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A pesar de todo

Quinteros y Libertador es una de las esquinas más populares de nuestro fútbol doméstico. Hablamos del barrio de Núñez. Cientos de miles de hinchas de todos los equipos se citaron o pasaron por ahí durante las últimas décadas, ya que el boulevard, luego de atravesar en forma de diagonal el exclusivo barrio “River”, te deposita en los portones de la tribuna visitante. Pero ahora es solo nuestra.

El jueves a la noche jugábamos contra Cruzeiro por los cuartos de final de la Copa Libertadores de América. A las 22.00 horas, un poco tarde. Al partido llegamos luego de haber ganado los puntos del súper clásico con Boca que terminó de modo inesperado y confuso en el entretiempo por un escándalo que tendría resonancia internacional.

Son las 21.15 y la temperatura roza los veinticinco grados. Se trata del otoño más primaveral de la década, seguro. Apretamos el paso por Quinteros, en dirección a la cancha. De cada diez hinchas siete tienen puesta una remera de River. De cualquier época, y calidad. Cuatro de esos siete hinchas son jóvenes, y varones. Pero también hay muchas chicas. Y varios hombres de más de cincuenta, a pesar de todo. Algunos uniformados de la Federal están estacados sobre el asfalto, en la mano que va hacia la cancha. Por ahí no se puede caminar. Si algún despistado aparece por ahí, lo mandan para acá.

No sabemos por qué, pero esta noche a la platea Centenario se ingresa sólo por Quinteros. De todos modos, no somos tantos como habíamos supuesto. No hay vendedores de ropa del club, ni banderas. Gorros ya no se venden. Tampoco se ven puestos grasosos y humeantes para comer hamburguesas o bifes. Los chalets del barrio tienen las luces encendidas, y los garages autos estacionados de cola, pero no hay vecinos a la vista.

Desde que Rodolfo D’Onofrio asumió la presidencia del club, en diciembre de 2013, los melones comenzaron a ordenarse. La salida de Ramón Díaz y sus exigencias faraónicas. La repatriación de algunos ídolos. Le bajaron el tono de guerra a algunas situaciones. Ofrecieron una importante cuota de sensatez a otras. Homenajearon a Estela de Carlotto y a su nieto Guido. Permitieron el ingreso de campañas públicas contra la trata de personas, el 24 de marzo, y realizaron homenaje para el 2 de abril. Ordenaron las finanzas. Dimos una vuelta olímpica.

Tenemos que frenar en la mitad de la plazoleta que está a mitad de camino entre Libertador y el estadio. Nos apiñamos en un casi cuerpo a cuerpo. Me pongo en puntas de pie y no llego a ver las vallas, pero es evidente que llegamos al primer control. Una cortina de conversaciones apuradas gana el aire húmedo y silencioso de de la plazoleta. Muchos fuman. Algunos aprovechan para terminar su lata de cerveza. Buzos, camperas de nylon, remeras, pantalones, pantaloncitos. Todo de River.

Un minuto, allí parados, es una eternidad. En seguida empiezan los silbidos. Un reclamo. Un grito. Un insulto contra la policía. Alguien propone una canción. Nadie lo sigue. Otro empieza una nueva, pero contra Boca. Ahora sí se arma una pequeña tribuna. Cantamos. Saltamos. La temperatura pasa los veintiséis grados, seguro.

Volvemos a avanzar, despacio. Seguimos pegados unos contra otros. En los laterales, detrás de unas ligustrinas, hay una hilera de policías de uniforme. No tienen una pose desafiante. Pero están ahí. Seguimos avanzando, hasta que dejamos atrás los límites e la plazoleta, y pisamos de nuevo la calle. Ahí es que chocamos contra las vallas, que están dispuestas en hileras, para que pasemos de a uno.

Los humildes empleados de seguridad nos dicen “el carné en la mano, chicos, pasen, pasen, dale, dale…”, y nos inducen con gestos de mano y la mirada tensa a que volvamos a apretar el paso, ahora que se volvió a generar espacio. Vuelven a cortar justo después de que pasamos nosotros. Ahora que volvemos a apretar el paso ya no somos cien sino menos de la mitad.

Otro de los temas que cambió con la nueva gestión del club es el ingreso al estadio. Pasaron del caos a un esquema bastante más organizado. Hay fallas, tensas esperas, pero se nota la buena intención. Con el método del ensayo y el error, y con más seguridad privada que los agentes de la Federal, lograron un resultado que, si bien no es el ideal, y pese a todo, funciona. Se trata de compartimentar la llegada de los hinchas al estadio. Y un dato clave: en los alrededores de la cancha ya no hay tanta impunidad para la reventa de entradas. Con Passarella, era un escándalo.

Cincuenta metros más adelante volvemos a frenar. Ahora la espera se reduce: unos cuarenta segundos. Ya se ve la tribuna Centenario más adelante. La otra mano del boulevard está desierta. La nuestra, poblada. A los costados, más policías. Nos dejan pasar. Por primera vez vemos una formación de la Infantería.

Llegamos al tercer y último cordón. Ahora son todos policías. Tres de ellos, de civil, están sobre la vereda interna del boulevard. Son perros de caza. Buscan a alguien. O eso parece. Una docena de uniformados nos reciben en el medio de la calle, nos miran a los ojos. Ya nadie de los nuestros grita, ni dice nada. Solo se escucha el ansioso roce de las zapatillas contra el pavimento.
- Esto es una locura, hermano. Mirá cómo tenemos que entrar a nuestra cancha –dice uno que tiene unos cuarenta años.
- Son unos hijos de puta –vomita otro en voz baja.
- Por acá entrábamos todos juntos, ¿te acordás? Locales, visitantes. Sacabas la entrada, y a otra cosa –tiro yo.
- O nos pasábamos los carné –dice el primero, que tiene puesto un gorro de tela, de los viejos.
- A mí no me van a matar la pasión –dice el segundo.
- A mí me la lastimaron bastante –asumo. Sigo viniendo por mi hijo.
- El problema son los barras, papá –dice el primero.
- Es verdad. Ahora por lo menos los dejamos de vivar cuando ingresan a la tribuna.

A algunos nos eligen para que vayamos a la vereda a poner el dedo gordo en el lector de huellas digitales que hay dentro de una valija de aluminio.
- Poné el pulgar ahí, por favor –un Federal que está del otro lado de la valija apunta con el dedo hacia la computadora.
- ¿Acá?
- Sí –responde, impaciente.
Al lado hay otras siete valijas, y siete policías, más otros oficiales que dan vueltas, inquietos. Tres de ellos, fuman.

Se trata del Sistema de Administración de Acceso Biométrico a Estadios Argentinos que el Gobierno nacional implementó en el 2014 para complementar el todavía verde Sistema Plus, de la AFA. Un sistema informático está cruzando nuestros datos con las listas de hinchas violentos que confecciona, en este caso, River. Si estás en la lista, no podrás entrar al Monumental. No es mi caso, ni de ningún otro de los que están al lado mío. Quizá sí de los que deben poner los dedos ni bien nos corremos nosotros.


Los últimos pasos hasta el ingreso a la tribuna son los más acelerados. Ya casi estamos adentro. Llega el canto de la tribuna. Vamos River. Apoyamos el carné en el lector del molinete, y pasamos. Llamativamente solos. La empinada escalera, delante nuestro, luce vacía, como si fuese un cine al que estamos llegando con la función recién empezada. Nos miramos, casi atónitos. Pero arriba se ven las luces del estadio. En uno, dos, tres segundos, emerge el maravilloso verde césped, y las tribunas colmadas de rojo y blanco.

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descanso

el hombre descansa
su cuerpo de largos huesos
es un bulto que se hunde
en lo profundo
de una deshilachada hamaca de hilo,
el monte salvaje, a su alrededor
escupe una cortina de sonidos
el viento norte trae otros
no tan nítidos
salvo el motor
de la pintoresca lancha colectivo
que primero ronca, en la letanía
y ahora, que muerde el muelle, ruge;

el hombre descansa
pero algunas horas antes
con la primera luz del amanecer
se calzó los borceguíes
encendió un fuego para el mate
retomó sus tareas de carpintero,
más tarde acomodó su espalda
entre las yagas de la corteza
de un viejo árbol
leyó una ficción en la que
se sucedían las obsesiones y miserias
de siempre:
la ambición, el poder
la guerra, el horror
el amor, la soledad;

el hombre descansa
pero antes también nadó en el río
pisó el barro pantanoso
se abrazó a los camalotes
tostó su cuerpo al sol
almorzó a la sombra
y desde hace un rato, duerme;

su acomposada respiración
es tan impercetpible
como el ronroneo del ave
que tamborilea sobre una rama
e infla el pecho
en dirección al monte
y el cielo destemplado.

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Manu y Santino Dios

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