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fanático de la lengua

por estas horas
no valen las felicidades
para mi
ni los felices fiestas
ni el feliz año nuevo
u otras frases de ocasión

las palabras son sagradas
le dan forma y sentido
a nuestra vida
desde hace algunos años
las elijo con pinzas
las cuido
como a lo nuestro

en la batalla por el sentido
se apropiaron de términos
como cambio, consenso
diálogo, sinceramiento
hablan de crecimiento, inversiones
revolución de la alegría
siempre por el bien de los más vulnerables
y ¡la república!
pero yo, un irritante fanático de la lengua
leo y escucho
hasta en los sueños
enormes titulares
con palabras como demagogia, farsa y fraude
mentira, cinismo y perversión
endeudamiento, recesión
achicamiento, efe eme i y falta de oportunidades
desocupación, tristeza, hambre
y presos políticos

no soy yo
lo sé
un maleducado
alguna vez y para siempre
los individualistas, resentidos y estafados
serán menos que los idealistas y
comprometidos con su tiempo
ese día sí te devolveré, comerciante
o vecino, o madre de compañerito de mi hijo
el felices fiestas;

hoy no puedo
soy fanático de la lengua

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Pases en tiempo de desempleo IV (parte final B)

Marcelo se sentó en el borde de la fuente de agua que está frente a la entrada del Parque Sarmiento, y miró la hora en la pantalla de su celular. Las seis en punto de la tarde. De Uriel y Gastón -el joven de gorrita- no había señales. El corazón le galopaba a una velocidad inédita. Nunca le había corrido tan rápido la sangre. Respiró hondo por lo menos cinco veces, hasta tranquilizarse, como hacía de chico, cuando sufría brutales ataques de asma.
El dueño y empleado de la pinturería llegaron 18.04 arriba de una camioneta Fiorino de color gris topo. Le hicieron señas para que se subiese a la caja cerrada del vehículo, y arrancaron.
- ¿Estamos bien? - le preguntó Uriel a través del espejo retrovisor.
- Bien, sí.
- Me alegro.
Dieron una vuelta en U y pasaron a provincia de Buenos Aires por encima de la General Paz, que a esa hora estaba colapsada por el tráfico. Cuatro cuadras más adelanteenfilaron hacia la izquierda por una calle lateral. Hicieron cincuenta metros y frenaron frente al portón oxidado de una fábrica cerrada.
- Venite al volante, Marcelo.
Los tres hombres, en simultáneo, cambiaron de lugar. Uriel se acomodó en el asiento del acompañante y Gastón, en la caja. El jefe abrió la guantera y sacó un morral y una cartera de mano, de la que sacó dos pistolas nueve milímetros. Le pasó una a Gastón, que la maniobró para corroborar que funcionase correctamente. Uriel guardó la suya detrás de su cintura.
- Esta es para vos pero no es imprescindible que la uses. ¿La querés? - le ofreció una pistola calibre 38 a Marcelo.
- No, gracias. Ni siquiera la sé usar.

Viajaron en silencio, por la avenida Mitre, unas veinte cuadras. Durante todo el trayecto Marcelo estuvo tenso como una viga. Uriel lo debe haber notado, pero no dijo nada. Esta vez no perdía el tiempo con las fotos, videos y mensajes del celular. Ahora iba serio como perro en bote, con la vista clavada en la película que transcurría del otro lado del parabrisas. Se había sacado el aro de oro de la oreja izquierda. El horizonte tenía un color anaranjado. Luego de algunas indicaciones, llegaron a la cuadra de la farmacia.
- No apagues el motor y cualquier movimiento sospechoso que veas me pegás un llamado. ¿Estamos? -ordenó Uriel.
- Estamos.
- Nos vemos en un toque -lo despidió Gastón, que en ningún momento del viaje había perdido su semblanza de pibe despreocupado.
La Fiorino estaba estacada, con el motor en marcha, sobre Bernardino Rivadavia, la cuarta calle paralela a la avenida Mitre, en dirección a la Panamericana.. En la cuadra no se veían mas de diez personas que iban o venían. La tarde ya comenzaba a caer y la temperatura rozaría los veinticinco grados. La luces de neón verdes y blancas de la marquesina de la farmacia ya estaban encendidas. Marcelo vio cuando sus compinches ingresaron al local y, un segundo después, Gastón cerraba la puerta de vidrio luego de mirar hacia los costados.

Pasaron exactamente 2.56 segundos hasta que Gastón volvió a abrir la puerta de la farmacia. Para Marcelo transcurrió una vida. Durante todo ese lapso de tiempo no movió un músculo de su cuerpo. El celular siempre lo tuvo sobre su pierna derecha. No sacó los ojos de la puerta de la farmacia, salvo para mirar hacia uno u otro lado de la calle. Deseó tener la treinta y ocho a mano. Transpiró como un chancho y le faltó el aire, pero en un momento logró apaciguarse a partir de la aparición que realizó su nona Violeta por medio de imágenes y recuerdos. Había crecido con ella en su humilde vivienda de material del barrio Mitre, en Saavedra. Era tucumana, había llegado a Buenos Aires con un primo, cuando era muy chica, y luego de trabajar sin descanso en casas ajenas, fregando pisos y baños ajenos, planchando ropa ajena, cuidando hijos ajenos, se había podido jubilar, sin haber aportado nunca un solo peso, en 2012. Pero al año siguiente nomás, el diablo metió la cola y permitió que se la llevase una inundación. La vecina que la cuidaba había cerrado con llave desde afuera, y la vieja no pudo salir de su propia casa, a la que le entró el agua de la lluvia y el centro comercial Dot hasta lo más alto de la puerta. Violeta tenía la piel oscura como la tierra húmeda, y surcada por cientos de arrugas. Era dura como el roble. Sólo había tenido un puñado de gestos cariñosos para Marcelo a lo largo de toda su infancia. Pero a pesar de llevar una vida modesta, siempre se ocupó de que al nene no le faltase nada.

- Más fácil que robarle a un nene un chupetín, Chofer – largó Uriel ni bien se metió en la camioneta. Tenía los cachetes rojos y húmedos, y la mirada todavía helada -. Salí bien pancho. Como si fuésemos tres amigos que se van a pescar a Chascomús.
No podían bajar las ventanillas por una cuestión de seguridad. El hedor a la transpiración y adrenalina de Uriel y Gastón invadía la cabina y la caja del vehículo. Ninguno abrió la boca hasta que cruzaron la General Paz, ya no por Mitre, sino por encima de la Panamericana. Una vez que dejaron atrás el control policial de la avenida Goyeneche, y la moderna comisaría de la Metropolitana, ya del lado de Capital, bajaron los vidrios, guardaron los fierros en la cartera de mano y prendieron un par de cigarros.
- ¿Cuántas vamos ya? - le preguntó Uriel al de la gorra, que se había arrodillado en el fondo y no podía quedarse quieto.
- Media docena.
- Un buen número.
Chocaron las palmas de las manos. Fuerte. Con ganas. Luego Uriel le dio unas palmadas en el hombro a Marcelo.
- Muy bien, Capo. Ni una falla.
Estacionaron en la esquina de “Tu color”. Bajaron del vehículo y caminaron con el paso apretado. El morral de cuero gastado que colgaba del hombro derecho de Uriel bailoteaba al son de las cosquillas que le sacudían el cuerpo. El local todavía estaba abierto, a cargo del segundo empleado. Uriel lo despachó en seguida. Cerraron y se dirigieron a la oficina del fondo.
- Tomás cerveza, ¿Marcelo?
- Sí.
Uriel puso sobre la mesa playera tres vasos y una cerveza helada que sacó de una heladerita. Brindaron.
- Así que ya vamos media docena.
- Sí, pá. Y por ahora tenemos la suerte de nuestro lado.
- Exacto – dijo Uriel.
- Aunque todos sabemos que esa racha se corta en el momento menos esperado.
- También es cierto -coincidió el jefe, mientas se ponía de pie e iba hacia el mueble en el que había dejado el morral.
- ¿A vos se te hizo muy largo? - le tiró el pibe a Marcelo.
- Interminable. Es la primera vez que lo hago.
- Ya sé. Pero te vi tranquilo, eh. Hay que tener sangre fría para hacer esto.
Uriel se puso frente a los muchachos con varios fajos de billetes de cien en la mano.
- Negro, para vos tengo diez lucas. Tomá. Te las ganaste – y le pasó el dinero a Marcelo.
- Para vos, esto -le entregó el dinero a Gastón. La pila de billetes era más alta que la anterior.
- Yo ya me guardé lo mio -aclaró, y volvió a llenar los vasos para luego pedir otro brindis.
Cuando Gastón puso un reggeatón en su celular y se prendió otro cigarrillo, Marcelo se estaba poniendo de pie para irse a casa. Uriel lo miró con una mueca de asombro. Estuvo a punto de invitarlo a que se quede un rato más. Pero en cambio le hizo un comentario del viaje:
- La vuelta que tuvimos que pegar para llegar de nuevo al barrio, ¿no?
- Sí, antes de ayer arrancaron con la obra del túnel. El tránsito ahora es un quilombo.
- Ey, yo estuve en la protesta que hicieron los vecinos ese día a la noche.
- ¿Posta? -dijo Uriel, mientras leía mensajes en su enorme teléfono.
- Sí, me crucé a una ex que iba para allá y la acompañé. Alto bardo había en la zona. Fuego. Un par de giles tiraban abajo las chapas. Había polis y bomberos.
- Mirá vos.
- ¿Lograron algo?
- Al contrario.
- ¿Qué pasó? - Uriel ahora miraba hacia los ojos de su compañero.
- Echaron a uno que estaba hablando por el megáfono por hacerse y comerse la poronga.
- Ah bueno. Pero así no vamos a hacer ninguna revolución.
- Qué se yo. A mi la verdad es que me chupa un huevo -dijo el pibe, mientras se pasaba los billetes de cien con la cara de Evita por los dedos -. De echo fui uno de los que lo putearon.
-...
- Nos vemos en cualquier momento, muchachos -cortó Marcelo con la mano en alto, y yendo hacia el frente del negocio.
- Nos vemos, capo -lo despidió Gastón.
Uriel abrió la cortina para que pudiese salir Marcelo. Antes de que sacase el cuerpo, le dijo:
- Esta es guita fácil pero entiendo que vos no te la vas a quemar.
- No. La necesito.
- Nos cruzamos en el parque o te llamo, ¿sí?
- Dale. Gracias por darme una oportunidad.

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Pases en tiempos de desempleo IV (parte final A)

Carlos y su novio -Luciano- se acostaron en el sommier del dormitorio, luego de mirar en el living un par de capítulos de la segunda temporada de la serie Narcos. Las luces de los veladores ya están apagados y sus cuerpos están enlazados en forma de cucharita. En silencio, miran en dirección a la puerta del patio, por la que se filtra la luz pálida de un farol del fondo de la casa de un vecino.
El cielo, en lo alto, está limpio y estrellado, sin luna.
- ¿No es precioso el trato que Escobar tiene con su mujer? - dice Luciano.
- La Tata.
- La compañera de toda su vida, una chica de pueblo, sencillita. Él nunca le levanta la voz, le habla de usted, le jura, aún en las peores circunstancias, que ni a ella ni a sus hijos les faltará seguridad ni mucho menos, amor -sigue Luciano.
- Pero guarda, gordo, que si bien ella la juega de sumisa, en cuanto las cosas se empiezan a complicar, como ahora que Don Pablo y su imperio se hacen trizas, ella muestra las uñas. No es ninguna zonza. Sabe que su marido amasó una montaña de plata con el tráfico de cocaína.
- También sabe que su hombre, por lo menos en los inicios de su carrera, cumplió una notable función social -agrega Luciano, mientras acaricia el hombro de su pareja.
- Ah bueno -dice Carlos. ¿Y eso?
- Qué – devuelve Luciano, a la defensiva.
- A Escobar nunca le importó la gente de su Medellín natal ni de ningún otro lado. Siempre fue una mierda.
- No estoy de acuerdo para nada -devuelve Luciano, mientras se despega del cuerpo de Carlos-. El tipo ocupó el rol que hacía décadas había abandonado el Estado, por conveniencia si querés, pero desde ese lugar encabezó una obra social importante durante algunos años.
- Esa es una de las boludeces más grandes que escuché en el último tiempo, Lu. Estoy francamente sorprendido - se excusa Carlos, luego de erguirse y sentarse sobre la cama.
Luciano también se sienta. Ahora están de frente. Están en cueros. El aire está espeso y despide un leve olor a transpiración. A pesar de la escasa luz se miran a los ojos. La tensión perdura un largo medio minuto. Asumen en silencio que se agotaron las palabras. Es hora de acostarse, de espaldas al otro.

Al otro día, Carlos se levantó temprano y salió de casa sin despedirse de su novio. Dos cuadras antes de la estación notó que en la avenida Balbín algo rompía la cotidianidad. La obra del túnel había comenzado. Varias máquinas perforadoras removían el pavimento y otras depositaban los escombros con una pala mecánica en unos grandes contenedores de acero. Decenas de obreros de la UOCRA, mientras tanto, iban y venían con sus herramientas al hombro y realizaban distintas tareas. Estaba claro. El gobierno porteño había logrado destrabar la orden judicial que tenía frenada la obra. Ahora agarrate. Te paso por encima. Ya habían levantado un extenso perímetro de chapas de un metro y medio de altura, y salvo un par de curiosos, allí no había ninguna señal de protesta. En una misma imagen se fusionaban la derrota y la prepotencia.

Carlos pasó todo el día en su oficina, en el antiguo edificio de la cartera de Agricultura, casi sin tareas. Aprovechó el tiempo muerto para leer en internet sobre Pablo Escobar. Un personaje fascinante, pensó, que la literatura recién ahora estaba abordando con interés. A Luciano no le envió ni una sola señal. Se ahogó en su propia frustración y resentimiento. Supuso que al otro le estaría pasando lo mismo. No era la primera vez que ante una diferencia, o encontronazo, a ambos se los devoraba el silencio.

Se dio cuenta que había lío cuando el tren cruzó la avenida, metros antes de frenar en la estación. Eran casi las ocho de la noche, y Carlos estaba con la mirada perdida en las casas, calles y árboles del barrio, cuando un reflejo en la ventana de la puerta del vagón le llamó la atención. Parecía fuego. Ni bien dejó atrás el andén comprobó que no estaba equivocado. El corredor que la obra habían montado para ir de un lado a otro de la avenida estaba ocupado por vecinos y curiosos que miraban hacia la otra punta con los brazos enganchados a las rejas, como si fuese una tribuna del fútbol de ascenso. En la esquina había un grupo de policías metropolitanos en estado de alerta. Los vecinos en lucha, el ruido y tres fogatas de dos metros de altura venían de la calle Tronador. Hacia allá se dirigió. Todas las chapas que formaban el perímetro de contención de la obra de esa zona, estaban desparramadas sobre el pavimento.

El orador estaba de pie arriba de un banco de cemento, en el centro de la plazoleta. Era alto y su barba blanca desalineada le llegaba hasta el pecho. Estaba nervioso. No era clara su intervención, y se le trabaron las palabras cunado llamó a los gritos a armar un acampe para resistir el avance de la obra. Algunos de los cincuenta vecinos que participaban de la reunión comenzaron primero a quejarse, a interrumpir al orador, a discutir entre ellos, con los otros que quisieron poner orden. En menos de un minuto unos y otros se tiraban acusaciones inconexas y fuera de contexto. Carlos pensó en la denominación “espacios silvestres” que los jóvenes militantes con los que hacía política usaban para describir de modo peyorativo a ese tipo de agrupamientos. Tenían razón. La reunión era un caos. Al asunto le faltaba, justamente, política. No había allí ni un solo dirigente o militante.

Los que estaban muy bien organizados eran los jóvenes que estaban finalizando su misión de derribar todos y cada uno de los paneles de acero que cercaban la obra. Desde la zona de la estación llegaban los ruidos de las patadas que los revoltosos le daban a los paneles, hasta hacerlos caer. Tomaban carrera y paaaammmm. Los policías no intervenían. Los vecinos y algunos comerciantes -notablemente perjudicados por la obra-, tampoco. Por Tronador, en contramano, irrumpió un camión de los bomberos. Tenía los celulares encendidos pero no la sirena. Los uniformados se quedaron arriba del vehículo.

Fue en ese instante que Carlos levantó el brazo y pidió la palabra. El de barba blanca lo identificó, le hizo señas para que se acercase al banquito improvisado, y luego de pedir silencio, le cedió el megáfono. Se habían calmado los ánimos, pero a Carlos ya le temblaba la mano. - Vecinos y vecinas, soy Carlos, vivo en Estomba 3540 y quiero solidarizarme con vuestra lucha, ya que como ustedes considero que la construcción de este túnel es absolutamente innecesario. Lo digo por el problema de las inundaciones, por cómo afecta a los comerciantes, el tránsito en el barrio durante casi un año, pero también porque el PRO solo hace márketing barato y le importamos tres carajos.
Del grupo de vecinos emergió un tibio aplauso.
- De todos modos, vecinos y vecinas, creo que ahora es momento para organizarse, ya que noto mucho desorden entre ustedes, y eso beneficia de modo directo a Larreta y a Macri.
- ¿Y éste de dónde salió? – murmuró uno a un costado.
Carlos giró la cabeza de modo involuntario para identificar al responsable del comentario. Era joven, estaba bien vestido, tenía ojos claros y tenía cubierta la cabeza con una gorra naranja de marca Adidas.
- Trabajo en el Estado nacional y les aseguro que a pesar de la persecución que el gobierno está realizando contra los trabajadores, cuando uno se organiza logra grandes resultados…
- Te estás yendo por las ramas, flaco… - comentó una señora.
- O por lo menos esa articulación amortigua la lluvia de golpes...
- Cortala capo, no queremos política… - alzó la voz un tercero.
- La organización vence al tiempo, dijo un gran estadista que…
- No necesitamos tus consejos, trolo… - le escupió un cuarto, ya sin filtro.
- Si no se organizan los van a pasar por arriba …
- Andate, culo roto -los gritos provenían de los labios desbocados de unas tres personas más. Carlos vio que el joven de la gorra incitaba a los más intolerantes. Se reía. Disfrutaba de aquel avance que ya rozaba la humillación.
Tuvo que tirar para atrás la cabeza cuando un jubilado con la camisa gastada le quiso arrebatar el megáfono.
- Tranquilos, vecinos. Dejemos hablar. Seamos respetuosos -intervino el de la barba blanca.
- Que se vaya. Seguro es de La Cámpora. Una corrupto, un ladrón – gritó una señora de lentes y pelo negro.
- ¡No digan más pelotudeces que así no vamos a ningún lado! -intervino un flaco que en su mano derecha aferraba la correa de un labrador.
- ¡Vos sos otro sorete que apoya a la cretina! -le gritó un señor con lentes oscuros y pantalones cortos al flaco del perro.
Más gritos. De nuevo el caos.
El alboroto fue interrumpido por un grito desesperado:
- ¡Se quieren llevar preso a Alvarito! -gritó uno, a un costado de las fogatas. Estaba transpirado, con el pelo desalineado, y llevaba una cámara de fotos en la mano. Señalaba hacia la estación.
La gran mayoría de los vecinos salieron disparados hacia allá. El de la barba blanca, entonces, le pidió a Carlos el megáfono. Luego lo miró de modo comprensivo, y antes de irse le dijo:
- Disculpá las faltas de respeto, pero acá no quieren discursos ni posiciones políticas.

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Pases en tiempos de desempleo III

- Para mí hay que reventar la peluquería – lanzó el joven de veinticinco años. Tenía puesta una gorra Nike y las patas estiradas sobre una banqueta.
- Es arriesgado, Pá. No conocemos todos sus movimientos- devolvió el que mandaba allí adentro, Uriel, que lo doblaba en edad y que no sacaba la vista de la pantalla de su celular.
- Pero estamos a tiempo, ¿o no?
- No. Ya fue.
- ¿Vos qué pensás? – le dijo el joven a Marcelo, que hasta ese momento no había abierto la boca más que para comer el almuerzo. 

- Yo prefiero ir a la farmacia.
- Claro, pibe. Este recién se suma y ya la tiene más clara que vos –dijo Uriel-. El viernes justo cae día cinco del mes, llega la guita para los sueldos de los seis empleados y aparte tenemos la mosca de la recaudación de ese día y el anterior. Aparte sabemos que nos podemos irnos a la mierda en un solo auto y sin problemas. Creo que podemos rozar las ochenta lucas.

Los tres estaban sentados alrededor de una mesa de plástico, de tipo playera, en una pequeña oficina de paredes blancas y luz artificial que estaba ubicada en la parte de atrás de la pinturería “Tu Color”. Acababan de almorzar unas bandejas de comida china. Eran las dos y media de la tarde y faltaba una hora para volver a abrir al público. El negocio era de Uriel y lo sostenía con dos empleados: el de la gorra y otro de unos treinta y cinco años que había aprovechado la pausa laboral del mediodía para ir a resolver un problema familiar. Marcelo no estaba cómodo pero sí decidido. Era la tercera vez que compartía un rato con esa gente, y la primera en un mano a mano. Los había conocido quince días atrás, después de haber jugado un picado en el Parque Saavedra. Era domingo y gracias al frío y a una fina llovizna, el potrero había sido todo para ellos. Eran como trece jugadores por equipo, pero salió lindo. Pudo correr, distraerse un rato del agobio mental que lo estaba atormentando, y hasta se dio el gusto de tirarle un caño a uno en una jugada que se armó por la derecha, en una zona de tierra dura y despareja. Fue en el cierre del partido que un conocido lo invitó a tomar unas cervezas en la puerta del Chino de García del Río. Ahí conoció a los muchachos. No abrió la boca, pero a los otros no les costó nada sacarle una radiografía. Al otro fin de semana, y de nuevo después del picado, cuando ya había caído la noche, su conocido le presentó a Uriel, que no jugaba a la pelota pero que se mostraba a un costado, sobre un tronco caído, junto a otros compinches. Fue él el que le dijo, luego de estrecharle la mano, que podía darle una mano para saltear las urgencias económicas. Era un corcho quemado que no valía un peso, pero mostraba una seguridad en sí mismo que despertaba respeto. Tenía un aro en la oreja y un celular muy caro en la mano. Él entendido todo enseguida. No lo pensó dos veces. De algún modo ya se había preparado para ese escenario. Lo preveía. Dijo que sí cuando lo citaron a la pinturería, a mitad de la semana.

- No pinta ningún laburo, entonces, ¿Negro? – le tiró de la lengua Uriel, de nuevo embobado con su teléfono de última generación, grande como un libro de bolsillo.
- Sí, ya no tengo más aire.
- Yo acá no puedo tirarte ni una migaja. En cualquier momento tengo que echar a la mierda a alguno de estos dos –advirtió Uriel, con una sonrisa insinuada en los labios.
- Ya me quemé los ahorros y eso que no pagué ni la luz ni el gas.
- Hay un quilombo bárbaro con eso. Están frenados los aumentos –dijo el de la gorra, que no solo navegaba el Youtube para ponerse al día con la música electrónica, sino que también a veces leía algún portal de noticias.
- Sí, pero en cualquier momento les liberan las facturas. Están todos entongados. Estos vinieron a llevarse todo –dijo Uriel.
- ¿Y los otros? También se la afanaron toda –contestó el chico.
- No sé, Pá. Pero había más guita en la calle. Mirá la miseria que hay ahora. Nosotros bajamos un cuarenta por ciento la facturación. 

- Sí –asumió el otro -. Macri gato.
- No hay un cobre en la calle –sumó Marcelo, que se había vestido con jeans y una chomba gastada para la reunión. Los nervios lo traicionaban. Le bailoteaba el labio inferior cada vez que hablaba.
- Por eso hay que ir a buscarlo –dijo Uriel ni bien se puso de pie, y estiró los brazos y exhaló aire de sus pulmones. Tenía buen estado físico. No fumaba ni tomaba alcohol.
- Listo, ¿entonces? –dijo el joven, que también se puso de pie.
- Nos vemos el viernes a las seis de la tarde frente a la entrada del Parque Sarmiento –dijo Uriel, después de guardar su teléfono en el bolsillo de la campera de nylon. Se acercó a Marcelo y luego de apoyarle una mano en el hombro, y mirarlo a los ojos, le dijo: - ¿Vos estás seguro de que querés avanzar con esto?
- Muy seguro.

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Pases en tiempos de desempleo II

Carlos se convenció al ver los volantes adheridos en las vidrieras del noventa y cinco por ciento de los comercios de Balbín. “NO al túnel. Por nuestro trabajo. Por las inundaciones. Por la inseguridad. Nos juntamos el viernes 18/08, a las 19.00 horas, en la plazoleta Goyeneche”. Listo. Se sumaría a la protesta. Necesitaba juntarse con otros para escupir aunque sea parte del veneno que lo estaba ahogando.

Carlos se había sumado a las actividades de una unidad básica pocos días después de la muerte de Néstor Kirchher, sacudido en algún punto de su sensibilidad por las imágenes del velorio y la plaza llena de jóvenes. No venía de una familia peronista, pero trabajaba en el ministerio de Agricultura y a lo largo de los últimos años pudo constatar con sus propios ojos cuál era la diferencia entre un Estado presente y otro bobo y retirado. También le resultó evidente el contraste que se produjo entre los pibes que habían entrado a trabajar en el último tiempo, con respecto a los vejestorios estatales que estaban atornillados a una comodidad que no le servía a nadie, y que en el último tiempo azuzaban la idea de ñoquis que había lanzado Macri. Él no era ningún pescado. Los medios de comunicación atacaban al gobierno anterior porque se había animado a dar algunas discusiones muy pesadas.

Pero la experiencia militante en el barrio terminó en frustración. Si bien disfrutó las jornadas de trabajo conjunto por causas justas, las movilizaciones, actos e inauguraciones muy coloridas y entusiastas, algo se fue deteriorando en su interior, de modo paulatino y hasta dolorosa, hasta que dejó de ir. Había en el ambiente de la política una sistemática rencilla por nimiedades. La voz cantante en un acto barrial, la coordinación de los fiscales en una escuela, una responsabilidad en la estructura de la agrupación. Él no tenía nada que ver con eso. La energía la ponía en el trabajo, y en casa, en la que vivía junto a su compañero. Por introvertido, o cobarde, se fue sin hacer ningún planteo, o “dar la discusión”, como decían los más chicos.

Carlos caminó las seis cuadras que separan su casa de la estación Saavedra. Estaba de buen ánimo, aunque algo nervioso. La plazoleta había sido desbordada y parte de los doscientos vecinos cortaban uno de los carriles de la avenida Balbín, con el apoyo y la custodia de un patrullero de la Policía Federal. Ya había caído la noche y la primera fila de manifestantes portaba cartulinas con las distintas consignas de la convocatoria. El tráfico se movía lento y pesado hacia las vías y los automovilistas, con el brazo en la ventanilla, miraban con caras de fastidio. Carlos pensó que muchos de los que estaban ahí, por su ropa, su cara, sus poses y gestos, debían haber votado al gobierno que ahora los asfixiaba con su política económica. Dio unas vueltas entre la gente. Algunos hacían sonar silbatos. Otros le pegaban a una cacerola y el resto aplaudía. Allí no se hacía más que eso: un ruido parejo, a través de un ritmo acompasado. Empezó a aplaudir él también.

“¿Tenés idea en qué anda el tema del amparo?”, le preguntó un muchacho alto y flaco, vestido con ropa deportiva. “Ni idea. Recién me sumo”, contestó él. “Ah. Escuché al de la casa de fotografía que contaba que dos abogados estaban por hacer una presentación judicial para frenar la obra”, dijo el flaco. Una señora de unos cincuenta años, con rulos hasta los hombros y lentes con armazón de aluminio sobre la cabeza, contó que sí, que lo habían presentado por la mañana. “El juez de turno del fuero contencioso tiene tiempo hasta el miércoles para darle o no lugar”, dijo la señora. “Genial”, devolvió el muchacho. “Ojalá que avance”. “No creo”, retomó la señora, “estos tipos son muy listos para estas cosas”. “¿La gente de Larreta?”, sumó Carlos. “Sí”, contestó ella. “Para esto y mucho más”, dijo él. La señora y el de la ropa deportiva afirmaron con la cabeza, sin decir una palabra. El gesto fue pura resignación.

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El enviado


Una de las más importantes fuentes de inspiración para un escritor de ficción es la experiencia de su propia vida. Ahí me animo a encajar a mi padre, Gustavo Abrevaya, que acaba de publicar su tercera novela. Le sobra recorrido personal para inspirarse. Por ejemplo, haberse enamorado a sus veintiún años de mi madre, militante revolucionaria que le llevaba cinco años y que tenía un hijo de cuatro. O haber estudiado la carrera de Medicina con Videla en la Casa Rosada. O haberse exiliado –ya con nosotros y mi primer hermano, Ramiro- a Israel, poco tiempo después de que Galtieri enviase a asaltar las Islas Malvinas. O haber empezado de cero acá, a partir de 1984. En su obra literaria asoma con claridad la influencia que aquellos años ejercieron sobre el alma de Gustavo. El tema que atraviesa sus tramas y perturba a sus personajes tiene que ver con la experiencia política personal y colectiva que sería arrasada en las salas de tortura del Estado argentino. Primero fue en la novela premiada El criadero, en el que se narra la historia de un joven cineasta, que luego de parar en un pueblo perdido en una ruta provincial, sufre la desaparición de su novia, compañera de viaje. Luego llegó el turno de Los infernautas, un ambiciosa texto de largo aliento en el que un gemelo busca a su hermano también desaparecido, luego de haberse sumado a las milicias de uno de los dos bandos que disputan una guerra celestial. Ahora, con El enviado –escrito a dos manos, junto a Leonardo Killian- en la historia se unen dos puntos de una misma línea: el mítico 25 de mayo de 1973 y un presente histórico cuyo epicentro es el hospital neuropsiquiátrico Borda. Mi padre es psiquiatra y los manicomios son parte de su bagaje laboral y personal. Conoce bien los vicios y debilidades de los enfermeros y los médicos. La locura y sensibilidad de los pacientes. Yo mismo tengo algún recuerdo de sus pasillos y parques, de la mirada extraviada de hombres y mujeres solitarios. Gustavo también sabe mucho de cine y de literatura policial. Todo ese cóctel, junto al talento de Killian, más la corrección que aportó la maestra Elsa Drucaroff, se funden en un policial negro que sin dudas merece un lugar en la vitrina de la mejor tradición argentina del género. Yo lo leo con un placer incontenible. Soy su hijo, sí, pero también un escritor que hace tiempo aprendió dos cosas: 1) para escribir hay que leer, 2) leer buena literatura nos estimula la vida; y El enviado es justamente eso: buena literatura.



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Pases en tiempos de desempleo

Luego de trotar sin ningún apuro durante unos veinte minutos, Carlos se puso a hacer ejercicios aeróbicos en un claro del borde oeste del Parque Saavedra, a pocos metros de la garita de la Policía Metropolitana. Siempre realiza la misma rutina. Mientras tenía trabajo, salía a mover las piernas y cambiar el aire cuando ya el sol se había escondido detrás de la avenida General Paz. Ahora que está desempleado, aprovecha la luminosidad de las mañanas. Al muchacho de la pelota nunca antes lo había visto. Tenía puestos botines, pantalones cortos de la selección nacional y una campera. También una bufanda agarrada al cuello. Carlos se tentó. Hacía por lo menos dos años que había dejado de ir a jugar a la canchita de fútbol 5 con amigos, luego de que el médico le recomendase evitar cambios de ritmo bruscos. “Disculpame, ¿da para hacer unos pases?”, le dijo al muchacho. “Sí, claro”, dijo el otro, con algo de sorpresa. “¿Estás esperando a alguien?”. “No”. Entonces tomaron una prudente distancia y a lo largo de unos quince minutos se dedicaron a pasarse la pelota de un lado al otro. Con la pierna derecha, con la izquierda, a ras del césped, a media altura. Con el revés del pié y de puntín. También intercambiaron algunos pases de arquero, luego de enviar la pelota hacia arriba con el brazo. Recién volvieron a cruzar unas palabras cuando Carlos decidió que era hora de ir a casa.

- Gracias por dejarme patear un poco la pelota, che – le dice Carlos al muchacho, y le estrecha la mano (que notó llena de durezas, rasposa).
- De nada. Soy Marcelo.
- Linda mañana para quemar un poco de grasa.
- Linda, sí. Yo no venía hacía un montón.
- Yo tampoco. Vine mucho en otro momento, con mi hijo, a jugar a la pelota, justamente – dice Carlos, mientras sonríe y eleva las cejas.
- ¿Juega en algún lado?
- Sí, en All Boys de Saavedra.
Silencio.
- ¿Vos tenés hijos?
- No.
- Hoy vine a la mañana porque ando con tiempo. Me echaron del laburo – larga Carlos.
- No me digas. A mí también –dice Marcelo, con los ojos abiertos como platos.
- Cambiamos –ironiza Carlos, con algo de alivio en el pecho, ya que tenía la imperiosa necesidad de compartir y contagiar su veneno.
- Yo laburaba en una fábrica de sodas, acá en Adelina – dice el muchacho, y señala con su brazo izquierdo hacia la gran torre de cristal que se erige a metros del centro comercial DOT.
- Somos dos, entonces.
- ¿Vos dónde estabas?
- En el Estado –cuenta Carlos.
- ¿Es cierto que los otros se la choreaban toda?
- Para mí no. Los medios los odian porque tuvieron los huevos de enfrentarlos.
- Ahora con todo lo que está pasando tienen el culo cerrado.
Otro silencio.
- Yo no voy a volver a vivir lo del 2001 –advierte Marcelo. Un gesto duro y frío le gana la cara.
- ¿Qué te pasó?
- Me echaron del laburo y estuve más de un año como el orto. Tuve que venir al parque a vender ropa y una vajilla de mi vieja.
- Fue tremendo. Me acuerdo.
- En el último mes fui a dos entrevistas de laburo y los dos me dijeron que había que esperar que se reactive la cosa.
- Yo creo que esto va de mal en peor. Eso es lo más preocupante.
- Me llegaron las facturas de gas y electricidad. No las puedo pagar.
- No se pagarán.
- Que me chupen la pija –dispara Marcelo-. - Si tuviera hijos, y no tengo para darles para morfar, salgo a chorear. Te lo juro –dice. En el cuello le asoma una vena.
- ¿Vivís con alguien?
- Estoy solo.
- Habrá que aguantar los trapos.
- Ya me junté con un par de compañeros para pensar qué hacemos.
- Una buena es ir a ver a agrupación política del barrio. Hay unas cuantas.
- No creo. Lo nuestro va por otro lado.
- También hay organizaciones vecinales. Ayer cortaron Balbín para protestar por la construcción de un túnel que quiere hacer Larreta.
- Estamos pensando en otras opciones.
Un nuevo silencio gana la conversación. Ya es hora de irse.
- No voy a volver a pasar hambre – repite Marcelo, que ahora se pone a hacer jueguitos con la pelota.
- Estoy de acuerdo, pero no es recomendable morfársela solo.
- En eso estamos- dice, y le pega una sablazo a la pelota con la pierna derecha. La redonda -algo desinflada, de marca dudosa- se eleva unos quince metros, con tanta mala suerte que queda enganchada en una rama de un pino.
- No te la puedo creer -dice Marcelo.
Luego de levantar un par de piedras de un montículo de tierra que hay al pie de otro árbol, ambos se ponen a tirarle al blanco. Uno, dos, diez intentos. No se destacan por la puntería. Marcelo bufa. Putea en voz baja. Por primera vez se saca la campera. Lleva puesta una camiseta blanca gastada, sucia.
Pasan más de cinco minutos.
- Me tengo que ir, Capo. Disculpame -dice Carlos, que ya tiene helado el cuerpo.
- Andá tranquilo -dice Marcelo, con la cara transpirada y la respiración agitada.
Se estrechan las manos.
- Cuidate –le dice Carlos.
- Vos también.
Luego de caminar unos cincuenta metros, Carlos se da vuelta. Marcelo sigue tirando cascostes hacia la copa del árbol. A su lado hay dos hombres, que aparentemente se sumaron a la cruzada.

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"Pitu, estás hasta las manos, tu causa la tiene Bonadío"


La noche del 20 de junio último pasado, el Pitu ascendió a la terraza de su casa de la villa 15. Solo. Roto. Para consumir pasta base. Como tantas otras veces que la frustración lo acorrala. Dos hechos lo estaban ahogando. La Alianza Cambiemos está desmantelando las políticas sociales que el gobierno anterior había diseminado en los barrios en los que milita junto a sus compañeros, con las previsibles consecuencias que eso detona sobre los villeros. Y por esas horas se celebraba el Día del Padre. Un día horrendo que le remueve los fantasmas de un pasado doloroso ya que el suyo estuvo preso tres cuartas partes de su vida. El demonio que lo aterroriza desde que se convirtió en un adulto a sus quince años es que sus hijos sufran la ausencia de su padre como le sucedió a él. Los dos más grandes sí tuvieron que pasar por la misma experiencia, mientras él estuvo privado de su libertad. Pero no la más chiquita, que ahora tiene seis años. Kiara. Ella no, por Dios.

Su esposa lo enganchó ahí arriba. A sus pies se expandía gran parte de los techos de material y chapa en los que viven hacinados más de treinta mil personas. Hacía frío y el esqueleto del Elefante Blanco lucía tan espantoso como siempre. Le pidió que se fuese, que esa recaída era imperdonable luego del esfuerzo que todos allí habían hecho para acompañarlo contra su adicción, cuando Alejandro un año atrás se había puesto en manos de los profesionales del Cenareso y más tarde de una psicóloga. Se metió en el coche y se fue. A las pocas cuadras lo detuvo un patrullero. Le encontraron la droga. Se preocupó, se molestó, el pozo ganaba profundidad. Pero faltaba caer mucho más hondo. En la comisaría, apenas lo vio entrar, un oficial le dijo: “Pitu, estás hasta las manos, tu causa la tiene Bonadío”.

Alejandro Salvatierra está detenido hace más de veinte días en una unidad penitenciaria federal de la localidad bonaerense de Ezeiza. Ni él, ni sus familiares, amigos y compañeros lo dudan: se trata de un denso problema de consumo personal que el Ministerio de Seguridad de la Nación, en alianza con sectores del poder judicial y el poder mediático, aprovecharon para profundizar su campaña de criminalización y persecución de dirigentes y militantes kirchneristas. Bonadío le imputó la figura de “Tenencia simple”, uno de los tres tipos que prevé la ley de Drogas número 23.737. Ahora es la Sala 2 de la Cámara del Fuero Criminal y Correccional Federal la que debe decidir Salvatierra recupera si libertad, un derecho que sin duda no hubiese sido cercenado si en su documento tuviese una dirección del barrio de Palermo. Para algunos sectores del poder público y fáctico la figura de Salvatierra representa el hecho maldito del peronismo y su incansable promoción de la movilidad ascendente y la justicia social. Una de las facetas más recalcitrantes, justamente, del kirchnerismo.

Salvatierra saltó a la fama durante la dramática toma de tierras del parque Indoamericano, en el barrio de Villa Soldati, en la comuna 8 del sur de la Ciudad de Buenos Aires, luego de hacerse cargo frente a las cámaras de televisión, con gorra y ropa deportiva, de gran parte de las demandas que los ocupantes le tiraban por la cabeza al Estado porteño y al nacional, en aquel momento a cargo de Mauricio Macri y Cristina Fernández de Kirchner. El primero les echaría la culpa a los inmigrantes. La segunda se haría cargo del problema y pensaría e instrumentaría una solución.

El Pitu habló en nombre de los ocupantes, en el cierre del conflicto, en la sala de prensa de la Casa Rosada, en directo y para todo el país. Los medios de comunicación masiva lo estigmatizaron por su pasado delictivo y por ser villero y kirchnerista. Los foristas de La Nación, Perfil e Infobae se hicieron una fiesta bacanal con su figura. Unos días después, CFK dispuso la creación del Ministerio de Seguridad. Con el paso del tiempo, en varias notas y entrevistas periodísticas, él haría pública su historia familiar, las adicciones, la delincuencia, la cárcel y la posibilidad que tuvo de redimirse al recuperar la libertad en 2008 y encontrarse con un país gobernado por un proyecto político que lo por primera vez en la vida de toda su familia, los incluía.

Alejandro accedió a su primer trabajo registrado por medio de las Madres de Plaza de Mayo, en la Ciudad Oculta, que estaban construyendo viviendas junto a los vecinos por medio de la más tarde denunciada Fundación Sueños Compartidos. Venía de cumplir una condena de más de siete años en un penal bonaerense, en la que se abrazó a la causa evangelista, que allí adentro ejercía una notable influencia entre los presos y el Servicio Penitenciario Bonaerense. Fue allí “en la sombra” que se casó con su compañera y madre de tres hijos, que terminó sus estudios secundarios y que leyó literatura política junto a dos profesores que lo apadrinaron ni bien le pescaron sus condiciones.

Antes, durante su adolescencia, había sufrido junto a su familia las consecuencias del modelo económico neoliberal que derivo en la crisis del 2001, en su barrio. Pasaron hambre, frío y la desesperación de no contar con un lugar para vivir. Fue por esos días que empezó a consumir y a delinquir. Más de una vez dijo que no se justificaba, pero sí que se auto entendía. Años más tarde, luego de acomodarse por la oportunidad que le dieron las Madres, comenzó a legitimar una referencia en el territorio por medio del trabajo social que realizaba junto a su esposa y algunos compañeros. Después del episodio del Indoamericano se enarboló en la causa villera. Nunca más paró. Militó en varias agrupaciones kirchneristas hasta llegar a conducir el frente de villas del agrupamiento político Unidos y Organizados. Su referencia más importante es la del Padre Carlos Mugica, y no por haber nacido en el mismo hospital Salaberry del barrio de Mataderos en el que había dejado de latir el corazón del padre villero, sino, seguramente, por la tenacidad, la fortaleza de levantarse una y otra vez contra sus adicciones y también contra la desigualdad, que ahora con Mauricio Macri y sus socios en la Rosada vuelve a sus niveles históricos.

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Los cinco mitos del PRO en materia de política exterior




El jueves pasado el Instituto Patria organizó su charla número doce, a salón lleno, como todos los encuentros anteriores, para debatir acerca del rumbo que está dándole la Alianza Cambiemos a su política exterior. Ninguna sorpresa, en realidad, aunque sí vale la pena puntear algunos detalles de la intervención de Juan Manuel Karg, politólogo de la UBA y analista internacional, que habló de “los cinco mitos del PRO con respecto a la política exterior”. Yo hubiese titulado “las cinco mentiras del PRO”, porque eso hacen sus funcionarios y dirigentes de modo sistemático: mentir. Pero estaba sentado entre el público y no en el panel. Repasemos.

Lo primero que citó el joven Karg fue aquello que el PRO y los radicales sostuvieron hasta el hartazgo frente a las cámaras y micrófonos de los grandes medios de comunicación amigos: la Argentina debía volver al mundo y retomar sus vínculos tradicionales con los Estados Unidos y la Unión Europea. El panelista punteó los siguientes hechos: todavía en campaña y recién asumido, Macri se metió en la interna de la política venezolana y acudió al miserable latiguillo del respeto a los derechos humanos; su primera visita internacional fue al Foro Económico Mundial de Davos, luego de catorce años de ausencia oficial, y allí se juntó con el primer ministro inglés, David Cameron; se le pagó a los Fondos Buitres y se recibió una pomposa felicitación de parte de Paul Singer; recibimos a Obama con una cena de gala en Centro Cultural Kirchner; hace unos días el primer mandatario visitó a Juan Manuel Santos, en Colombia, en el marco del acercamiento a la Alianza del Pacífico, y aparte se juntó con Álvaro Uribe Vélez, el ex presidente de estrechos vínculos con los paramilitares que está acusado por delitos de lesa humanidad; Macri recibió en Casa de Gobierno a Sebastián Piñera y y al golpista venezolano Henrique Capriles; por último, Macri envió su apoyo a Mariano Rajoy para las elecciones españoles de días pasados. Ahí tenemos un fresco de la vuelta al mundo de la Argentina para el Gobierno nacional.

El segundo mito mencionado fue “desideologizar la política exterior”. En el Patria hubo risas y lamentos. No se conoce la opinión de Macri acerca de la Unasur ya que nunca dijo una palabra al respecto; tampoco hubo un pronunciamiento acerca del pedido que hiciese la Argentina para ingresar a los Bricks, “los países emergentes que mueven al mundo”, según Karg, y citó los siguientes hechos para graficar el mito: el hundimiento de un pesquero chino, la salida del canal de televisión rusa que inauguró Cristina y el inmediato reconocimiento oficial de parte de la canciller Susana Malcorra para el gobierno de Michelle Temer, en Brasil, mientras atravesaba un escándalo institucional de escalas planetarias. Otro fresco. Otra mentira.

El tercer mito dice que “las economías de los países del pacífico son el ejemplo a seguir”. Juan Manuel se hizo una fiesta, pero los que llenábamos el cálido auditorio del Patria sentimos cómo nos crecía un nudo en la boca del estómago. El economista dijo que el crecimiento del PBI de México, Colombia, Perú y Chile son muy parecidos a los de los países que conforman el otro bloque de la región, el Mercosur. Pero que no sucede lo mismo con la distribución del ingreso. La desigualdad, por supuesto, se acrecienta de modo notable en el primer grupo de países. Allí no tienen el nivel de organización política ni sindical que tienen nuestros países de la región, “no hay asignación universal por hijo como en la Argentina, no hay plan Bolsa Familia como en Brasil, no hay misiones sociales como en Venezuela, no hay bonos Juancito Pinto y Juana Azurduy como en Bolivia ni Escuelas milenio como en Ecuador”, detalló. Encima, hablamos de países con una enorme inestabilidad política. Mencionó, entre otros ejemplos, los 27 mil desaparecidos de México, desde el 2007 a la fecha, a causa de la guerra por el manejo del narcotráfico.

El cuarto mito es que el PRO y los radicales dicen que la Argentina ingresó a la Alianza del Pacífico. En realidad se trata de una alianza que tiene cuatro miembros pleno y cincuenta observadores. Para ser miembro permanente, la Argentina debe firmar dos tratados de libre comercio. Eso todavía no sucedió.

La última mentira que propagan los voceros del Gobierno nacional es que “los Estados Unidos y la Unión Europea van hacia su recuperación económica”. Karg la desarmó en menos de dos minutos. Luego compartió algunas conclusiones y le pasó la palabra a sus compañeros de panel, Paula Español y Arnaldo Bocco. Miente, miente que algo quedará. Esa es una de las consignas más relevantes del manual que el PRO utilizó para ganar el poder público de nuestro país, con el apoyo del blindaje mediático de los medios de comunicación destituyentes, por supuesto.

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Los cien años del Pitu Salvatierra


Las empresas periodísticas que blindan el ajuste radical y macrista insinúan que Alejandro está preso por vender droga. Pero las razones de su detención son políticas y deben ser enmarcados en la campaña de persecución oficial contra dirigentes y militantes kirchneristas. En el siguiente texto de Diario Registrado se cuenta parte de la vertiginosa vida y militancia del Pitu Salvatierra, un dirigente villero de la Ciudad Oculta preso por luchar. 

http://bit.ly/299OAI9

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El relato del siglo

Gracias Dios por el fútbol, por Maradona, por las lágrimas, suspira Víctor Hugo sobre el final del relato del siglo, ya exhausto, luego de dejar el alma sobre el pupitre del palco de prensa del estadio Azteca. Unos pocos minutos después, mientras los ingleses intentaban descontar el dos a cero en contra y peloteaban a Nery Pumpido, y luego de una acalorada intervención del comentarista Julio Ricardo, el relator uruguayo pediría disculpas al aire por haberse corrido del tono profesional, por haber desnudado su pasión por el juego más lindo que haya inventado el hombre y por haberse convertido por unos instantes en el más descarnado hincha del fútbol rioplatense, y sus potreros, y sus pueblos, enviados hacía no tanto tiempo atrás a una guerra fatídica y canalla.

Uno escucha el relato de aquella gesta deportiva y debe limpiarse las lágrimas que ruedan por las mejillas. Genio del fútbol mundial, quiero llorar, la mejor jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico. Yo tenía quince años y promediaba mi paso por mi colegio secundario. No tuve noción, pienso ahora, de la épica que se estaba tallando por esas horas en la historia del futbol y el periodismo.

Exactamente treinta años después, con un pedazo de vida encima, vuelvo a escuchar el relato y una vez más debo secarme los lagrimones. Pienso que aparte de la belleza inagotable del gol, en un mundial en el que el Diego estaba imparable, lo contagioso es la entrega con la que Víctor Hugo desnuda su amor y su pasión por el deporte, el arte, la condición humana y la vida. La misma que tenemos nosotros por el fútbol, nuestros seres queridos y un modelo país. El mismo que defiende el hombre que inmortalizó el relato del mejor gol de todos los tiempos.

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Soy otro despedido

Al viejo empleado de Recursos Humanos le temblaba el labio inferior cuando me estrechó la mano y me pidió que lo acompañe a su escritorio. Mientras atravesamos un corto pasillo sentí una piadosa mirada de algunos trabajadores del sector. Por favor andá leyendo el escrito, me indicó el señor ni bien nos sentamos. Están prescindiendo de tus servicios, soltó, en un susurro. “Por razones de reorganización administrativa y reestructuración de personal”, justificaba una subsecretaria en la notificación, compuesta por tres hojas escritas en un lenguaje administrativo que a lo largo de los cinco años que trabajé en la administración pública nacional nunca terminé de decodificar.

La planta transitoria a la que había logrado acceder hacía unos dos años, significaba entre otras ventajas, una garantía de estabilidad laboral. Siempre y cuando el Estado estuviese a cargo de un proyecto político que defendiese a los trabajadores, claro. Ahora que nos gobierna una alianza de mentirosos, estafadores y perversos, el tipo de contrato se convirtió en un arma de doble filo. Al vencerse, me soltaron la mano. Me despidieron. Sin tener claro qué tareas estaba realizando en el organismo en el que trabajaba, si era útil o hasta imprescindible. Hay que echar. Ajustar. Hablar de ñoquis, grasa militante, sinceramiento y modernización. Perseguir, si se trata de hombres y mujeres identificados con el kirchnerismo. Mientras, ocupan los cargos con amigos y familiares, que cobran el triple de dinero de los que percibíamos la mayoría de nosotros.

Entramos a trabajar al Estado de la mano de un proyecto político atrevido, transformador, excepcional, con la intención de aportar a la construcción de un país más justo, y serio. La gran mayoría de nosotros venía de trabajar en el sector privado y desconocía los laberintos y complejidades de la organización que más trabajadores emplea en nuestro país. Nos chocamos de frente con su burocracia, pero también con su gente, empleados públicos que en muchos de los casos mostraron indiferencia, desconfianza y también hostilidad. Pusimos nuestro tiempo, cuerpo y corazón. Cometimos errores, algunos groseros. Por inexperiencia, por limitaciones o deficiencias personales y colectivas. Pero en general nos dedicamos a trabajar por la construcción de un Estado al servicio del pueblo. Tanto a través de la modernización de algunos instrumentos como en el diseño de nuevas políticas públicas. Como generación, dejamos nuestra huella. Algunos nos recordarán con una orgullosa melancolía. Otros, con un envenenado resentimiento.

Me sobraban las razones colectivas para detestar a los hombres y mujeres que hoy gobiernan nuestro país. Ahora sumo motivos personales. Muy delicados. Para echar gente de su trabajo tenés que ser un miserable. Ni hablar si se trata de miles, que por otro lado, al quedar afuera de la rueda productiva, ponen en riesgo escenarios mayores. Son eso: miserables. Hoy está más claro que nunca, con el desastre que están generando por medio de sus decisiones. Solo por medio de la mentira y la estafa montada por las grandes empresas de medios de comunicación se explica que la mitad más uno de nuestro pueblo haya visto en ellos la posibilidad de prosperar.

Así es que me sumo al espeso y doloroso cuerpo de despedidos. No sé si volveremos (en el corto plazo). Pero vamos a defender nuestros derechos con la convicción de siempre.

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la puta que me parió

A mis espaldas escucho que alguien susurra: Hoy a la noche hiela. Miro por sobre mis hombros y veo al hombre: ¿Perdón? Hoy a la noche hiela, vuelve a decir. Tiene unos cincuenta años, el pelo mojado y recién peinado, y camina sin apuro. En la mano derecha lleva un botinero. Lo vuelvo a mirar: ¿Por qué va a helar? Se nubló y se retiró el viento, explica, y eleva el mentón hacia el cielo. Tiene razón. Está taponado de nubes. El otoño, aparte de castigarnos con pésimas noticias, trajo frío y muy poco sol. Pero ahora ya no hace el frío criminal de la mañana. Son las cinco de la tarde y la temperatura subió un par de grados. ¿Terminó la jornada de trabajo?, le tiro. Sí, tengo un largo viaje hasta hasta José C. Paz, en el San Martín. Vas a la estación, supongo, digo. Sí, confirma. Estamos caminando por la avenida Corrientes, a la altura de la calle Serrano. Vengo desde el Abasto, agrega. Como los precios del transporte se fueron a las nubes camino para ahorrarme un colectivo. Mirá, digo. Debe haber nacido en el norte del país, pienso, por el color de la piel, la tonada, la humildad. Viste una campera gastada, jeans y un par de zapatos de cuero viejo pero noble. Lo más duro es que sabíamos que estos tipos iban a hacer lo que están haciendo, digo yo, que vengo juntando bronca e indignación. Así es, dice él. Nos para un semáforo. En diagonal veo la cola de por lo menos veinte pobres infelices en la puerta de un comercio que cobra facturas a través del servicio Pago Fácil. Somos mamíferos que desfilamos mansamente hacia el matadero, pienso. Los otros nos cuidaban, digo, cuando volvemos a retomar el paso. Luego de una pausa, dice: Es verdad. Pero robaron, agrega. Eso dicen los de la tele, mando yo, pero hay que ver. Todos roban, lanza él, luego de lanzar un escupitajo al suelo, y mirar hacia el cielo, que asoma entre las ramas de un plátano. A nuestros pies, las hojas secas ensucian los umbrales de los comercios vacíos. De qué trabajás, pregunto. Soy gastronómico. ¿Y cómo están en el rubro?, sigo. A nosotros nos bajó mucho el trabajo, cuenta. Para colmo echaron a un mozo compañero nuestro. ¿Y Barrionuevo?, tiro. Ese es un delincuente, escupe, justo cuando volvemos a frenar por otro semáforo. Ahora nos miramos por primera vez. Se le nota la rabia. En la mirada, el gesto duro en los pómulos, la rigidez de las bolsas que tiene debajo de los ojos oscuros. Es un farsante el hombre ese, agrega. Un millonario que vive a costa nuestra, agrega. Los otros nos defendían, vuelvo a decir. Ahora estamos desprotegidos. Tenés razón, reconoce, y luego de darme un toque en el brazo, aprovecha que está baja la barrera para lanzarme un saludo y cruzar la avenida al trotecito. Lo sigo con la mirada, mientras camino, pero enseguida me distraigo con un bulto al que le falta una pierna, que está doblado contra una persiana baja, abatido por el vino barato que yace sobre el suelo, a un costado. A un metro de distancia, dos perros husmean entre la basura que los vecinos tiraron al pie de un contenedor rebasado. Escucho la bocina de la formación del San Martín. Aparece veloz, potente, ruidoso. Se mueve el piso. Una docena de trabajadores con ropa deportiva y un tabaco entre los labios corren hacia la estación. Lo veo al mozo, entre los que se trepan por arriba de los molinetes para llegar al andén. Cruzo las vías, camino a Chacarita. Escucho el silbato del guarda. Un hombre de saco gastado y pelo blanco ofrece dos paquetes de pañuelos por diez pesos. El tren se va. Luego de hacer treinta metros, llego a la otra esquina. Enfrente, del otro lado de la avenida, y por encima de las copas de los árboles del Parque los Andes, el cielo se abre agresivo, sucio, pesado. Pienso en la helada de la noche. La puta que me parió.

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Que se mueran todos

Primero toleré estoico que la periodoncista me limpiase a puro ganchazo el sarro que se me junta entre los dientes. Luego, cuando ya me había desprendido el babero y puesto de pie, tuve que soportar que ante un comentario de mi parte sobre la agobiante realidad económica, ella despotricase contra Alicia Kirchner porque la solía ver desde un ventanal de su departamento de Barrio Norte con varias valijas sospechosas, en la vereda, antes de meterse en un Audi. Salí del consultorio con los dientes apretados, sin decirle adiós.

En el mostrador del centro odontológico me devolvieron la credencial de mi obra social y me dijeron que pase por la caja de planta baja.

Tenés una deuda de cien pesos de noviembre de 2014 por otra limpieza, me dice la empleada al ingresar mis datos en el sistema. Tiene más de cincuenta años, delantal blanco, el pelo teñido de color chocolate, una nariz llamativamente puntiaguda y las pestañas larguísimas, recién maquilladas. Un ave de la película animada Río. Me abrochó, pienso. Cobrame entonces, le digo. Ella no abre el pico pero afirma con la cabeza, mientras le mete pezuña al teclado. Un metro y medio hacia arriba y hacia la derecha de mi cerebro está sintonizada la señal Todo Noticias, que no es más Todo Negativo sino más bien lo contrario. Fede Bal habla de su separación. Son trescientos cincuenta y seis pesos, me dice el ave. ¡Cómo!, reacciono. Ella repite la cifra con un tono que insinúa cierto fastidio. ¡Vos decís que me están cobrando más de doscientos cincuenta pesos la limpieza que me acabo de hacer!, alzo la voz. Eso mismo, dice ella, a una pizca de sobrarme. La compañera que está a su lado, más joven, está absorbida por la pantalla de su celular. Con la cabeza completamente en blanco, navega los posteos de su Facebook. Suena un teléfono que nadie atiende. Rompo todo, pienso, mientras me sube una ola de calor desde la planta de los pies. ¿Ciento cincuenta por ciento de aumento?, reclamo, mientras me inclino sobre el mostrador. Siento el vaho que llega desde mis axilas pero también el aliento a maní tostado de mi interlocutora. Todo aumentó, razona ella, acentuando la primera o. Ni hablar si calculamos desde el 2014, suma. La ilustrada periodista de TN le sigue ofreciendo micrófono a Bal, que gesticula desde atrás de unos lentes para el sol que seguro compró en Miami. El calor ya me ganó los pectorales, los hombros, el rostro. Miro hacia la calle. Un peatón está insultando a un colectivero. Le dice que baje. Lo invita a pelear. El chofer lo ignora. Hagamos una cosa, digo yo: por lo de hoy te pago ciento setenta pesos, un aumento del ochenta por ciento con respecto al 2014, ponele. Treinta por ciento del año pasado y cincuenta por la devaluación del último verano. Son doscientos cincuenta y seis pesos, dice la cotorra maltrecha. No te los voy a pagar, me planto. De ningún modo voy a permitir que me estafen. Nosotros somos empleadas, salta la otra, sin correr la vista de la pantalla. Me importa una chota. No voy a pagar. Que venga tu jefe, tu gerente o la concha de tu abuela. No pienso pagar. En la calle suenan una, diez, mil bocinas de autos, motos, colectivos. Un camión, a lo lejos. El colectivero no puede avanzar porque el dueño del auto que le impide el paso le sigue gritando barbaridades. Varios peatones filman la escena. Esperan un gran desenlace para enviárselo a fiscales morales de la nación como Santiago Del Moro o Alejandro Fantino. Tiene que pagar, señor, me dice el ave, muy seria, mirándome fijo a los ojos. Algo se desencajó en su espantoso rostro pintado. El rimmel, o los nervios, que le ponen de relieve las arrugas. Hubo mucha inflación, acota su compañera con cara de monito tití. Bal, sobre mis orejas, dice que siempre estuvo en contra de la violencia de género. El colectivero baja de su unidad, recorre un par de pasos, toma impulso y le tira una patada voladora al peatón. Algunos curiosos se tapan la boca con la mano y agrandan los ojos. Ya no están dentro de mi ángulo de visión. Les pago ciento setenta pesos, o nada, mamertas. Es lo que corresponde. No voy a dejar que me estafen. Basta. Me tienen harto. Ustedes, que se ponen la camiseta del patrón estafador, los de afuera, que van dóciles por la vida mientras les meten la mano en el bolsillo, y los de arriba, que no paran de cogernos de parado y sin vaselina. ¡A nosotros no te vas a dirigir de esa manera!, salta el ave como si un resorte la hubiese expulsado de la jaulita. Ahora la tengo a cinco centímetros de mi jeta sofocada. Se mezclan los olores de nuestra transpiración. ¡Me chupan todos la pija!, le grito con tanta rabia que le impregno algunos salivazos en los cachetes maquillados. Vos, la mono tití, tu empresa y Fede Bal, le digo, con el índice en punta, y los ojos inyectados de sangre. Luego por fin salgo del chiquero.

La furia me ciega y siento que no logro contenerla dentro de mi cuerpo, que se me escapa por los poros de la piel como si fuese veneno líquido. El colectivero y el peatón ya fueron separados. Los retienen de los hombros. Tienen los ojos desorbitados, el pelo desordenado, la ropa fuera de lugar. Al peatón le sangra la boca. Se lo merece, por omnipotente. Los bobos de siempre siguen filmando. Las bocinas ya son un escándalo. Llegan al trote dos federales y un metropolitano. Todos morochos. Serviles. Que se mueran todos, pienso, y cruzo la avenida sin mirar atrás.

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Estado, organización y lucha


Somos parte de una generación que durante los últimos seis, siete, ocho años (la falta que hacen, cuánto los extrañamos, carajo) valoró, defendió y puso la cabeza y el corazón para trabajar en la gestión del Estado nacional, y ponerlo al servicio de las necesidades del pueblo y los intereses de la Nación. Así, en esos términos. Quién hubiera pensado que nosotros, que en la adolescencia puteamos a esa entelequia llamada Estado hasta quedarnos afónicos, le tiramos cascotes y hasta alguna molotov mientras sus guardianes nos reprimían en los recitales, en la cancha, en el barrio y en las marchas, mientras el país se incendiaba y los genocidas caminaban sueltos por la calle, algunos años después citaríamos a un ministro de Economía -parecido a nosotros en muchos sentidos- en una red social, una pared, o en una revista impresa, al exclamar que el Estado nacional es la herramienta más poderosa con la que contamos para transformar la realidad. Ese mismo Estado que nos hambreaba y reprimía ahora sabíamos que podía jugar a nuestro favor y del país. Qué pasó en el medio. Nos gobernaron hombres y mujeres que no solo irrumpieron en la vida política del país flameando las mismas banderas que nosotros y nuestros padres, sino que las llevaron a la victoria, desde la mismísima Casa Rosada, que pasó a ser nuestra, de todos y todas.

Pero de repente, sin que estuviésemos preparados, el desasosiego volvió a apoderarse de nosotros. Los impresentables se apropiaron del Estado, echaron a miles de trabajadores y desmantelaron políticas públicas vitales. Estamos golpeados pero también llenos de resentimiento, porque el nuevo gobierno no solo está avanzando de modo brutal contra el pueblo, sino que a nosotros, como generación política, nos persiguen por haber engrosado y por habernos enfiestado en el proyecto político que pateó el tablero a favor de las mayorías y en detrimento de los sectores que siempre ejercieron en nuestro país una hegemonía económica, política y cultural. Somos millones los que defendemos un ideario que entre sus prioridades explicita que apostamos a un Estado presente, inclusivo y regulador de las inequidades implícitas del mercado.

Por eso en el nuevo número de la revista Kranear, junto a Rocío Bilbao y Celeste Abrevaya decidimos poner blanco sobre negro en relación al rol del Estado. Cuando está a cargo de un proyecto político popular o en manos de un grupo de gerentes crueles, omnipotentes e inescrupulosos. Nos ocupamos del tema en las ochenta páginas de la nueva edición, que en su tapa tiene una ilustración de Andy Riva, y en el que opinan y escriben, entre otros, Axel Kicillof, Alfredo Zaiat, Juan Carlos Junio, Roberto Baschetti y Daniel Catalano, de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE). 






Justamente, fue junto al joven y combativo secretario general de los estatales y el comunero por el Frente para la Victoria, Osvaldo Balossi, que presentamos la revista frente a un gran número de compañeros, amigos, familia y vecinos del barrio de Caballito. Organización y lucha fueron los ejes más importantes de las intervenciones y el posterior intercambio de palabras con algunos de los invitados, por medio del micrófono. Siempre atravesados por un desagradable sentimiento colectivo de angustia y resentimiento del que hablábamos más arriba. 






Por suerte, los que hacemos la revista, también pensamos en una faceta artística para la presentación. Sucedió de un plumazo en el sorprendente sótano de la unidad básica. Allí habíamos montado una muestra de fotos de las llamadas Plazas del Pueblo, en las que decenas de miles de compatriotas se vienen manifestando desde el 10 de diciembre de 2015. Fue allí que Ramiro Abrevaya tocó un par de canciones, a voz de cuello, y Sol Giles, en nombre de los Poetas Peronistas, leyó unos versos. Éramos veinticinco personas. En ronda. En silencio. Afiebrados a las palabras y a los sonidos. Con el estómago abierto a nuestros miedos y esperanzas, mientras los más chicos, vivos como una correntada de fresco, jugaban en el piso, ajenos a la insoportable nueva realidad.

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Nuevo número de la Revista Kranear


La nueva edición de la revista Kranear está dedicada a un único tema: El rol del Estado. Un Estado que la generación de los que tenemos entre treinta y cuarenta años pudimos disfrutar y luego defender porque no solo fue utilizado para garantizar el cumplimiento de los derechos de las mayorías sino también para promoverlos y expandirlos. Un Estado que funcionó a todo vapor a favor de la inclusión social y los intereses nacionales, y que fortaleció las instituciones de la democracia. Ahora que el Estado está en manos de hombres y mujeres que tienen empresas fantasmas en paraísos fiscales y que nos hablan de pobreza cero, nos pareció atinado completar las ochenta páginas del número con un informe especial y varias notas colectoras, de la mano de dirigentes, periodistas y pensadores como Axel Kicillof, Alfredo Zaiat, Roberto Baschetti, Juan Carlos Junio, entre otros, para poner blanco sobre negro el perfil que toma un Estado en manos de un proyecto político popular, de otro antipueblo. También, como siempre, contamos con el aporte de redactores, ilustradores, fotógrafos y diseñadores.

La presentamos el jueves 5/5, en Caballito, junto a amigos y compañeros. 


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testarudo

supimos que era hincha de temperley
porque nunca ocultó la alegría
de haber ascendido a primera

pelito largo desalineado, blondo
en el barrio le deben decir polaco, o alemán
aunque se coma una s
o tenga los dientes desparejos;
bailoteaba por las oficinas
a cargo de un contenedor con ruedas
con la gracia de un zurdo en el potrero
desabrigado, desalineado,
inmune al ojo ajeno
prejuicioso, indiferente o altanero

debe tener varios hermanos
quizá viva en una calle de tierra
iría a la tribuna del celeste con amigos
le haría regalos a la novia
le compraría remedios a la abuela;
pero ayer nomás tendía los brazos
vociferaba un grito sordo

para ofrecer café caliente
en la puerta del ministerio
le apuntaba con la uña larga
a la boca de una precaria alcancía compañera
vital para los desempleados de limpieza
para no caer otra vez al vacío

la garúa era tan persuasiva
que por un instante creímos perdido
hasta el azul del cielo
pero la sonrisa del polaco estaba intacta
el pelito hasta los hombros
las perlas de transpiración en la frente
las venas hinchadas en los brazos
la mirada cansada
la sangre caliente
del testarudo que se resiste al olvido

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Autores que germinan autores


Una de las definiciones que ofrece el diccionario María Moliner para la palabra “Germen” es: “Circunstancia o suceso que, al desenvolverse, se transforma en cierta cosa”. Otra más académica dice que se trata de un “Conjunto de células reproductoras que dan origen a un animal o a una planta”. Una tercera posible aproximación la podemos representar con una experiencia personal que sucedió en el invierno de 2014, en un bar de San Telmo acondicionado con oscura madera, en el que me reuní con un editor que me había llamado por teléfono para decirme que estaba interesado en un cuento de mi autoría.

Hernán Brignardello, el puntilloso y apasionado editor, me contó cuál era la idea de Germen, el libro que junto a Marcos Almada ya tenían elaborado en sus cabezas. Yo no tenía pistas de cómo habían llegado a mí. Eduardo Muslip, me dijo. Un escritor que yo había tenido de docente en Casa de Letras, una escuela de narrativa. Me explicó que éramos unos doce escritores y que entre los nombres de los autores consagrados que figurarían en la antología estaban Liliana Hecker, Alberto Laiseca, Leopoldo Brizuela –también docente de Casa de Letras-, Ana María Shua y Marcelo Cohen. También me anunció que en los próximos días me enviarían algunas correcciones a modo de sugerencia para mi cuento.

Para un autor novel, desconocido, que se paseó por varias editoriales para ofrecer sus textos, sin suerte, que se presentó en más de un concurso y no logró ni una mención, que un día cualquiera un editor le proponga sumar un cuento suyo a una antología, significa vivir un momento de plena satisfacción. Porque seamos sinceros, uno no escribe sólo para aventurarse en los laberintos de sus obsesiones y deseos, sino también para lograr el reconocimiento de un tercero que no sea familia, o amigos. En especial, de los que se dedican a leer y publicar literatura.

Alto Pogo es una editorial independiente, que está impulsada por el fervor de sus socios. Al poco tiempo me enviaron las observaciones. Las acepté con gusto, consciente de que de ese modo el texto ganaba espesor. 


Luego pasaron varios meses hasta que nos volvimos a encontrar en el bar de FM La Tribu, en Almagro. Ya no en un mano a mano sino junto a la mayoría de los trece escritores emergentes. Nos presentamos, al principio con una predecible timidez. Sonreímos, nerviosos. Hombres y mujeres de entre 25 y 40 años que se ganan la vida con distintos oficios –desde una comentarista de la disciplina Vale Todo hasta un abogado penalista-, y que cuentan con distintas experiencias en relación a la escritura. Luego, con algunas cervezas sobre la mesa, nos aflojamos un poco más. Pasamos a las anécdotas de un taller literario, citamos a algún escritor respetado, y hasta hablamos de fútbol y política. Ahora sí alguno largó una carcajada. Hernán y Marcos, locales y anfitriones, nos contaron los pasos que la editorial iría dando a partir de esa noche, hasta llegar a la impresión del libro. La germinación. Faltaba menos.

Luego los emergentes se volverían a ver en un viejo caserón, con el objetivo de preparar un video para promocionar el proyecto. Se sentaron alrededor de una mesa, en la que comieron, bebieron y retomaron las conversaciones sobre las miradas y experiencias personales con respecto a la narrativa y también la poesía. El vino y la confianza invitaron a nuevas confesiones y carcajadas. Fue en ese clima de distensión que algunos pasaron se plantaron frente a la cámara para compartir precisiones sobre el proyecto.

Y el futuro llegó. Ya se puede comprar por anticipado el libro por medio de Panal de Ideas, un portal web que promueve el financiamiento colectivo. Así de autogestivo y sacrificado es el trabajo de los pequeños editores en la Argentina. Aman lo que hacen, pero aparte tienen que ser híper creativos. Y más ahora, con las políticas de apertura económica que está implementando el gobierno de Cambiemos. Con la preventa que se realice de los trece textos, Alto Pogo podrá costear la impresión del libro “Germen - Antología de cuentos - Autores germinan autores”.

Creo que los editores de Alto Pogo encontraron una síntesis perfecta al elegir el nombre del libro, ya que Germen se adapta de modo quirúrgico al sentimiento que todo artista atraviesa en el momento en el que la criatura comienza a andar sola. Ya la habíamos engendrado, en la soledad del cuarto, o donde sea, pero ahora estará en manos del lector, que al atravesarla con su propia subjetividad, de algún modo promueve una nueva transformación. Los que saben muy bien de lo que hablo, aparte de los lectores, son los colegas consagrados, que aparte de ser grandes creadores tienen una enorme generosidad. Gracias a todos ellos.

La lista completa de autores y la información sobre cómo aportar al financiamiento del proyecto, se puede leer acá: http://panaldeideas.com/proyectos/germen-antologia-de-cuentos-autores-germinan-autor/

Alto Pogo va a presentar el libro junto a algunos de los autores, el próximo 4 de mayo a las seis y media de la tarde en el Espacio Zona Futuro de la Feria del Libro de Buenos Aires (Pabellón Amarillo).

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planeta de fuego

yace el diario sobre el piso de la peluquería
parece inofensivo, allí, inerte como un despojo
el sol de la primera mañana
invade la vereda, atraviesa la puerta de vidrio
tiñe la portada con inoportuna belleza
pero ya no nos distrae
el estridente revuelo de cualquier clarinete;
tenemos certezas: el fusil automático está cargado
de inconfesables pero conocidas intenciones
las balas de pus con verosímiles difamaciones
revientan contra el papel obra torturado
los juglares del odio ya están afónicos
de tanta propagación de veneno
apoyados en el estratégico y extraordinario
enjambre de repetidoras,
enloquecen el corazón del peluquero
atrofian la subjetividad de la manicura
alimentan a nafta el miedo de la empleada
que enjuaga y barre el pelo
la psicosis de las clientas
la xenofobia del cadete que trae la ensalada.


mienten, destituyen
pero varios millones ya tenemos certezas;
ahí se engendra hoy
nuestro sagrado planeta de fuego
que asomará desde el río
siempre
pese a todo.

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Mi 24 de Marzo

En una unidad básica de Villa Lugano, un grupo de compañeros prepara una intervención callejera. Están sentados alrededor de una vieja mesa de madera y trabajan con tijeras, folios, tanza, cinta adhesiva, y los retratos de quince desaparecidos de su barrio. En cualquier otro momento estarían hablando unos con otros, de modo atropellado, incluso a los gritos. Pero hoy predomina el silencio. En parte porque acaban de almorzar unos sándwiches, y la digestión es lenta y pesada, pero más aún -creo yo- pesan las ausencias. Aunque ya hayan pasado cuarenta años. Los militantes populares de las fotos son jóvenes. Sus datos personales son estremecedores. Aparte de militar en distintas agrupaciones políticas, o tener militancia gremial en una fábrica, estudiaban, trabajaban, tenían parejas, hijos. Cientos de veces vimos sus bigotes y sus hebillas en las fotos en blanco y negro. Es la generación que se jugó hasta la propia vida por sus convicciones. Allá lejos, en los setenta.

Los militantes de la básica también son muy jóvenes. En su mayoría tienen entre veinte y treinta años. Algunos estudian en la facultad de ciencias sociales. Otros trabajaban en el Estado nacional hasta hace unos días. Algunos dan una mano en los comercios de sus padres. Otros van al gimnasio. La mayoría sufrió las consecuencias de la crisis del 2001 y se sumó a la militancia cuando perdimos a Néstor Kirchner. A Cristina también la llevan en el corazón, y hoy la extrañan con desesperación. Pero ahora terminan de anudar y depositar con delicadeza, dentro de un par de cajas, la hilera de fotos de los militantes que se chupó el terrorismo de Estado. Luego levantan una mesa, una sombrilla azul marino del Frente para la Victoria, un par de sillas de plástico, cierran la persiana de la básica y se dirigen casi sin hablar hacia el corazón comercial del barrio.


En el boulevard todavía se respira la quietud de la tarde. Falta un rato para que los vecinos salgan a darle una vuelta al perro. Los jóvenes aprovechan para cruzar la tanza, a la altura de la cabeza, entre una estatua que nadie mira y un árbol. Luego enganchan las fotos. Trabajan de modo creativo e incesante. Ya no hay modorra y están efusivos, como siempre. Los saluda un hombre de pelo negro que maneja un taxi. Otro que pasa caminando con el teléfono a la altura de la boca. Una jubilada frena unos minutos para hablar con una de las chicas. La instalación se puede apreciar desde cualquiera de las cuatro esquinas. Los jóvenes de aquellas viejas fotos en blanco y negro están desaparecidos. Cualquiera lo sabe. O lo intuye. Por ley, se aborda el tema en todas las escuelas del país. La imagen se completa con el grupo de jóvenes que están debajo de la sombrilla. Conversan, ríen, miran sus celulares. Son los militantes del barrio que, cuarenta años después, homenajean a los de las fotos con una actividad de las tantas que hacen todas las semanas. Son los mismos pibes que viven y militan en el barrio, que no aflojan, con las mismas armas que los de las fotos: las convicciones y el corazón.

**

Durante la semana, un par de docentes de la escuela pública de la ciudad, desde la Radio Gráfica, me entrevistaron al aire por ser hijo de desaparecidos. Lo primero que hice fue hacer la obligada distinción: Soy hijo de un asesinado y lo puedo ir a llorar al cementerio de Olivos. También conté que la vida me puso por delante un nuevo padre, que todavía conservo, y que tuve la fortuna de que junto a mi madre siempre me hayan dicho la verdad. Incluso la noche del 15 de noviembre de 1976, cuando ella se arrodilló frente a mí y me confesó la más dolorosa de las verdades. Luego relaté las peripecias de una infancia nada ordinaria y mi paso, ya de joven, por la agrupación H.I.J.O.S., en la que no solo me reconocí en mis pares, sino que aprendí a valorar la importancia que tiene la organización como un modo de entender y enfrentar la vida, por lo menos en la Argentina. Como lo hacen los entusiastas compañeros de la unidad básica, que tienen la noble aspiración de promover, hasta donde les de la fuerza, la grandeza de la Patria y la felicidad del pueblo.

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Presente

El presente continuo

Hay una diferencia esencial entre el kirchnerismo y el macrismo: la forma de abordar el presente cuando gobierna.


El kirchnerismo anunciaba de forma permanente medidas que -en general- favorecían a la gente. Las concretaba, le ponía nombre, ponía funcionarios y se abría la atención al público: jubilaciones, asignaciones, empleo joven, subsidios, vacunas, vuelos, trenes, Tecnopolis, Centros Culturales y la lista sigue hasta agotar.
El macrismo en cambio está todo el tiempo diciendo lo que va a venir, lo que alguna vez nos va a tocar si nos portamos bien: habrá producción, habrá empleo, habrá pobreza cero, habrá seguridad, habrá transparencia, habrá modernización. Como dijo hoy Axel K, van corriendo la zanahoria: sacan el cepo (no alcanza), hay que arreglar con los buitres (no va a alcanzar), después tocará el FMI. Y así. Mientras tanto decenas de miles de personas son echadas de sus trabajos, los derechos se van ahogando en un mar de incertidumbres y los hechos de violencia se reproducen.
Estás muy politizado
Cosas obvias y trilladas: la política es un mundo de símbolos y los medios de comunicación tienen más poder que miles de políticos con poder.

Ahora bien: ¿Dónde está el límite social? ¿Cuándo aparece el límite social? ¿Cuándo aparece la realidad?
Estos delincuentes, empobrecedores y violentos no pueden salirse con la suya. A tres meses de gobierno es más que claro que si les va bien a ellos nos va mal a todos.

Por eso tampoco se entiende el rol de ciertos políticos que supieron acompañar otras políticas. La sensación que tengo es que, otra vez, se alejan de la sociedad, como en los 90. Pero tiene sus razones.


El triunfo del macrismo fue también el triunfo de la despolitización. Ganaron los que batallan para que nadie se involucre. Con el verso de la modernización, y una gran política de marketin, nada se discute ni se debate. La política está al servicio de la gente, dicen, mientras en la agenda política solo se habla de pagar bonos que pocos argentinos tienen y que fueron adquiridos por buitres que se aprovechan de lo peor del sistema capitalista.
Ese marco genera que ciertos políticos vuelven a sentir que lo suyo es un oficio, no una responsabilidad, un trabajo específico y no un compromiso. En una Argentina que promueve que el pueblo no se politice, la política -piensan algunos- queda para los políticos y aparece lo peor de ellos. Esos "políticos" se empiezan a entender con "los políticos" y no con el pueblo, apoyándose en falsas encuestas donde vale lo mismo la ropa de Awada que el trabajo de los argentinos. Ojala paguen socialmente el daño que están haciendo. El tiempo es sabio y la paciencia sabia.

Bancamos al bloque del FPV que tiene una posición ideológica, consecuente, una decisión política, no de "políticos", sino de militantes políticos, una decisión sostenida en un programa de ideas, valores y principios y pensando en las consecuencias para el pueblo y no en las consecuencias para sus carreras políticas.








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Inyecciones de encanto (2)


Tuvimos que refugiarnos del sol bajo la sombra de uno de los árboles del parque de una de las exclusivas casas cuyos fondos desembocaban en la playa. En el jardín de al lado, los adultos de por lo menos dos familias de argentinos se aprestaban a prender el fuego de lo que presumimos sería un asado. Un rato más tarde, un poco por hambre, otro poco porque el calor nos estaba aniquilando, caminamos hasta la zona del centro y nos acomodamos en un pequeño restaurant con vista al mar y a la iglesia incrustada en el morro, en el que comimos una porción de rabas, papas fritas y una cerveza helada por trescientos pesos argentinos. En un plasma que estaba en el interior del comercio, pasaban un especial de capoeira bahiana que me conectó con otro viaje que realicé a Río de Janeiro en 2001. Cuando a eso de las cuatro de la tarde regresamos a la playa, decidimos dejarnos caer sobre unas sillas de plástico, y bajo la sombra de una sombrilla, pertenecientes a un bar de despacho de cervezas y licuados que funcionaba sobre una casa rodante, a pocos metros de la arena, en dirección a la costanera. Se pueden quedar, no hay problema, nos dijo uno de los camareros, en malla y con lentes para el sol, cuando vio en nuestras caras gringas las muecas de incertidumbre. Si quieren consumir algo, nos avisan. Tudo bom. Genial. Eso hicimos, un rato después. Entonces leímos algunas páginas de nuestros libros. Rocío, La revolución en bicicleta, de Mempo Giardinelli. Yo, Jefazo, la biografía de Martín Sivak sobre el compañero Evo Morales.

El doctor Eric Sabatini Regueira no debía tener más de treinta años. Era alto, flaco y en el bolsillo superior de su delantal blanco llevaba colgada una lapicera. El consultorio era pequeño y solo contaba con un escritorio, un par de sillas de plástico, una computadora, un mueblecito con puerta de vidrio y una camilla. Hablaba un perfecto portuñol. Nos pidió que le contemos por qué estábamos ahí. Eso hice, con un portuñol defectuoso. Sobre el final le pedí que me inyecten. Tomó algunas notas con el teclado y luego me pidió que me acostase en la camilla. Me hizo hacer algunos movimientos con las piernas y me realizó nuevas preguntas. Su tono cordial y su perfecta pronunciación delataban que el joven era hijo de una clase media que, hay que decirlo, el Peté de Lula y Dilma viene ensanchando de modo notable desde el 2002. Nos recetó tres medicamentos inyectables y nos envió a esperar a otra sala. Estaba tan aliviado que lo hubiese abrazado, pero me contuve y a cambio volvimos a darnos un apretón de manos. Lo mismo hizo con Rocío, en cuyo rostro tostado comenzaba a reestablecerse, por fin, su dulce semblante.

Contra las paredes –ahora sí algo descascaradas- de la sala de extracciones de sangre había acomodadas dos hileras de cuatro sillones reclinables de cuerina negra, con grandes apoya brazos y un perchero de metal para colgar suero o cualquier otra medicación. Me desparramé en uno y la invité a Rocío a que hiciese lo mismo, enfrente. Ella es tan respetuosa y ubicada. No quería. Insistí. Entonces se sentó. Nos miramos, sonreímos. A punto de por fin ser inyectado, supimos que a pesar de los inconvenientes, lejos de casa, estábamos en la antesala de la vuelta a la normalidad. Lo mismo con el auto, suponíamos. Aparte, no estaba nada mal que nuestras primeras vacaciones juntos tuviesen un capítulo alarmante para narrarle a los amigos y a la familia mientras mirásemos fotos en un living. De repente una enfermera ingresó a la sala. Tenía unos cincuenta años, delantal verde, una cofia del mismo color sobre el pelo y cara de pueblerina. En la mano traía una bandejita de plata. Me saludó y preguntó si yo era el del dolor en la cintura. Me ató una goma en el bíceps derecho y después de buscarme la vena la pinchó con una pequeña agujita. Sería por ahí, que a lo largo de unos cinco minutos, me introduciría tres remedios inyectables, uno detrás del otro. No sería un pinchazo en la nalga, entonces, sino a través de un sistema tipo transfusión de sangre. ¿No viene el garapobense al hospital del pueblo?, dije. Está trabajando, contestó ella. Pero cada tanto se enferma, como cualquier cristiano, agregué. No, acá se trabaja toda la temporada y luego se viene al hospital, dijo ella. Me puso un algodón sobre el punto rojo en que había entrado la aguja, luego una cinta, y me dijo que descansase otros cinco minutos antes de partir. Le conté que estábamos muy agradecidos con ella y con todo el sistema de salud pública brasileña. Sonrió. Alguna fibra del orgullo nacional le había tocado. Luego nos saludó y se retiró de la sala.

El taller ya estaba cerrado pero nuestro Gol estaba estacionado, en marcha, en la entrada de la casa de la parte delantera del terreno. Le preguntamos por Carlos a un hombre que vestía pantalones cortos y un par de viejas Havaianas y que estaba apoyado contra la pared de una casa. Nos señaló la vivienda del fondo del terreno. Cuando pasé a su lado, el hombre me miró con ojos extraviados, como si mirase sin ver. Aplaudí en la base de la escalera que ascendía a la casa del mecánico. Se asomó su hijo de doce años, de simpáticos rulos ensortijados, vivaracho, pícarón, que el día anterior mientras me mostraba con orgullo y junto a dos amigos el fondo del taller del padre, contó de modo atropellado que la semana anterior, una noche de mucho calor, había surfeado unas olas a eso de las doce de la noche. Mi papá está hablando por teléfono, me avisó. El motor del auto, a mis espaldas, ronroneaba con suavidad, sin chirridos. Ya eran más de la una de la tarde y teníamos que manejar setecientos kilómetros hasta Sao Gabriel, a mitad de camino hacia casa. Carlos bajó con el teléfono en la mano. No debía tener más de cuarenta y cinco años. Hacía quince años que estaba en Brasil, y ocho en Garopaba. Su mujer estaba embarazada. El día anterior había ponderado la calidad de vida de aquellos parajes de gente tranquila y un mar precioso. No nos quiso cobrar un peso. Le volvimos a agradecer tanta humanidad. Nos deseó buen viaje y nos saludó desde el la puerta de su hogar con la palma de la mano engrasada.

Aquel caluroso mediodía del 31 de enero, cuando finalmente emprendimos la larga vuelta a casa, Rocío manejó los cuatrocientos kilómetros de la imponente autopista BR 101 que nos llevó hasta Porto Alegre. Maniobró bajo la lluvia por sinuosas subidas y bajadas, por arriba y por dentro de los morros. Cebé mate, preparé sándwiches y puse canciones tal cual había hecho ella durante la ida. A nuestros costados, la imponente industria brasileña se expresaba en la vastedad de cementeras, automotrices, fabricas, centros comerciales y un sin fin de estaciones de servicios.

A la noche cenamos en la plaza del pueblo agropecuario de Sao Gabriel, en diagonal a la esquina en la decenas de vecinos ensayaban las sambas que cantarían y bailarían durante casi una semana, unos días después, en el mundialmente conocido carnaval brasileño. Luego, dormimos en una casa de familia encabezada por una vieja mujer negra que vivía de la crianza de abejas y que escuchaba reggae en un celular. Al otro día, ya en la frontera, compramos un juego de cubiertos Tramontina, y un rato después, por fin, agarramos la renovada ruta nacional número 14, y emprendimos, ahora sí, la recta final hacia casa. Sabíamos que nos esperaba una durísima y nueva realidad. Pero nos teníamos a nosotros, y los recuerdos todavía nítidos de nuestras primeras vacaciones.

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Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios