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Apuntes de la llegada del Pepo K (2)


La habitación
A Rocío dos enfermemos la acababan de depositar en la cama del cuarto 236. El Pepo dormía enfundado en una manta blanca inmaculada, dentro de un práctico y simpático moisés de plástico transparente, y en cuya cabecera figuraba su nombre. Se trata del tercer Abrevaya Dios de todo el planeta, señores y señoras. Golpearon son suavidad la puerta. Al abrir, una cuñada se mordía las uñas en el pasillo. Torció el cuello, afinó la vista, y en la penumbra almibarada de la habitación adivinó la figura del Pepo. Se agarró la cara con las manos. Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Pasó y estuvo con nosotros menos de dos minutos. No hicieron falta las palabras. Solo lágrimas y gestos emocionados. Fue la primera visita. Luego, a lo largo de las tres jornadas, serían unas cuantas más. Las previsibles y otras también. La familia y los amigos. Hubo bombones y regalos para el chiquito. Hubo mucho cariño, más lágrimas, susurros y las fotos de rigor. Las horas allí adentro transcurrían entre algodones. Nuestros cuerpos cansados hicieron lo que pudieron. Uno responde con fuerzas que no sabía ni que tenía. Todas las mamis -las jóvenes pero también las que ya son abuelas- le contaban a la nueva mami sus propias experiencias en esos delicadísimos momentos y también durante los días y meses que vendrán. Los primeros llantos de Pedro fueron recibidos con asombro y alegría. Pero un día después, por supuesto, nos convirtieron en una pelota de nervios grande como la que usan en los gimnasios para estirar los músculos de la espalda. Había que dar la teta, que salga el calostro, luego un líquido que se parecería más a la leche. El dolor del corte de la operación emergió del fondo de la historia de la humanidad con la fuerza de un volcán. Hubo un momento de la noche en el que la madre gritó, desbordada. El desfile de profesionales -enfermeras, neonatólogos, las puericultoras, más la obsetetra, que volvió a lucir sus vestidos estridentes, collares, anillos y lentes para el sol, y ya no el ambo y la cofia que le cubría el pelo teñido de rubio dorado- fueron vitales para transitar los días y las noches de una experiencia familiar que por momentos parece una película vivida por otros. La cuñada que primero nos visitó nos bordó una gran P, con goma espuma por dentro y una suave tela de color blanco y verde agua por fuera, que nos acompañó en la puerta mientras estuvimos allí. Solo prendimos la tele para ver el partido de ida entre River y Lanús, por la semifinal de la Copa Libertadores. Al otro día, un rato del partido del Gremio de Porto Alegre. Ni una sola vez pusimos “las noticias”. Sabíamos muy bien lo que sucedía afuera.

La farmacia
En algún momento de la travesía salí a comprar unos remedios que la obstetra le recetó a Rocío. Ya en la salida de la clínica tuve un adelanto de lo que me esperaba: en una pequeña sala de espera, la señal TN transmitía en directo desde el Congreso, donde el oficialismo impulsaba el desafuero del diputado nacional Julio De Vido. El aparato tenía volumen alto. Unos desubicados, ¿no? Como sucede en otras tantas salas de espera, donde te sientan frente aun televisor a ver y escuchar cualquier disparate. Hice las tres cuadras por la vereda del sol. Mucha gente caminaba por la zona. El tránsito fluía pesado, ruidoso. Los colectivos parecían tanques de guerra. Nadie sabía que yo acababa de ser padre -a lo sumo alguno lo sospechó por mis ojeras, los pasos pesados- ni tampoco que me sentía desolado ante el desinterés -o peor aún: la complicidad-, que flotaba en la calle con respecto a la cacería que impulsaba el gobierno contra los ex funcionarios de nuestro gobierno, por cuestiones ideológicas, y no por la posible comisión de delitos. El desenlace de la pesadilla me golpeó en en un kiosco: habían desaforado al ex hombre fuerte de la obra pública kirchnerista (la más importante de la historia nacional). Qué tristeza. Qué bronca. Tuve ganas de trompearme con alguno. Estaba dispuesto a fajarme con el primero que me dijese algo. Necesitaba pegar un grito que llegase hasta los oídos de los pasajeros del subte que atravesaba la tierra debajo de nuestros pies. Pero enseguida descarté el deseo. Tenía que volver a mi micro clima personal, a mi luna de miel de a tres. Pero en la farmacia todo volvió a ponerse oscuro. Tuve ganas de vomitar, de volver a gritar, pero esta vez frente al rostro impoluto del empleado. TN transmitía en directo desde la puerta de calle del departamento de De Vido. En cualquier momento llegaba la fuerza pública para lleváselo con esposas, chaleco y casco, como le gusta a Patricia Bullrich y al periodismo cloaca. Un grupo de personas sacaba fotos, filmaba. Le daba rienda suelta a su odio. No tenían idea por qué causa judicial se lo estaban por llevar al ex funcionario. No importaba. Tampoco que el ex diputado no tuviese condena judicial. Era un chorro. Ya estaba condenado por Canal 13 y todos nosotros. Cuando pasé frente al televisor de la clínica, hice fuerza con la cabeza, cerré los ojos y logré abstraerme del veneno.

El Chino
Darle un hermano a mi hijo es probablemente una de las más grandes satisfacciones que me di en la vida. El primer cimbronazo lo sentí el día que junto a Rocío lagrimeamos por la noticia de nuestro incipiente embarazo. En seguida pensé en él. Ella también, porque la generosidad es uno de sus rasgos mas genuinos. Y el otro gran sacudón se dio al día siguiente del parto, cuando Santino abrió la puerta de nuestra habitación, en el “Ota, como le dice la enorme planta de trabajadores que pasan la mayor parte de su día allí adentro, a las nueve y cuarto de la mañana, con sus pantalones cortos de River, su tierna mirada de ojos claros y la mochila roja con varias capas de mugre en la espalda. Fue un momento precioso, íntimo, para los cuatro. “Me da impresión” fue lo primero que dijo cuando lo llevamos al sofá-cama en el que se había dejado caer -el mismo en el que dormí las tres noches-. No era para menos. Pedro pesó tres kilos y midió cuarenta y cinco centímetros. Cuando se lo pusimos encima, le sacamos la foto. Él sonrió. Luego se puso a jugar con su celular. Comimos algo. Volvimos a hablar de Pepo, volvimos a mirarlo. Un rato después acompañé a mi hijo mayor hasta la esquina del Carlos Pellegrini, donde está haciendo su primer año del secundario. Caminamos por Córdoba, atravesamos la plaza Houssay, donde alguna vez lo acompañé para que hiciese algunos malabares con su patineta. El gusto aquel no llegó a solidificar, y pasó a ser un recuerdo, como el que acabábamos de recuperar. Pasamos frente al exquisito edificio de Aysa, también frente al Normal 1. La mañana estaba cálida, primaveral. Me despidió a dos cuadras del colegio. Nos dimos un abrazo precioso. Nos dijimos que nos queríamos, como casi siempre lo hacemos, pero con los ojos humedecidos por la emoción -por lo menos yo-. Antes de regresar, me compré unos seiscientos gramos de verdura fresca en el mismo Chino en el que Santino almuerza algunos días de la semana junto a sus compañeros. Antes de volver a entrar al sanatorio, almorcé la bandeja de verduras en las escalinatas de la parte de atrás del Hospital de Clínicas. Con la cara al sol. Fue ahí que pensé en agregarle la K al apodo Pepo. La madre estuvo de acuerdo.

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Apuntes sobre la llegada del Pepo K (1)


Comida rápida
Las tres noches que pasamos en el Otamendi fui a cenar al Burguer King de la avenida Córdoba. No suelo entrarle a la comida rápida, pero durante aquellas horas la prioridad pasaba contar con más tiempo para disfrutar y atender las nuevas demandas. Cené siempre por unos 150 pesos. El precio, la grasa, las calorías, el gusto azucarado de la gaseosa, más algunas de las imágenes con las que me choqué en el local, a dos años de gobierno de la Alianza Cambiemos, me remontaron al 2001. Jubilados con pasos y gestos tristes, y otras almas solitarias, algunas con mejores de edad y su infaltable caja feliz. Un pibe con cortos y botines, tatuajes en los antebrazos, gorra, en otro canal. Los jóvenes empleados de la firma te atendían con una ancha sonrisa, claro, con la misma falsa luminosidad que la cartelería. El empleado de seguridad, joven y de condición social humilde, escrutaba el salón con una mirada por lo menos celosa. Aproveché para hacer un par de llamados. Había sido padre. Encontrar las palabras para describir las sensaciones que me hacían crujir el estómago no fue fácil. Tampoco ahora, que escribo. Pero uno siempre algo escupe. Aunque sea por los ojos, cuando te acorrala la emoción. Por costumbre, y también en solidaridad con los pibes que laburan en el local, antes de retirarme siempre vacié mi bandeja en el cesto. La última noche invadió un recuerdo. Yo tenía diez años. En la esquina de casa había un local de Pumper Nic. Ahí también vaciábamos nuestras bandejas en los cestos, presentados como si fuesen la bocota del simpático hipopótamo que identificaba la marca. Ese chico había vuelto a ser padre, catorce años después de la primera vez. Al cruzar Córdoba, en dirección al sanatorio, había que lidiar con las sombras de un hospital de clínicas ya cerrado. El estado del edificio era lastimoso. Unas pálidas luces iluminaban, en la altura, algunas ventanas. Pobres diablos los que estarían internados allí, pensé. En la esquina, los hombres y mujeres de una cooperativa de reciclaje cargaban sus últimos carros en un camión. Tomaban gaseosa del pico de la botella. Fumaban. A mitad de cuadra, un bulto tapado por una frazada yacía sobre la vereda. El tráfico que circulaba por Azcuénaga era ínfimo. El empleado de seguridad del sanatorio, sentado en un espacio minúsculo, me deseaba las buenas noches antes de que me pierda en la penumbra de un pasillo que me depositaria en los ascensores.

Estacionamiento
Hacía calor en el estacionamiento de la clínica. Y un manto de humedad entibiaba el aire. Desde Azcuénaga llegaba la luz y el ruido del mediodía. En ambas manos los flamantes padres traíamos bultos y bolsos, aparte del huevito con nuestro hijo, que dormía doblando en una cavidad que excedía con holgura su tamaño. Cuando ya habíamos cargado todo en el baúl, y Rocío ya se había acomodado en el asiento trasero junto al bebé, me convencí: “Le voy a llevar los bombones a las enfermeras; son dos minutos”. Ella devolvió una mueca de asombro. “Es por Pepo pero también por Santi”, le dije, antes de darle un beso. Desandé los pasos, volví a saludar al empleado de seguridad que velaba por la puerta que te depositaba en el estacionamiento, atravesé un par de pasillos y luego de subir la escalera llegué al segundo piso. En la oficina de las enfermeras, de cara al pasillo, reconocí a una de las señoras. Viviría en algún barrio, y en el medio de la noche, muy resolutiva, a la mamá le daba indicaciones y la llamaba Madre, y a mi Padre, mientras maniobraba el cuerpo de nuestro hijito como si fuese de trapo. Siempre nos dio herramientas y serenidad para pasar el mal rato. Le chisté y cuando cruzamos la mirada, me acerqué y le di la caja de garotos. En ella estaban sintetizadas todas sus compañeras. Se trató de un gesto que disfruté mucho. Ahí se condenó el agradecimiento por las horas que acabábamos de vivir, y también las otras, las de hacía catorce años atrás.

Quirófano
Después de hacer los trámites de rigor en Admisión, fui hasta el quinto piso, donde teníamos asignado nuestro cuarto para realizar el temido trabajo de parto. Se trataba de una muy pequeña habitación. La cama de hospital, un flaco placard adosado a la pared y el aparato para escuchar los latidos de Pepo. Una enfermera tomaba notas y otra, del equipo de la obstetra que nos iba a asistir en el parto, la contenía Rocío, que ya tenía puesto un suero en la muñeca y cuyo semblante denotaba el pavor por las horas que nos esperaban. Al rato nos comunicaron que íbamos a cesárea. Era una posibilidad. Nos lo habían anunciado en la última semana. El nene no bajaba. Entonces a la mamá se la llevaron en una camilla. Le deseé toda la fuerza del planeta. Quedé solo en el cuartito. Me puse el ambo y filmé un video frente al espejo, para la familia. En la sala de espera no sabía qué hacer con mis manos. Tampoco con mi cabeza, que se mareó en pensamientos vulgares. No estaba nervioso, sino ansioso. Intercambié un puñado de palabras con dos enfermeras que se acercaron al lugar para tirar la cofia y los cobertores de su calzado a un cesto de basura amurado a la pared. “¿Primer hijo?”, quisieron saber. “¿Cesárea?”, arriesgaron. “No pasa nada. Están en buenas manos”, prometieron. Me pesaron los pies cuando me dirigí hacia el quirófano. Me sentaron en un taburete. La cabeza de Rocío quedó a la altura de mi falda. La acaricié. Desde ahí abajo me clavó esos enormes y dulces ojos oscuros, siempre custodiados por esas pestañas tan elegantes como un toldo de negocio de ropa fina. Nos aferramos en una mano. Sonaba una FM. “Ella está dormida de la cintura para abajo, no siente nada”, me contó el anestecista, un tipo joven, que lucía tan relajado como si estuviese en la cocina de su casa, a punto de tomarse un café. Del otro lado de un biombo de tela azul, la obstetra trabajaba en el estómago de Rocío, con el aporte de una ayudante de su equipo y dos enfermeras. Hablaban entre ellas. El cuerpo de la madre se movía hacia los costados. Se escuchaban ruidos gelatinosos. “Todo tranquilo”, le preguntaba el anestecista a Rocío, mientras le tocaba el hombro. La habitación de mosaicos blancos en el piso y las paredes estaba fresca y esterilizada. Los monitores emitían sonidos nonocordes y regulares. “Vos no hacés mucho ejercicio”, le adivinaba la obstetra a Rocío. “No, jaja”, balbuceaba ella. Cuando las náuseas y la ansiedad estaban llegando a límites intolerables, alguien bajó el biombo, y su imagen se nos vino encima para siempre: la cabeza de Pepo en la mano de la obstetra, que a medida que lo elevaba en dirección a las lámparas, nos decía “ven, le dije, estaba trabado, por eso no podía bajar”. Dos largos chinchulines de color verde musgo le rodeaban el cuello. El cuerpo ya estaba fuera del estómago. Era rosado y largo. Tenía los ojos cerrados. Los rasgos de la cara marcados, armoniosos. De repente, berreó, mientras estiraba los brazos y fruncia la cara. La médica le cortó los cordones y sin dejar de mencionar que había dado en la tecla, le pasó el bebé a su ayudanta, que a su vez lo puso sobre el hombro y la parte superior del brazo de la madre. Quedaron frente a frente, a un milímetro de distancia. Me sumé a ese encuentro único con los ojos cerrados.

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Manu y Santino Dios

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