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Profanar la Cultura III (crónica acerca de Tecnópolis)


Crédito foto: Área de Fotografía de la Unidad Bicentenario

Norberto cuenta que la mega muestra tiene tres entradas. “Por la autovía General Paz, la avenida de los Constituyentes, y la calle Juan Zufriátegui”. Por las dos primeras ingresan los visitantes, a pié, o en auto, y por la tercera pasan los trabajadores, los proveedores, los artistas, y los micros escolares que durante la semana llegan con los chicos de las primaras y secundarias de todo el país.

El sistema que utilizan para contabilizar el público que está dentro del predio es sencillo, y efectivo. A las doce del mediodía, cuando se abren los portones, sacan una cuenta inicial cuya base es la cantidad de personas por metro cuadrado. Y luego, cada media hora, en los tres ingresos, durante diez minutos, cuentan la cantidad de gente que ingresa. También se contabiliza la cantidad de autos, y se los multiplica por tres. Así es que cada treinta minutos la Dirección Operativa cuenta con una estadística aproximada de la cantidad de gente que pasea dentro del predio.

Mientas Norberto atiende un nuevo llamado, y aprovecha para ir cambiar la yerba del mate, detengo mi mirada en las banderas de la plaza que están del otro lado del vidrio, y recuerdo la primavera de 2013, cuando vine al predio con ocho adolescentes de la Ciudad Oculta, o villa 15, de Villa Lugano, en el marco de un taller que veníamos sosteniendo junto a unos compañeros de militancia. En un momento paramos a almorzar a unos metros del galpón azul del ministerio del Interior y Transporte, donde se podía tramitar el DNI. Comimos sándwiches de miga, y empanadas, en silencio. Luego uno propuso que rodásemos por una pendiente que había a un costado. Lo hicieron, a las carcajadas, sin ruborizarse. Yo me quedé de pie junto a uno de los pibes, del barrio Piedrabuena, muy flaco, que tenía una serie de graves problemas familiares que no lograba socializar. Me pedía un cigarrillo detrás de otro. Más tarde, con el sol sobre las cabezas, bailamos rock y cumbia sobre el escenario “Hacete escuchar: 30 años de Democracia”, en el que cualquiera podía cantar, y bailar. El flaquito no se sumó, pero yo sí.


Promotores
En las entradas de muchos de los stands, carpas, edificios, y distintas atracciones del predio, uno se topa con chicos y chicas que visten zapatillas de lona, bermudas, y una remera del Ministerio de Ciencia y Tecnología, Educación, Desarrollo Social, o Planificación Federal. Son estudiantes universitarios que perciben un salario por algunas horas de trabajo por semana. Dependen de la Unidad Operativa que coordina Norberto. “Son una pieza clave”, subraya él, mientras le pega un vistazo al monitor de las cámaras de seguridad.

Le cuento una experiencia personal, durante la última edición, en el edificio del Ministerio de Educación. Un grupo de promotores daban las primeras instrucciones a los visitantes:

- A medida que vayan pasando las postas, tienen que completar la grilla –nos dijo uno de ellos, y nos dio, a mi hijo y a mí, unos cartoncitos de colores-. Nuestros compañeros les irán dando las obleas para completarla.

Las postas, dentro del stand, eran varias. Juegos de ingenio con piezas de madera, o goma espuma, juegos interactivos a través de pantallas táctiles, juegos de memoria con cubos, o dados gigantes. En algunas de las propuestas había que asociar hechos recientes de nuestra historia nacional y latinoamericana con rostros, o frases. Evita, Hugo Chávez, Evo Morales, las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, Raúl Alfonsín, Néstor Kirchner, José de San Martín, Manuel Belgrano, la batalla de la Vuelta de Obligado, las leyes de Punto Final y Obediencia Debidas, las Islas Malvinas.

Al preguntarle, el pibe me contó que la propuesta le parecía muy valiosa, y que en general, el público se retiraba del juego con un apretón de manos, y un agradecimiento. Tenía veintitrés años, estaba en la mitad de la carrera de Ciencias de la Educación, y si bien no militaba en ninguna organización política, concordaba con la mayoría de las políticas inclusivas del kirchnerismo. Se lo veía comprometido con su rol de promotor, atento a las dudas de las cientos de familias que durante quince minutos se entretenían en el juego que ahora a estaba a su cargo.

“No es lo mismo una promotora que sonríe y te entrega un folleto que un estudiante de paleontología que te explica cuándo y dónde vivió uno de los dinosaurios del paseo ‘Tierra de dinos’”, señala Norberto, y me pasa un mate. No promueven productos comerciales, ni se destacan por una calza ajustada, el color de su pelo, u ojos, sino que son chicos y chicas que le acercan a la población, por medio de la palabra, y distintos soportes, las razones y los beneficios de las políticas públicas instrumentadas durante los últimos. “El mensaje es político, aunque no partidario”, remarca.

Los guías
También dependen de la Unidad Operativa que dirige Norberto, y son los que tienen a su cargo los recorridos guiados por el predio. En su mayoría son estudiantes de las nueve universidades nacionales que se inauguraron durante la última década. Muchos de ellos la primera generación universitaria de sus familias, y son contratados gracias a la firma de una serie de convenios entre el Ministerio de Ciencia y Tecnología y los rectores de las distintas casas de estudios.

La Dirección Operativa tiene a su cargo la capacitación de los estudiantes. “Aparte de las cuestiones técnicas, y pedagógicas, una de las cuestiones que les transmitimos es aquello que inmortalizó Jauretche, de que nada grande se logra sin alegría”, aclara Norberto. “Que lo que hacemos es proponer una festividad constante. Un lugar de reunión, de comunión”.

El 30 por ciento de los chicos que visitaron la mega muestra son de escuelas y colegios privados. El resto, de los establecimientos de los barrios populares de la ciudad, la provincia de Buenos Aires, y el interior del país. Si uno va en la semana, son los que pueblan el parque. En grupos, junto a sus maestros, con uniforme, o guardapolvos blancos. Gritan, corren, se sacan fotos con los celulares. Se roban besos detrás de una gigantografía.

Vuelve a sonar el teléfono de Norberto. Es hora de irse, ya que tengo que cruzar la ciudad para ir a mi oficina. Como él, trabajo en la gestión pública. Ya tengo más de una hora de testimonio de primera mano, y la vital experiencia de haber visitado el predio en varias oportunidades. Con mi hijo, con los pibes de los barrios, y por qué no, con mi viejo, y sus sueños, en gran parte, luego de una década de trasformaciones, hechos realidad. Norberto camina a mí alrededor como un león enjaulado. Son las presiones y la vorágine de nuestra época. Ni bien corte, me levanto, lo felicito con un abrazo, y me retiro.

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Profanar la Cultura II (crónica acerca de Tecnópolis)

Crédito foto: Área de Fotografía de la Unidad Bicentenario

Lo primero que hizo Norberto fue despacharse en relación a la preocupante coyuntura política de aquellos días de febrero. La devaluación nos había dejado el culo lleno de preguntas. Estaba enojado. Elevaba las manos hasta la altura de sus hombros, pero no como Perón, que lo hacía con parsimonia, para seducir, sino con vehemencia. Sus cejas tupidas se cerraban sobre sus ojos negros. La entrada de un llamado cortó su monólogo. Pidió que lo llamasen en cuarenta minutos, y retomó su análisis. Nos la pusieron, dijo, en relación a la salida de Guillermo Moreno. La derecha, ni bien tuvo la oportunidad, avanzó, y logró hacernos daño, subrayó. También me contó que se acababa de separar, y que estaba viviendo hacía unos días en una pieza, en San Fernando, al norte del conurbano bonaerense. Estoy bien, eh, aclaró. Sus hijos ya tienen veinte y veinticuatro años, y mencionó el síndrome del “nido vacío”. Me preguntó por Santino, con quién me vio por lo menos dos veces en el predio, y le conté que bien, que estaba hermoso, que ya tenía diez años. Volvió a sonar su celular. Mientras le daba unas indicaciones a su interlocutor, yo pensé que no me faltaba tanto para aquello del nido vacío.

Del otro lado de las varillas de la persiana, el cielo seguía muy cargado. La tormenta seguía latente.

Un rato antes de que llegase Norberto, un veterano compañero de su equipo, llamado Juan, me había ofrecido dar una vuelta por el predio, arriba de un carrito de golf. En el parque no había Pueblo. Ni trabajadores de limpieza, ni promotores, ni guías. Un gigante dormido.

Bordeamos “La tierra de Dinos”, en el que ahora estaban congelados, entre la espesura del pequeño bosque, los más de treinta dinosaurios robotizados que tantas muecas de asombro les roban a los chicos. Pasamos por el mini parque temático educativo de Zamba, lleno de color, magia e historia resignificada. Escuchamos el aleteo de un pájaro por arriba de nuestras cabezas. A lo lejos se recortaban los enormes pabellones de la calle principal –que ellos identifican como la “calle 1”-. El Domo blanco de la “Nave de la ciencia”. El arco de acero de la entrada. El “Coloso de energía”, que parece un robot. Al fondo se veía la autovía General Paz, el pesado tráfico de los coches, y la aeronave de Aerolíneas Argentinas. Pasamos por el galpón del Ministerio de Desarrollo Social, donde cumplen funciones cientos de beneficiarios del Plan Argentina Trabaja.

Juan me contó que era un motoquero que llevaba envíos a la Casa Rosada, y que terminó contratado por la Unidad Bicentenario. Ahora, con orgullo, contestaba mis preguntas, y hacía sus propios aportes. A pesar del sinuoso movimiento del carro, yo tomaba algunas notas en el cuaderno. Cuando pasamos frente a una gigantesca olla de agua, me contó que se trataba del aliviador para el arroyo Medrano, que corre por debajo del parque Saavedra, donde vivo, el mismo que había colapsado en abril de 2013 y que había dejado destrozos y cadáveres a su paso. A lo lejos, en un estacionamiento, un obrero, con caso amarillo sobre la cabeza, se dirigía hacia la avenida Constituyentes. Bordeamos la gigantesca torre con cajones de Coca Cola, una vieja locomotora a vapor de los Ferrocarriles Argentinos, y el “Acuario argentino”, uno de los puntos más convocantes de la última edición del parque.

Sonó la radio. Era Norberto.

Cómo llegaron acá, le pregunté a Juan, cuando estacionamos. Al parecer, cuando Mauricio Macri prohibió que la muestra se montase sobre la avenida Figueroa Alcorta, Javier Grossman –a cargo de la Unidad, y Oscar Parrilli –secretario General de la Presidencia-, sobrevolaron el predio, y no lo dudaron. Esto era un baldío, y con las obras cambiamos el ecosistema de la zona, agregó. Una vez encontramos un búho así, dijo, y con las manos graficó el tamaño del bicho. Estaba perdido, contó.

“Acá se puede profanar la cultura”, señala ahora Norberto, en su oficina, luego de chupar la bombilla. “Uno puede meterse por cualquiera de las miles de ventanas que ofrece Tecnópolis. Hay propuestas para todo el mundo”. Dice que con la materialización de la mega muestra de ciencia, tecnología, arte e industria, queda demostrado que a los sectores populares se le puede ofrecer lo mejor; que “es una inversión y no un gasto”. Todo lo contrario a aquella peyorativa frase de ‘pan y circo’. “La propuesta tiene una categoría única, en términos de producción, estéticos, y culturales”, subraya, y se refiere a la oferta técnica, y artística que los visitantes encuentran al pasear por el predio. Y no sólo los pobres. Todos los sectores sociales visitaron el predio. Más de doce millones de visitantes, sumando las tres ediciones.

La Unidad Ejecutora del Bicentenario es la que tiene a su cargo la administración del parque. Son los mismos trabajadores que organizaron los festejos por los doscientos años de la Patria, en todo el país, y dependen de manera directa de Presidencia de la Nación, a través de la Secretaría General que conduce Parrilli. Su director ejecutivo es Javier Grosman. Norberto lo nombra. Lo florea. Me promete una entrevista con él. Y cuenta que estaban en pleno preparativo de un evento que significaría un nuevo hecho cultural de enormes dimensiones: el Encuentro Federal de la Palabra.

El proyecto original de la Unidad estipulaba que la muestra de ciencia y tecnología cerrase los festejos por el Bicentenario, con una apuesta futurista, y se realizaría en los bosques porteños de la zona de la avenida Figueroa Alcorta. Pero unas horas antes de la inauguración el Jefe de Gobierno, Mauricio Macri, se los prohibió, porque se “colapsaría el tránsito”.

El parque abre de julio a noviembre. Durante el 2011 fue visitado por más de cuatro millones y medio de personas. En el 2012, debido a las lluvias, el número descendió en doscientos mil visitantes. El año pasado, de nuevo elevaron las visitas a cifras siderales. Según las estadísticas de la compañía Google, “Tecnópolis” es la palabra más buscada en Internet, y comparte el podio de las más requeridas, junto a “Facebook”, “Twitter”, y “Mercado Libre”, entre otras. Tienen más de medio millón de seguidores en los distintos canales de las redes sociales, y ni siquiera los detractores más recalcitrantes del gobierno niegan el impacto político, social y comunicacional del parque.

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Profanar la Cultura I (crónica acerca de Tecnópolis)

Crédito foto: Área de Fotografía de la Unidad Bicentenario

Dos jóvenes gendarmes custodian la entrada del arco de piedra del ex Batallón de Arsenales del Ejército Argentino, en Villa Martelli, emblema del levantamiento carapintada que encabezó durante los primeros días de diciembre de 1988 el aquel entonces Coronel Mohamed Alí Seineldín. Él fuma un cigarrillo rubio, y es ella la que se acerca hasta el coche.

“Vengo a ver a Norberto Castañeda”, le digo. Me pide el documento, y en cuanto se lo doy, enciende un handy, transmite mis datos, y el motivo de mi visita.

Recuerdo las imágenes de la televisión de aquellos días. El verde oliva. Los fusiles. La enardecida manifestación civil en el lugar, las corridas, los disparos, los muertos. Recuerdo el pánico de mis diecisiete años. No el cielo, que debe haber cambiado durante aquella semana de tensión, pero que ahora, después de haber caído agua durante toda la noche, sigue encapotado. Por debajo, una hilera de nubes negras se mueve con la ayuda de una brisa bastante fresca.

La gendarme se inclina frente a la puerta del coche, me devuelve el documento y me indica cómo llegar al edificio “Más Escuelas”. Luego camina unos pasos, y eleva la barrera. Pongo primera, hago contacto visual con el fumador, luego con ella, le agradezco a ambos, y paso. 


Me siento especial porque es un privilegio pisar una Tecnópolis desierta. Inhalo el aire húmedo de la mañana, con orgullo. A mi izquierda adivino el espacio a cielo abierto en el que montaba sus propuestas la secretaría de Deportes, y enseguida recuerdo una preciosa canchita de fútbol, con arcos, y redes. Con mi hijo siempre terminábamos el día de paseo allí, cuando ya empezaba a bajar el sol. Todas las veces que fuimos lo hicimos con una pelota debajo del brazo.

En el 2012 nos tuvieron que invitar que a nos fuésemos, minutos antes de las diez de la noche. Entre los chicos que se sumaron a jugar había uno con la camiseta de Quilmes, espigado, de movimientos lentos, que a pesar de tener una pierna más corta que la otra, tiró dos caños exquisitos. Santino lo nombró durante varios días. Por sus virtudes como futbolista, pero también porque tenía las zapatillas destrozadas, y andaba solo, sin sus padres.

Ahora, detrás de una hilera de arbolitos, a mi izquierda, emerge una de las paredes blancas del colosal Pabellón Bicentenario, un espacio montado en el 2013, en el que se organizan espectáculos para más de quince mil almas, como el musical de Zamba, o la entrega, de parte de Cristina Fernández, de la computadora número tres millones del Plan Conectar Igualdad.

Unos metros más adelante bordeo el Skate Park, en el que ahora no suenan pistas electrónicas, ni hay intrépidos saltarines dibujando piruetas en el aire. Cruzo la vía del tren, y dejo atrás la extensa playa de estacionamiento en el que se acomodan los micros escolares. Frente a la trompa del coche –en el que ya entró el aroma húmedo de la tierra-, más allá de la Plaza de las Banderas, asoma el cuello de un dinosaurio.

Luego de estacionar, me meto en el edificio de una planta “Más escuelas”. El pasillo está oscuro, y húmedo, pero luego de unos segundos distingo los rostros de los muñecos de dos metros de altura que se recortan entre las sombras. Son Roberto Fontanarrosa y Arturo Jauretche. Dos marionetas que nunca pudieron ser usadas en el gran corso porteño que la Unidad Ejecutora del Bicentenario había organizado para el carnaval de febrero de 2012, en la Avenida de Mayo, ya que unas horas antes una formación del ferrocarril Sarmiento se estrellaba contra la contención de acero del andén, en Once, y provocaba la muerte de cincuenta y un compatriotas.

Norberto no está, pero un compañero suyo me hace pasar a su oficina, en el primer piso. Una tibia penumbra baña todo el ambiente. Contra la pared del fondo hay un plasma de cuarenta y ocho pulgadas, y a un metro de distancia, una mesa ratona de vidrio, y dos sillones de cuerina blanca, enfrentados. Intuyo que ahí debe haber resuelto o negociado unas cuantas urgencias. Del otro lado está su escritorio, con tres monitores. Uno, marca Apple, para la computadora, y los otros dos para transmitir las imágenes de las sesenta cámaras de seguridad que hay instaladas en los puntos estratégicos de las más de cincuenta hectáreas del predio.

Luego de algunos minutos, llega mi anfitrión. Me saluda, exultante, y su vozarrón rebota contra las blancas paredes de la oficina. Mide más de un metro ochenta, y calza por lo menos cuarenta y cuatro. Tiene una sombra de barba, y el pelo desordenado.

El hombre que ahora tengo enfrente y cuya figura se recorta contra la luz que se filtra por la ventan, fue maestro mío en un establecimiento educativo que dependía de la Asociación Filantrópica Argentina. Un muy buen tipo, que nos dio las primeras herramientas para que empezásemos a crecer. Siempre lo respeté, y le tuve mucho aprecio, porque junto a los directores, y un puñado de colegas, acompañaron mi dolor, silencio, y desorientación, en noviembre del 76, cuando el Ejército Argentino asesinó a mi padre. Yo tenía cinco años.

Luego lo dejaría de ver, pero muchos años más tarde lo encontraría en las calles levantando las banderas del kirchnerismo. Yo ya sabía que era peronista y que había dedicado su vida a la educación. Él, en cambio, creo que no se asombró al verme defendiendo a los que venían enfrentando a los grupos de poder de nuestro bendito país.

Nos damos un abrazo, y palmadas en la espalda. Él está al frente de la Unidad Operativa de Tecnópolis, y yo vengo en calidad de cronista. Antes de sentarnos, le pide a uno de sus colaboradores que por favor le prepare un termo y un mate.

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Festeja Panini


La esquina de Monroe y Ciudad de la Paz, en el barrio de Belgrano, está colmada de gente. Hay adultos, pero la mayoría son chicos, que están vestidos con camisetas y pantalones de fútbol. También hay muchos adolescentes. Algo intercambian, en grupos de tres, cuatro personas. Tapan por completo la fachada de una inmobiliaria, una joyería, un Cromy Club, y una librería. También el umbral de dos departamentos, en el que uno de los encargados charla, animado, con una señora. Los automovilistas estiran el cuello, curiosos. Hacen tronar las bocinas. Si uno se acerca, y recuerda que faltan menos de cuarenta días para que comience la Copa del Mundo, se descifra el enigma: todos y todas están cambiando las figuritas del álbum de Brasil 2014.

El Cromy Club original del barrio está sobre Ciudad de la Paz, a pocos metros donde ahora se amontonan los coleccionistas. Pero ahora se dedica sólo a la venta mayorista. El nuevo, abierto para al público, está sobre Monroe, en el ojo de la tormenta. En la puerta, desde hace muchos sábados atrás, chicos y grandes se juntan a cambiar figuritas del álbum del momento. En general, de fútbol. Pero hay otros, menos populares. Cada tanto explota un fenómeno de ventas como Violeta –a la que el oportunista de Mauricio Macri le organizó un multitudinario show en el Monumento de los Españoles, y lo pescaron, en una foto, con una mueca poco feliz-, que hace emerger de debajo de las baldosas a decenas de nenas, que invaden la zona con sus colitas y sus zapatillas con luces de colores.

La Copa del Mundo, se sabe, se juega cada cuatro años. Y la compañía multinacional Panini, dueña de la licencia que le permite comercializar la imagen de cada uno de los dieciocho jugadores, de las treinta y dos selecciones clasificadas, dos meses antes del comienzo de la competencia, lanzó el nuevo producto, no sólo en nuestro país, sino también en varios, de más de un continente.

El diario La Nación, por medio de un acuerdo comercial, desde hace unas semanas regala el álbum junto a sus ediciones impresas. Algunas escuelas lo reparten gratis entre los alumnos. Lo venden por dos pesos en las cajas de los supermercados. Todos lo tienen, y por eso, varones y nenas por igual se devoran los paquetes de los kioscos. La demanda es altísima. Una fiebre. Y el negocio, redondo. Alcanza con hacer un sondeo entre los amigos o compañeros de un hijo, sobrino, nieto, para comprobar que casi nadie se queda afuera. Por futbolero, o porque no se quiere quedar afuera de una moda pasajera.

Los paquetes de Panini valen cinco pesos. Cincuenta por ciento más caras que lo que costaban las del último torneo de fútbol local, en el segundo semestre del año pasado. O sea, un peso cada figurita, que no mide más de cinco centímetros por lado, y cuyo peso es tan liviano que una brisa te la escupe por la ventana. Nada que ver con la calidad de las figuritas de la década del ochenta, por ejemplo.

“Es un tema de costos”, justifica uno de los encargados del Cromy Club mayorista, mientras se toma un respiro, y fuma un cigarrillo negro. Relativiza el aluvión de padres y chicos que invaden la zona, como si le diese lo mismo que seamos diez, o cien. “Somos un punto de reunión hace mucho tiempo, y sí, algunos comerciantes nos putean”, admite. En especial, los de la joyería, que son “gente grande”, y que fabulan que les van a entrar a robar, o que les rayen de manera intencional la vidriera.

Las figuritas que juntábamos cuando éramos chicos eran de cartón, se pegaban con plasticola, y en muchos casos, eran ilustraciones de los jugadores, sus muecas, sus movimientos, y no fotos montadas, o mejoradas con un software. También había figuritas redondas, de metal, que brillaban con una fuerza mágica si uno las ponía debajo del rayo del sol, en el patio de la escuela. Aparte de coleccionarlas, y cambiarlas con los amigos, las poníamos en juego en el recreo, por medio de varias competencias. Hoy casi ningún chico juega a ver quién deja la figurita más cerca de la pared, o al “Chupi”, con la que había que dar vuelta dos figuritas, por medio de la succión que produce la palma de la mano, como si fuese una sopapa.

El encargado del Cromy Club, que está en pantalones cortos, como los chicos, cuenta que comprar la licencia para imprimir las figuritas del Mundial sale doscientos mil dólares, y que “el arreglo lo tenés que cerrar con la FIFA”, ya que “no alcanza con Julio Grondona”.

Le mencioné un álbum que había salido hacía dos años atrás, que no era de Panini, un poco más precario, pero mucho más barato, “que en la contratapa tenía una ilustración de Néstor Kirchner, al que los jugadores contrarios –Carrió, De Narvaez, Ricardo Alfonsín, Macri-, no podían parar, ni agarrándole la camiseta, ni tirándole patadas a los tobillos”. “Ése fue uno que se mandó por las suyas. Lo deben haber denunciado por fraude”, explicó. La experiencia fue corta, pero esperanzadora.

Mientras, Panini festeja. Levanta la plata con palas. Ojalá que el monopolio de la comercialización de las figuritas se democratice pronto. Y que los pibes vuelvan a jugar a darlas vuelta, con un precioso movimiento de muñeca, en un rincón del patio, sin que les importe que el guardapolvo recién lavado se les esté llenando de mugre.

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Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios