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Las fotos que no fueron tapa



Siempre recordaré el 2017 como el año en el que el gobierno de Cambiemos avanzó sin pudor sobre todos nuestros derechos y las instituciones de la democracia, hizo de la mentira y la puesta en escena una política pública, aparte de encabezar una campaña de feroz persecución que incluyó cárcel para varios compañeros y represión de la protesta social. Pero también fue un año muy especial por dos grandes acontecimientos personales. Uno fue haber sido padre por segunda vez. Los 23 de octubre, hasta el final de mis días, tendrán una preciosa razón de ser. El otro logro fue haber publicado la biografía del “Pitu” Salvatierra.

Fueron cinco años de trabajo en los que más de una vez tuve ganas de tirar los guantes, o sentí que no estaba a la altura del desafío, en los que encaré investigaciones periodísticas, en los que hice tuve que romper con mis propias inseguridades, en los que me comió la ansiedad y en los que logré avances y sufrí retrocesos; pero en especial se trató de un período de mi vida, en el que nunca dejé de sentir, en las tripas, en el pecho, en el alma, un deseo que me impulsaba con la fuerza de una parturienta. Sin deseo no hay pulsión, no hay vida. Así fue que por fin tuve la biografía en las manos. Un libro, con una tapa hermosa, trabajada de modo profesional por los editores, compuesta por un título y una bajada muy bien logrados, y una foto, muy potente, que transmite parte de la personalidad del protagonista, pero que no formaba parte de la serie que fuimos a realizar a la Villa 15 con mis dos hermanos Abrevaya, un mediodía de finales de mayo.

Hubo una época en la que yo pensé que ya tenía listo el libro pero en realidad el texto estaba verde. Le faltaba de todo: más voces, densidad narrativa, que yo suelte la mano, información complementaria a la historia de Ale, del barrio, del país. Entonces seguí trabajando. Hubo otra época en la que yo pensé que tenía listo el texto, pero Rocío, mi compañera y madre de Pedro -mi segundo hijo-, vio en los papeles unos cuantos elementos para corregir y chequear, aparte de algunas sugerencias que mejorarían de manera notable el producto final. Hubo también una época en la que tenía listo el texto pero los tiempos políticos no eran los ideales para publicar una biografía de Salvatierra, que tenía responsabilidades políticas en la organización en la que ambos militábamos. Hasta que el futuro llegó, y con el texto cerrado, logramos enamorar no a uno sino a dos editoriales, que con las mismas convicciones que yo, decidieron avanzar con la publicación a pesar de la retracción económica y la crisis del sector editorial.

Un día les preguntamos si la foto de la tapa la podíamos hacer nosotros. O por lo menos intentar. Nos dijeron que sí. Cuanto antes. Había que meter en imprenta el texto. Entonces con mis hermanos Ramiro y Celeste (él diseñador gráfico, músico y con amplios conocimientos de fotografía, y ella socióloga y estudiante de fotografía), combinamos con Ale para hacerle algunas fotos. ¿Dónde? En su barrio, claro. Ahí fuimos, un sábado.

El sol estaba radiante. Ale nos recibió medio dormido. Le sugerimos patear el barrio. Aceptó. Débora, su compañera de toda la vida, nos acompañó. A medida que nos movíamos de lugar, mis hermanos le fueron haciendo sugerencias y pedidos. Él siempre dijo que sí. Arrancamos por la puerta y el pasillo de su casa. Yo ponía o sacaba la pantalla reflectora según las indicaciones de los fotógrafos. Recorrimos un par de pasillos. Saludamos vecinos y vecinas. Ale ya se había despabilado y junto Débora contaban anécdotas, historias, chimentos. Hicimos base en un terreno con paredes de ladrillo en el que jugaba al voley la comunidad paraguaya de la villa. Ale conversó unos minutos con dos hombres que tomaban cerveza al sol. Débora nos contó que su hija andaba muy bien en la escuela. Algunos vecinos se asomaban por las ventanas enrejadas para ver cómo trabajábamos alrededor de Ale. Están acostumbrados a que cada tanto entre al barrio un equipo periodístico, o una cámara. En general no es para resaltar las bondades de nuestra gente, apuntó Ale.

Las fotos en la canchita del barrio quedaron preciosas, llenas de vitalidad. El intenso color verde del pasto sintético le dio mucha vida a las imágenes. De fondo, las casas de material pintadas con distintos colores vivos, o con ladrillo a la vista. El cielo parecía un océano. A mi fueron las que más me gustaron. Mis hermanos, como buenos profesionales, le hablaban al protagonista del libro, le hacían chistes, lo ablandaban para que pudiesen capturar sus muecas, sus gestos, su naturalidad, que por momentos denotaba el alma sensible de un hombre duro, y por otros, la frialdad de un padre de tres hijos que se ganó la vida, primero a las trompadas y los tiros, y luego estar siete años en las sombras de un penal bonaerense, por medio de una carrera política dentro y fuera de la villa.

El último punto que elegimos para hacer fotos fue el Elefante Blanco. Imponente, como siempre, lo recorrimos por dentro, hasta llegar al tercer piso. Desde ahí no se podía subir más. Recordé, mientras mis hermanos le sacaban fotos con la mole de cemento y acero sobre su cabeza, la foto que ilustraba la nota -en la revista Rolling Stone- que inspiró mi biografía. Ale estaba con un jogging de color rojo y miraba hacia el horizonte, de pie, en el último piso del ex hospital. Desde allí se ve toda la villa y gran parte de Lugano y Mataderos. Se trata del mismo balcón en el que Pablo Trapero puso a filmar una cámara en el arranque de su película Elefante Blanco, mientras por los parlantes sonaba un poderoso tema de Intoxicados.

Para subir hasta el tercer piso Ale le pidió permiso a los muchachos que están atentos a que ningún vecino más se instale en el edificio. El Gobierno porteño tenía la intención de demolerlo para construir allí el Ministerio de Desarrollo Humano. Y el desalojo de las familias que vivían dentro y alrededor del edificio, estaba judicializado. La humedad te comía los huesos. La temperatura bajaba cinco grados. El olor por momentos era nauseabundo. La basura y los escombros se apilaban a los cuatro costados. Fueron las fotos más representativas, quizá, de la historia de Ale, que ya llevaba escrita la mayor parte de su vida en la villa.

La recorrida terminó frente la canchita, donde nos comimos unas bondiolas. El parrillero era el tío de Débora, un hombre que se nos había acoplado a la caminata antes de ingresar al Elefante. Nos contó varias historias del barrio. Nombres, fechas, lugares. Me dije que la biografía, con ese tipo de aportes, siempre pudo haber sido mejor, que me faltó indagar, hacer periodismo, meter las patas en el barro. Pero esta estaba todo cocinado, claro. Como la bondiola, a la que le pusimos chimi churri casero y que acompañamos con una lata de cerveza, mientras mirábamos a un grupo de pibes pegarle a la pelota, y mientras escuchábamos la conversación que a lo gritos mantenían Ale, Débora, su tío y dos vecinos, entre ellos, uno de los responsables de los festivales de rock que todos los 25 de mayo se organizaban en la villa, de la mano, en un principio, de Los Gardelitos, una historia que sí estaba contada en la biografía.

Luego de los abrazos y el fraterno agradecimiento por tanta generosidad y cariño de parte de Ale y su gente, con mis hermanos nos sacamos una foto en la YPF de Eva Perón y Murgiondo, la esquina -también mencionada en la biografía- en la que uno se encuentra con el vecino de la villa antes de adentrarse en el barrio. Se trataba de una jornada histórica para nuestra propia historia de hermanos. Unas horas después, desde casa, enviamos una selección de diez fotos. Tres días después nos dirían que ninguna cerraba tan bien en la tapa -junto a los otros elementos: título, bajada, logos de los sellos- como la que le habían sacado -uno de los editores- en una entrevista para una revista.

Por suerte todavía existen los blogs, o las redes sociales. Sería una picardía que esta serie de fotos quede en el olvido.

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El juicio de los carniceros

Carlos Pisoni es un referente de la agrupación H.I.J.O.S y un fanático del asado, aunque no tiene ninguna relación con el relato que aquí se desarrolla.
Cuando pasé frente a la carnicería de la avenida vi que no había más de cinco personas. La fiebre de consumo de la víspera de las fiestas me ponen de mal humor. Y más aún en estas fiestas, en las que no hay nada que festejar, más bien lo contrario. Pensé en darme un gusto para la cena y enseguida entré a comprar un kilo de milanesas. Ni bien hice dos pasos sobre los azulejos claros del negocio, el tono jocoso de un cliente me tensó hasta los músculos del cuello. “Como Cristóbal López, ¿no? Jajaja...”. El hombre que había soltado la frase estaba justo delante mío. El carnicero le sonrió y enseguida levantó un soberano corte de más de dos kilos de vacío. “¿Así está bien?”, quiso saber. El hombre asintió con la cabeza. Estaba solo, o eso parecía. Vestía una camisa de mangas cortas y de color turquesa, a cuadros, bermudas también claras, y zapatos náuticos. “Vos sos de los que festejan que metan presa a la gente, ¿no?”, le dije, sin darme un segundo para pensar si era conveniente o no lo que acababa de hacer. Aparte de hablarle en la nuca, le golpeé el hombro con el dedo índice. Era alto, de espaldas anchas. Se dio vuelta. “¿Por qué lo decís?”, me dijo, con el ceño fruncido. Tenía bigotes y cejas negras, frondosas. La piel muy tostada. “Porque te escuchamos todos”, alardeé en voz alta. Aparte de los tres carniceros, detrás del mostrador estaba la encargada, o dueña, atendiendo a una clienta. En la caja, su hija -eran idénticas: la misma nariz y color de ojos, aparte del color rubio del pelo y una falsa sonrisa en la comisura de los labios-. “Estoy contento, sí, un ladri menos”, se plantó el hombre. Las diez personas que estaban en el negocio habían hecho silencio y nos observaban. Yo tenía ojos solo para el señor. “Por eso digo: sos un vigilante que te alegrás con la desgracia ajena”, apunté. “Y vos un defensor de los chorros”, me devolvió, para luego dar media vuelta y dirigirse al carnicero: “Así está bien, querido. Agregame un kilo de achuras y pasame la cuenta, por favor”. “Ni sabés por qué lo encanaron”, retomé. “Por corrupto”, dijo, ahora frente a mi nariz. Olía a perfume seco, caro. “Por evasor”, corregí. “El mismo delito que cometieron toda la vida todos los ministros de tu gobierno y ni hablar tu presidente”, agregué, en puntas de pie, para igualarlo en altura. Ya había cerrado los puños y estaba listo para pegar o recibir: El universo entero se había reducido a esa mirada altiva y el color aceitunado de su piel. Un hombre de remera negra se interpuso entre nosotros. “Aflojen, muchachos, no es para tanto”, dijo, y nos invitó con sus antebrazos a tomar distancia. Yo me dejé llevar. El otro quedó caliente como una pava. Pasó de celebrar el clima de época delante de todos nosotros, como si fuese el anfitrión de un asado entre ex compañeros del colegio Newman, a tener que tolerar la mirada no inquisidora, pero sí incómoda, de un grupo de personas. Se le había acelerado la respiración. “Por favor, acá estamos trabajando”, intervino la dueña, una cincuentona con la vida ya hecha a la que le tenías que pedir el ticket de compra, luego de pagarle. “Sabés lo que pasa”, le dije a ella y al resto, “yo no quiero vivir en un país en el que haya presos políticos”. “Ah bueno”, dijo el otro, con gestos ampulosos. “Háganse cargo, muchachos. Ustedes se robaron hasta el agua de los floreros”. El veneno se me subió a la cabeza en un milisegundo y me lancé hacia el hombre como si fuese un pitbull enfurecido. 

** 

Cuando volví a abrir los ojos, los tres carniceros estaban sentados a mi lado, detrás de una mesa de fórmica blanca, y frente a nosotros, desparramado sobre una silla de color plateada, el hombre de camisa a cuadros y piel aceitunada. Detrás de él, y de pie, se extendía una tribuna colmada por unas quinientas personas, de todas las edades y alturas, y pesos, que flameaban banderas también blancas, que su centro tenían un dibujo de un bife ancho, y adentro, centradas, las iniciales MCN. Estábamos en el interior de una carpa de circo, o domo, iluminados por faroles de tipo sol de noche, ubicados en los pasillos (uno que nacía en el medio de la tribuna, y los otros dos, que nacían a los costados).  
- Cómo es su nombre y su profesión -pregunté yo.
- Me llamo Juan Carlos y soy comerciante.
- ¿Casado o soltero? ¿Hijos? -seguí.
- Divorciado. Tres hijos.
- ¿Tiene militancia política? -quise saber.
- No me interesa la política.
- Sin embargo hoy se lo vio muy contento con una decisión oficial que nosotros enmarcamos en la oscura realidad política que vive el país – dijo el más joven de los carniceros. No se había sacado el delantal, que en la zona del pecho tenía restos de de sangre seca, ni la gorra blanca.
- ¿Tiene algún vinculo con funcionarios o militantes del Gobierno? -consulté.
- Nada. Solo una prima lejana que consiguió un carguito en la legislatura porteña, cuando ganaron en 2015.
- ¿Tiene algún familiar que esté al frente de una sociedad protectora de animales o de una agrupación de vegetarianos? -dije.
- No.
- Soy un laburante. Todo lo que tengo me lo gané solo. No cobro planes. Nadie me regaló nada - aseguró -. Y luego dijo: - ¿Ustedes quiénes son?
- Tres trabajadores y un ciudadano a pie, que junto al resto de los mortales que nos acompañan ahí enfrente -hice un movimiento ascendente con la cabeza en dirección a la tribuna– conformamos el Movimiento de Conciencia Nacional (MCN).
- Usted está equivocado en relación al caso Cristóbal Paleta, y para colmo va por la vida celebrando su detención, y que un gobierno despiadado encarcele personas por faenar animales en una ruta– dijo el carnicero del medio, de unos treinta años, pelo negro, mirada vizca. Como el más joven, había dejado su cuchilla personal sobre la mesa. También llevaba puesto el delantal lleno de sangre seca.
- Nuestro anhelo es que usted hoy se vaya de aquí con otro tipo de certezas - dijo el joven.
- ¿Ustedes me están enjuiciando? -el hombre arrugó la cara.
- Somos un tribunal, sí.
- Todos los que asaltan un camión cargado de vacas deben ir presos, no me jodan, hablamos de propiedad privada - bramó, y se revolvió en la silla. Se había desabrochado dos botones de la camisa. Estaba acalorado. Se le notaba en los pómulos, que ahora tenían un color rosado intenso.
“¡Manipulable! ¡Colonizado! ¡Medio pelo”, le gritaron de la tribuna, en la que se producía un efecto visual sinuoso, como un oleaje, producto del constante movimiento de las banderas de mano.
- Se trata de una detención ilegal, señor Juan Carlos -le dije.
- Para la tele -agregó el carnicero más chico.
- Para pobres tipos como vos -sumó el del medio, un misionero de mediana estatura y pelo rubio, nacido probablemente de la mezcla de europeos y nativos de la tierra colorada.
Por un instante en el domo se escuchó solamente el aleteo de las banderas.
- ¿Juan Carlos es un pobre boludo que se come el verso de los medios de comunicación, o un cómplice del oficialismo? - subí la voz en dirección a la tribuna.
Las respuestas estuvieron divididas. Hubo algunos gritos y hasta voló algún cachetazo.
Cuando el menor de los trabajadores de la carne se puso de pie y golpeó la fórmica con el mango de su cuchillo, el domo recuperó su clima marcial.
- Pase por favor -dijo con un movimiento de brazo, y por el pasillo derecho apareció el hombre de la remera negra que nos había separado en el negocio. Se paró frente a nosotros. Le pidieron que cuente los hechos. Luego, una opinión:
"Yo creo que se trata de un típico clase media que se cree más que su culo puede cagar más alto que el del resto, y que ahora compra al relato oficial de que hay que condenar a unos pobre diablo por faenar a unos animales en un ruta provincial. Para colmo, es de los que multiplican con su discurso la intención oficial de que nuestro pueblo deje atrás su hábito de juntarse en comunidad para comer asado y pasar a una dieta compuesta solo por verduras. Me parece condenable a inadmisible".
La tribuna celebró la intervención con ruidosos aplausos.
- La faena de animales en la banquina de una ruta es un delito excarcelable y al empresario de la carne le están cobrando haberse plantado contra la intención del Gobierno de cambiar la dieta de la ciudadanía – disparó el carnicero más chico.
- Y del resto de los detenidos, ¿me va a decir que ninguno es culpable? -interrogó el hombre de camisa.
- A todos ellos les dieron prisión preventiva, sin haberlos condenado en un juicio Juan Carlos. Son perseguidos políticos - apunté.
De la tribuna bajó un aplauso cerrado. Luego, solo uno habló desde el fondo, con el pecho inflado: “Y las medidas antipopulares del gobierno tienen consenso en ciertos sectores porque hacen mella en tipos como vos, pelotudo”. Bajó otro aplauso cerrado. En seguida llegó la respuesta desde la otra punta de la tribuna: “Este no es ningún nabo. Cuando en la carnicería hace esos comentarios, lo que quiere conseguir es más adeptos para el relato del Gobierno de que el consumo de carne es nocivo, que no hay que juntarse con el otro a asar carne o tomar vino; o sea: este tipo es parte del engranaje con el que intentan inyectar veneno en la subjetividad colectiva del pueblo”. Más aplausos y vivas.
El testigo se sentó a un costado, contra una columna, debajo de un sol de noche. La mueca que le ganó el rostro denotaba curiosidad y entusiasmo. 

- ¿Usted sabe qué es el debido proceso? -fue la primera vez habló el carnicero más grande. Tendría unos cincuenta años. Ya se había sacado el delantal. Usaba lentes. Vestía de jeans y una remera gastada, con marcas de lavandina en uno de los hombros.
- No.
- ¿La presunción de inocencia?
- Tampoco.
- ¿El Estado de derecho?
- Menos.
- Entonces me encargaré de impulsar que una de las obligaciones que le imponga este tribunal sea sentar el culo en una silla, ¡y estudiar! - gritó el carnicero más experimentado. Se había puesto de pie. Con el brazo derecho agitaba un gancho de carnicería. En la tribuna sus palabras fueron festejadas como un gol en la última jugada del partido.
- ¿Tienen alguna idea acerca de dónde se saca el corte denominado “asado” en el cuerpo de un animal?
- No.
- ¿La nalga, que por otro lado fue el corte que nuestro amigo fue a comprar la carnicería en la que tuvo el infortunio de cruzarse con usted?
- Tampoco.
- Menos idea tendrá, entonces, de dónde se saca el osobuco para las sopas que se cocinan en los barrios.
El hombre negó con un movimiento de cabeza.
- O sea que podemos dar por hecho que usted suele hablar de un tema sin conocer el paño, digamos.
- ...
- Hasta el 2015 estaba mejor o peor que ahora con la ingesta de asado, vacío y achuras -pregunté.
-…
- Juan Carlos, por favor.
- Luego de rascarse la cabeza, dijo:
- Mejor.
- ¿Sus conocidos, sus vecinos?
- Lo mismo.
- Y sin embargo es una publicidad andante de la intención oficial bajar el consumo de carne en la Argentina -puso de relieve el mayor de los carniceros del tribunal.


“Una condena ejemplar
Queremos para hoy
Una condena ejemplar
Del tribunal superior y popular”, bramaba la tribuna. Las flameadoras revoloteaban con tanto entusiasmo que rozaban la lona blanca del techo del domo. Era conmovedora la imagen de más de quinientos bifes anchos revoloteando en el aire.
Fue en ese momento que desde el techo, a la altura de nuestras espaldas, comenzó a descender una cadena de acero, que en la punta tenía enganchada la pata de una fabulosa media res, no solo por su color fresco, rozagante, sino por su tamaño y y textura. Un bicho espectacular. La tribuna volvió a explotar de algarabía.


- Sabe qué, Juan Carlos -comenzó el mayor de los profesionales del corte de carne, siempre de pie: - usted como mínimo es un irresponsable, y aparte, un cínico, por que disfruta, goza, al propagar una mentira oficial, y también es una mala persona, por fomentar entre sus compatriotas, que desde el fondo de la historia nacional se juntar a comer un asado, que ahora debemos deglutir verduras, y apostar al empredurismo de las huertas orgánicas y otras ideas del estilo. Lo que necesitamos es trabajo, para que todos tengan el mango que hace falta para comer un asado con la familia y los amigos.
Juan Carlos ya no oponía resistencia. Tenía la mirada torva, los hombros caídos, las manos sobre los muslos de su bermudas de color caqui.
- Nosotros creemos en la división de poderes, señor. Si un tribunal encuentra culpables a los Cristóbal Paleta, aceptaremos la decisión, pero no podemos tolerar ni mucho menos ir por la vida celebrando que se encarcele gente por sufrir hambre -agregó el carnicero más joven. 

- ¿Usted se da cuenta que mañana le puede pasar algo similar a usted? -le advertí.
Dijo que sí con la cabeza.
- ¿A sus tres hijos les inculcó sus mismas miserias?
- Solo a dos.
- ¿Y el otro?
- Come asados todas las semanas junto a los amigos y vecinos de su barrio, y cuando llega a casa cuenta que aparte de comer bien, los encuentros sirven para fomentar la organización y la lucha contra la opresión y el hambre oficial.
- Un caso perdido, indudablemente -ironicé.
En la tribuna festejaron con risas y chiflidos.
Entonces llegó la hora de deliberar el fallo. Estábamos de espaldas a la tribuna. Sentí en la nuca el aire viciado por la tensión. En un momento levanté la cabeza por encima de los hombros de mis compañeros, y puse la vista en la media res, que se balanceaba de modo casi imperceptible, como si ahí pudiese encontrar las respuestas a la complejidad y miserias de la especie humana. Luego de estrecharnos las manos y felicitarnos por “tan importante trabajo a favor de la verdad”, me dieron a mí la oportunidad de comunicar el veredicto:
- A partir de mañana, Juan Carlos, usted será un férreo converso que tanto en su vida familiar como laboral y social, deberá divulgar las virtudes que juntarse con el prójimo a comer asado, y organizar a la comunidad, para de ese modo poder contrarrestar cualquier operación oficial o mediática con las ideas y argumentos que acabamos de discutir acá. Aparte, como se dijo, deberá estudiar a nuestros grandes pensadores como Raúl Scalabrini Morcilla, Arturo Riñón, y Juan Domingo Entraña, para entender que el que roba para comer, tiene mil años de perdón. Lo mismo para aquellos que se animan a enfrentar a un gobierno mentiroso y opresor.
Los soles de noche comenzaron a desvanecerse de modo sincronizado, como si alguien los estuviese manejando desde algún tablero electrónico. La media res comenzó a ascender por donde había bajado. A pesar de la ternura de la carne, en su carrera hacia el techo del domo, no perdió ni una gota de sangre. Las banderas flameaban pero con menos énfasis, y sin hacer ruido. Nos convertimos, lentamente, en el paisaje de una película muda. Juan Carlos arrastraba sus pies, con la espalda encorvada, en dirección al costado derecho de la carpa, por el que ingresaba una potente haz de luz blanca. El testigo, al verlo pasa por su lado, le dio un golpe amistoso en el muslo de la pierna derecha.

**

Uno de los carniceros, atrás mío, me rodeaba el cuello con su brazo derecho. Otro me contenía con sus manos abiertas sobre mi pecho. Estábamos contra una de las paredes de azulejos laterales de la carnicería. El tercer carnicero generaba olas de viento con su delantal, en dirección al hombre de camisa a cuadros, que estaba tirado en el piso, de cara al techo. Parecía desmayado y tenía sangre en la boca. También me pareció ver que una compota oscura comenzaba a ganarle la zona del ojo derecho. El resto de los clientes hacían un circulo y hablaban entre ellos. En la vereda se habían juntado algunos vecinos. Yo estaba agitado. Me dolía la nariz. La palpé con la mano. Estaba hinchada y perdía sangre desde una fosa nasal. Me terminé de despabilar con los gritos de la madre y su hija. Estaban desencajadas. No quedaba nada de su falsa cordialidad. “No nos importa a quién voten ni qué pase en el país, si uno va preso y reprimieron en el Congreso. Resuelvan las diferencias afuera del local”. Afuera alguien gritó que no era todo lo mismo, que había que discutir la realidad del país. Una clienta apoyó a la dueña. El carnicero más joven aflojó la llave y me dijo que ya había pasado todo, que me vaya a casa. "Le rompiste la boca por forro", me concedió en voz baja. Me dirigí hacia la salida. Al del suelo ni lo miré. Tampoco al resto. Ya se había abierto el grupo de la gente de la vereda, para que pase, cuando escuché el grito de la hija de la dueña: “¡No vuelven más, kukas!”.

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El bondiolero de Saavedra

El hombre apareció sin que lo llamen. Modesto en su forma de vestir, en su modo de mirar, hasta en su postura corporal. De piel morena, tonada provinciana, manos curtidas, un fresco día de sol, a media mañana, se instaló bajo el toldo de una humilde verdulería, justo en el cruce de las calles Manzanares y Plaza, en Saavedra y comenzó a ofrecer sus productos.

Hace casi un año que por esa esquina no hay tránsito vehicular. Tampoco del otro lado de la vías, ni mucho menos en la avenida Balbín, a cien metros. La obra del túnel transformó el pulso del barrio. Grúas, camiones y palas mecánicas, camiones con acoplados, un frío y enorme vallado de chapas amarillas alrededor de la avenida, comercios cerrados, tierra, polvo y más polvo, y muchos muchachos de mameluco naranja y casco de la UOCRA. 


Son ellos, justamente, los clientes del protagonista de este relato. Aparecen con las manos en los bolsillos, de a tres o de cuatro, antes de las doce del mediodía. Traen los pantalones y los zapatos de trabajo llenos de tierra o barro, si es que llovió en las últimas horas. Sonríen, gritan al hablar, hacen fila sobre una línea invisible, a un metro de distancia de la parrilla de tipo tambor del vendedor, para comprar una tortilla, una bondiola o un choripán.

El modesto puesto de comida está ubicado frente al único ingreso del andén provisorio de la estación Saavedra de la línea Mitre de los Ferrocarriles Argentinos. Bajo el toldo de la verdulería. Sobre unos canteros en los que alguien plantó, hace cincuenta años, unos majestuosos gomeros que dan mucho más que sombra, los obreros, ferroviarios, trabajadores de talleres mecánicos, algún encargado de edificio o sereno de un garaje, hacen otra fila frente a una tabla colocada sobre un mesa improvisada, en la que pueden agregarle al sándwich algún condimento o unas cucharaditas de ensalada criolla.

Por la tarde, cuando el sol ya comienza a perfilar su caída, el hombre le pega una barrida a la esquina prestada, limpia la parrila con una manguera también prestada, y luego de ponerle candado a la cadena que anuda el artefacto a un parante del toldo, se despide del boletero de la estación, o el viejo policía que allí hace consigna, y desaparece por el mismo lugar que aparecerá al otro día, para ganarse el mango.

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Manu y Santino Dios

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