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Testimonio


Los tribunales de Comodoro Py son frios, sombríos y ajenos a cualquiera que no venga del mundo judicial (ya sea por cuestiones de laburo, o por tener problemas con la ley).
Las escalinatas de la entrada, los largos pasillos, las escaleras de mármol, las puertas de los juzgados, los crucifijos, las flacas y rubias secretarias provenientes de la UCA, los hombres engominados con lentes para el sol, trajes de seda y zapatos de cuatro cientos pesos, los agentes de la Policia Federal y del Servicio Penitenciario Federal, todo ese combo de imágenes y sensaciones, convergen en una sola idea, física y racional: los hombres y mujeres que conforman la corporación judicial, tienen la facultad de cambiarte la vida. Y entre ellos se cuidan el culo. Viven en su propio mundo y no se dejan atropellar ni siquiera por cuestiones de Estado.

Para entrar a la sala de audiencias donde se lleva a cabo del juicio de Mansión Seré, hay que anotarse en la mesa de entradas del TOF 5 (Tribunal Oral y Federal Nro. 5), en el sexto piso. Documento, aclaración para saber si venís de parte de la querella o de la defensa (ya que los primeros van a la planta baja de la sala y los segundos a la planta alta), un chico de traje, peinado y afeitado, seguramente su primer trabajo en un tribunal, te da la autorización, volves a la planta baja, y te dirigis a la sala, al fondo de un pasillo y un piso para abajo por escalera. Antes de entrar, hay que pasar por un control policial que, según el humor de los uniformados, puede significar un trámite, o convertirse en un momento dominado por la incomodidad.

Guillermo Fernandez es un sobreviviente del centro clandestino de detención Mansión Seré, uno de los cuatro secuestrados que se escaparon la noche del 24 de marzo de 1978 de la casa donde estaban detenidos hacía varios meses. Fuimos a escuchar su relato, una historia única que fue llevada al cine por Israel Caetano (Crónica de una fuga), a acompañarlo, a estar cerca cuando terminase de dar su testimonio.

El tipo entró, cruzó la sala y tomó asiento. Uno de los tres jueces del tribunal, impecable, la espalda derecha, la voz clara y severa, le recordó que falsear un testimonio está penado por la ley. Guillermo, pantalón, camisa, saco, el pelo atado con una colita y los lentes sobre la cabeza, dijo que sí, que juraba decir la verdad y nada más que la verdad.

Del lado de la querella, separados de la sala por un ventanal de acrílico, acompañando a Guillermo, y a otros que declararían por la tarde, somos unas treinta personas las que estamos sentadas en las cuatro o cinco hileras de sillas azules de tipo oficina. Junto a nosotros, uno por lado, dos policías de la Federal, las manos detrás de la cintura, la vista perdida en la pared alfombrada de enfrente. Dentro de la sala, a la izquierda, la fiscalía, la querella, y Guillermo. En el medio, del otro lado de una tarima de mas de un metro de altura, los jueces que imparten la ley (el TOF 5 no permite el ingreso de la televisión ni los pañuelos y fotos de los desaparecidos que las Madres de Plaza de Mayo, y otros organismos, llevan consigo desde hace más de treinta años). A la derecha, la defensa. El piso y las paredes estan cubiertas por una alfombra rosada, el mismo color de las pesadas cortinas que caen por detrás de los jueces del tribunal. Hay dos plasmas de tv, una de cada lado, un circuito de audio, y mucha solemnidad.

Durante más de una hora y media Guillermo hace un minucioso relato de su secuestro, cautiverio y fuga de Mansión Seré, una casa de dos plantas, camino de tierra y jardín, de la zona oeste del conurbano bonaerense, perteneciente a la Fuerza Aérea Argentina. Una y otra vez, mientras da nombres, fechas, hechos, insiste con la idea de que una vez adentro de la casa, el que no se adaptaba a la lógica interna de la patota y las guardias, perdía. La mayoría perdió igual, hiciese o no el esfuerzo de sobrevivir, pero Guillermo tuvo una suerte aparte. "Estábamos en manos de una banda de locos desquiciados. Ahí adentro no importaba la política, ni de dónde venías ni cuan grande la tenías", le cuenta al tribunal, los tres echados sobre sus sillones de cuerina negra, con las laptops abiertas sobre el escritorio.

Guillermo es actor. Y se le nota. Mueve sus manos y gesticula con la cara. Por momentos ironiza y nunca pierde la calma. A medida que avanza su relato, las observaciones y descripciones que comparte, confluyen, inevitablemente, en el descelance al que todos queremos llegar: la fuga. Uno se retuerce en el asiento de felpa azul. Ya sabemos cómo operaban los grupos de tarea, su sadismo, el grado de locura y morbo que tenían, pero escuchar, y ver, a un tipo, que estuvo ahí, y que ahora, en este momento, se conecta con aquellos hechos que le dejaron marcas de por vida, es muy diferente. "Cuando vas a los juicios, no salís igual que como entraste", dijo uno una vez. Algunos de los que estan al lado nuestro, por nervios, o por la razón que sea, rien cuando Guillermo tira algún bocado con cierto atisbo de humor. Se tapan la boca por pudor, o se codean. Yo quiero explotar en mil pedazos. Tanta mierda acumulada en años, haciendo presión, desde las uñas de los pies hasta los pelos de la cabeza. Cuanta locura. Cuanta gente esperó estos juicios por tantos años. Ahora son una realidad. Acá está Guillermo, a pocos metros, contando una historia de película.

Por suerte, la historia de Guillermo es épica. De las tres o cuatro que hay dando vueltas. Esa fuga de Mansión Sere, una en Campo de Mayo, otra en la ex Esma.

La fuga que él mismo planea, junto a otro detenido, Claudio Tamburrini, ex arquero de la primera de Almagro, es histórica, y de película. Con dos o tres elementos (es fundamental un tornillo que cae del camastro donde lo tenían encadenado día y noche), una fuerza que nace en las tripas, producto de una situación extrema de vida y muerte, pelotas de acero, y mucha pero mucha suerte, los cuatro pibes (tenían todos veinte años), hechos mierda, desnudos, y en manos del destino, atan unos trapos a una ventana que habían podido abrir, se cuelgan, y se deslizan hasta la puerta de entrada de la casa. En la película llueve como la última vez. Guillermo no hace referencia a ese detalle. Pero salen, se escapan, en pelotas, piden ayuda en algunas casas, y, increiblemente, zafan.

Guillermo se va del país al otro día.

Despues de las preguntas que le hace la Fiscalía, el juez da por terminado el testimonio y pasa a cuarto intermedio. Nosotros, los treinta que estamos sentados del otro lado del vidrio, nos paramos y escupimos un aplauso generalizado que rompe con el silencio tortuoso que flotaba en el aire desde hacía dos horas. Una explosión natural, un reconocimiento para uno de los tantos testigos que, a pesar del costo personal que debe implicar remover la pesadilla más profunda de su vida, decide declarar, y poner sobre la mesa las pruebas que hacen falta para meter presos a los genocidas (Barda/Mariani0Comes, los tres de mas de ochenta años). Nos rompemos las manos y también gritamos. El juez, un dinosaurio que vive enfrascado en un inframundo de privilegios e impunidad, corporativo, amenaza con hacernos hechar si seguimos con esa actitud. Aplaudimos más fuerte que antes (Tomá, la concha de tu madre). Guillermo, mientras tanto, abre la puerta que separa la pecera de la sala y se abraza con los que tiene más cerca. "Silencio, por favor", llega del otro lado, cada vez más tenue, más lejano. "Bien, loco, bien, que groso tu testimonio: felicitaciones".

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Manu y Santino Dios

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