maneja autos -y motos, probablemente- desde que es un adolescente. Las veces que me había subido a un coche con él, en general le metió pata. Esta vez, no. Estaba muy tranquilo. Conducía por la autopista a ochenta, con un brazo apoyado en ventanilla abierta, la mirada puesta en el frente, cada tanto en el celular. A nuestra derecha, el sol comenzaba a declinar en dirección al horizonte. 

 “Para mí la carta para los votantes de Randazzo tendría que haberse difundido ni bien se conocieron los resultados”, dijo en un momento, mientras hablábamos de las PASO. O: “El giro comunicacional está muy bien siempre y cuando ganemos”, arriesgó. Y contó que en su barrio se retiró el Estado presente, y todas sus políticas públicas, pero hay más obra pública -y trabajo y plata a través de las cooperativas- de parte de la Ciudad y la Nación.

Llegamos al peaje. Había una larga fila de autos para cada cabina. Una sinfonía de bocinas obliga a los empleados a subir las barreras. Pasamos sin prisa, sin haber tocado la bocina ni una sola vez. Hay en esa actitud un gesto solidario con los trabajadores de las cabinas, pero también percibo que Ale anda con un estado de ánimo muy relajado. Se lo ve tranquilo. Unos minutos después descendemos de la camioneta en el ingreso central de la universidad morenense.

María, una joven madre de menos de veinticinco años, delgada y de piel morena, nos recibió en la mesa de informes de la casa de estudios. En los días previos nos habíamos enviado textos, escuchado las voces, pero no nos conocíamos. En su rostro se dibujaba una enorme sonrisa pudorosa. Nos dijo que como estudiante de trabajo social estaba muy emocionada de poder recibirnos. En especial a Ale, del que conocían su historia. También nos contó que ella y sus compañeros de la agrupación estudiantil no habían contado con ningún apoyo oficial para realizar la actividad. Al contrario.

Era temprano. En el aula en la se realizaría la charla había un solo estudiante. María se ofreció a mostrarnos la universidad. En el primer piso comprobamos lo que nos había adelantado un rato antes. En ese lugar había funcionado un instituto de menores. Era evidente. Ante nosotros se extendía un pasillo angosto y de casi cien metros de largo. De un lado teníamos los ventanales que daban al parque, y del otro, las puertas de acero de lo que alguna vez habían sido las habitaciones, y que ahora, luego de las refacciones, fueron recicladas como aulas u oficinas administrativas. Cada tanto se aparecía un estudiante con la mochila al hombro y los auriculares en los oídos. Sus pasos resonaban contra las paredes. Salimos a una terraza. Desde allí se apreciaba la parte nueva de la universidad. El sol estaba más bajo y en un parquecito comenzaban a juntarse los estudiantes del turno vespertino.

Cuando era evidente que el aula no rebasaría de estudiantes, le dijimos a María y a sus compañeros que en un rato nos teníamos que ir, que se acercasen, que hiciésemos una ronda, con un mate de por medio, y que hablásemos de política, de las elecciones, del asunto villero, de Ale, de la comunicación, del libro, de la universidad de Moreno. Eso hicimos, y con éxito, ya que la modesta platea tuvo la posibilidad de escuchar a un Ale que estuvo tan inspirado y comprometido como siempre. No se guardó nada. Fue tan así, que un profesor de la casa, en el cierre, cuando quiso hacerle una devolución por todo lo que había escuchado, se quebró por la emoción. Lloró como un nene hasta que el propio Salvatierra lo contuvo con un abrazo, ante la tierna mirada de Débora, que como siempre, hace todo lo que hay que hacer para pasar desaparcibida.

Hacía unos minutos, Ale había cerrado su intervención con el punteo de hechos que durante los últimos años le habían cambiado la vida a él y a su familia. También a su barrio. "Cómo no voy a ser kirchnerista si fue la primera vez que le dieron la pensión por madre de siete hijos a mi vieja. Cómo no voy a ser kirchnerista si fue durante ese gobierno que conseguí mi primer trabajo en blanco, que los pobres fuimos escuchados, tenidos en cuenta, contenidos. Cómo no voy a ser kirchnerista si como nunca antes en nuestros barrios hubo presencia del Estado y en general logramos un ascenso social". 


Cuando salimos del aula ya era de noche. Las aulas estaban llenas de estudiantes. Algunos jóvenes fumaban debajo de un árbol, en el patio a cielo abierto. Solo en aquel sector, en el que también había un pequeño bar, había señales de política partidaria. Cartulinas, láminas, volantes, diarios impresos, algunas banderas. María nos explicó las autoridades no permitían hacer proselitismo en otro lugar que ése. Atravesamos el ex instituto de menores y también el parque arbolado que nos dejó en el ingreso. María estaba emocionada. Atrás había quedado la tensión por la falta de convocatoria. Ahora tenía entre sus retinas la música de la experiencia de Ale. Se sacó una foto con él. Luego la pondría en su Facebook.

Volvimos por donde habíamos venido. Con Débora, la compañera del barrio y Ale, coincidimos en que había sido una gran actividad. Habíamos podido conversar sobre los temas que queremos hablar en las presentaciones. Mencionamos la emoción del profesor. Del otro lado de las ventanas de la camioneta, la noche envolvía los suburbios de la zona oeste del conurbano. Unos minutos después yo me había puesto furioso. De repente se me había venido encima la cruda realidad política y económica del país. El disparador que conformó la bola de nieve fue el caso Maldonado. Mis tres compañeros de viaje, me escucharon en silencio. De fondo, sonaba el disco Gulp, de Los Redondos.

Una semana después, la noticia ocupó un espacio en Página 12. La Red Federal de Sitios de Memoria de la Secretaría de Derechos Humanos, el municipio local y las autoridades de la casa de estudio, habían encabezado un acto oficial para señalizar como 
Sitio de Memoria el edificio en el que había funcionado el instituto de menores. En la foto había muchos estudiantes. Ninguno de nosotros lo sabía cuando estuvimos allí. Potente casualidad. Cómo no voy a ser kirchnerista, como dijo Ale, si hasta el secretario de derechos humanos de Macri, Claudio Avruj, tiene que darle continuidad a esa política de Estado de memoria, verdad y justicia.

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El Criadero es también Santiago Maldonado


Mi padre adoptivo y del corazón, Gustavo Abrevaya, presentó a finales de agosto la reedición de su novela policial más afilada y ganadora: El Criadero. Lo hizo como debe ser: hecho un nudo de nervios en los días previos y bastante distendido en el panel, durante la presentación, junto a sus colegas Hugo Correa Luna, Elsa Drucaroff y Ana María Shua, que a lo largo de más de una hora le dieron a la velada una densidad literaria digna de ser enmarcada. La familia y los amigos ocuparon todas las mesas del cálido bar palermitano “El Benny”, en el que la mayoría optó por el café pero también hubo algunos que aprovecharon para tomar cerveza.

La novela negra de Gustavo ganó el Primer Premio Concurso de Narrativa “José Boris Spivacow”, organizado por la entonces Secretaría de Cultura de la Nación, un par de meses antes de la rebelión popular del 20 de diciembre de 2001. El jurado estuvo compuesto por tres consagrados: Pablo De Santis, Liliana Heker y Héctor Tizón, y fue publicada por la Cámara Argentina del Libro en abril de 2003, solo unos días antes del comienzo del gobierno de Néstor Kirchner. La nueva edición del texto, a cargo del sello Revolver, y que solo incluye un puñado de alteraciones menores, fue publicada en julio de 2017. Cuando se imprimió la primera edición, la impunidad sobre los crímenes del terrorismo de Estado regía de modo pleno en la Argentina. Ahora el horror de la desaparición forzada vuelve a emerger de la mano de la prepotencia de la Alianza Cambiemos, con el caso de Santiago Maldonado. Esa dolorosa e indignante coincidencia atravesó por completo el espíritu colectivo de la presentación.

Mi padre fue explícito desde el arranque de la actividad, al poner sobre la mesa una imagen del rostro barbudo del artesano, y la exigencia -hecha consigna- de que aparezca con vida. Tanto él como sus colegas abordaron el tema, durante sus intervenciones, porque viven con consternación el franco retroceso que estamos sufriendo en el país, y aparte porque el elemento central que atraviesa la trama de El Criadero es la desesperada búsqueda que sufre una chica al perder el rastro de su pareja, un director de cine, en un pueblo fantasmagórico y gobernado y habitado por fuerzas oscuras, cínicas y brutales, luego de caer allí para pedir ayuda por el desperfecto mecánico del auto en el que viajaban.

Correa Luna ya había presentado la novela en 2003. Fue el tutor del texto. Gustavo lo considera su maestro. Explicó que la lectura que había hecho por estos días difería de la que había realizado hace catorce años atrás. Dijo que hay dos tipos de ficción. La que entretiene y "la que que nos transforma y actúa sobre el mundo". La que te interpela en lo político, en lo social, en lo moral. “La novela de Abrevaya mantiene viva la memoria y la actualiza, porque hoy el gobierno protege una desaparición forzada y se defiende con cola de paja, y El Criadero asiste puntualmente a la cita para señalar una desaparición”, subrayó. “La novela de Abrevaya hoy es más que una metáfora, una acusación, un dedo que señala el mal de estos tiempos”.

Drucaroff afirmó que “el libro apuesta muy fuerte al suspenso y consigue algo que lo vi en muy pocas novelas, que es que hasta la última línea de la novela no sabemos cómo va a terminar”. Habló de la “estructura del lugar cerrado”, muy típica en la narrativa, a la que “en este caso llegan dos forasteros que rompen con un orden y de ese modo desencadenan el relato”. El recurso es muy utilizado en el género del terror, un paño con el que Gustavo goza desde que que era un estudiante de medicina y hacía sus primeras autopsias. Otro de los elementos que ponderó la escritora fue “la potencia en la construcción de lugar”, que en el caso de la novela tiene que ver con el misterioso pueblo ‘Los Hemules’, “consistente, con carnadura, ya que tiene historia, gentilicio, gobernador, cura y hasta sus mitos”.

Shua, por su parte, con un tono y una gestualidad aparentemente fríos, pero colmados de generosidad y sabiduría, alagó la prosa de Gustavo, como así también el manejo del suspenso y la densidad de sus personajes. Como buena presentadora, llamó a los presentes a comprar el libro.

Por entre las mesas del bar correteban los dos nietos más chicos de Gustavo. Fidel y Ela. Tres años cada uno. Para los adultos fue imposible amortiguar sus risas, voces y gritos, que contrastaban de modo incisivo con el clima de parsimonia y reflexión de de la presentación de una novela. Es más: los nenes acentuaban su actitud al ver que los grandes posaban su atención sobre ellos. Sus padres estaban ocupados. Una filmaba y el otro sacaba fotos. Entonces fue la abuela la que intentó contenerlos, aunque sea un rato, mientras se secaba las lágrimas de las mejillas, producto de la emoción que le generaba las palabras de su compañero de toda la vida, arriba del pequeño escenario.

El policial de Gustavo es una novela negra clásica porque trabaja con arquetipos literarios universales como la condición humana, el amor, la crueldad y el poder, pero tiene la particularidad de trabajar con una de las figuras que constituyen la identidad del pueblo argentino: los desaparecidos. De eso no podría hablar Stephen King, por citar a alguien. “Cuando terminé el texto y se lo envié a mi editor, me puse a llorar”, contó con la voz entrecortada. “Me emociono con las cosas que escribo y me angustia el destino que a veces le doy a mis personajes”, compartió.

Nos fuimos a casa cargados con el peso de un presente sombrío. Pero también, por lo menos en mi caso, con ganas de escribir. De seguir escribiendo. Fue muy motivador escuchar a cuatro grandes de la literatura. También confirmé una idea que empezó a macerar desde el momento que comencé a leer los cuentos y novelas de mi padre: su fuente inagotable de inspiración son las obsesiones, deseos y miedos relacionados con el fervor, los sueños y la grandeza de la juventud de los setenta, y el posterior horror del terrorismo de Estado. Por eso la dolorosa vigencia de la reedición de El Criadero. Por eso Santiago Maldonado.

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Manu y Santino Dios

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