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Termómetro Social XI (un ladrillo menos en la pared)


El martes de la semana pasada Luciano M. fue a la Dirección Nacional del Derecho de Autor, sobre la calle Moreno, en Monserrat, para averiguar cuáles eran los requisitos para registrar una revista. Entró con los auriculares puestos, escuchando el disco “Donde brilla el sol”, de Riddim, y aunque al principio no escuchó nada de lo que provenía del interior de la oficina pública, percibió con claridad que acababa de traspasar un umbral: decenas de personas, de uno y otro lado del mostrador, intercambiaban palabras y gestos. Apagó el aparato y como si hubiese abierto la ventana de una cabaña, el murmullo sordo que flotaba en el salón lo envolvió por los cuatro costados. Se desenchufó y le preguntó al muchacho que oficiaba de portero por su trámite. Le indicó una oficina del fondo. Atravesando el pasillo le llamó la atención la cantidad de chicos y chicas de no más de treinta años que atendían con ganas al público. La chica que lo atendió, resuelta y didáctica, también lo trató muy bien. A la media hora, salió del edificio, y lo primero que hizo fue enchufarse los auriculares.

“Vamos donde… donde brilla el sol…”.


Estaba contento. En las puertas de su cumpleaños número treinta y cinco, y después de varios años en los que para esa fecha sólo había dudas, reproches e inconformismo, ahora sí, por fin, se sentía más amigado consigo mismo. No era el ficticio paraíso de la vida resuelta. Nunca sería así. Pero sí sentía un extraño regocijo por haberle puesto ganas al deseo que creía haber perdido para siempre, como una pelota que se acaba de caer a un rio, y se aleja con la corriente.

“Al futuro hay que armarlo con amor…”.

Encaró por Moreno, hacia el bajo. Cruzó la 9 de Julio, atestada de tráfico y manadas de hombres y mujeres que serpenteaban por las franjas blancas del pavimento cada vez que cortaban los semáforos. El obelisco, en una punta, la subida a la autopista 25 de Mayo, en la otra, y sobre su cabeza, el colosal edificio del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, con el flamante trabajo en hierro del rostro de Evita, recortando el cielo azul de un día definitivamente peronista.

El sonido del disco, limpio, nítido, vital, le endulzaba el cuerpo entero. Esquivaba, casi bailoteando, con los brazos abiertos y un elástico transparente maniobrándole la cintura, a las personas que se cruzaba en las estrechas veredas de Monserrat. A través de la película que proyectaban sus ojos veía las colas en los kioscos, librerías y farmacias, o los bares, bodegones o casas de comidas rápidas con todas las mesas y mostradores llenos, pero su atención mental reposaba sobre la sección de vientos de la banda, prolija y eléctrica, sintiendo que debajo de los pies tenía un castillo inflable con los colores del arco iris.

“Acortare la distancia, que hace latir mi corazón…”. “Puedo sentir.... la vibración más hermosa…”.

Transitar el camino de la escritura, aunque sea a los saltos, con días en los que no podía armar una sola frase digna de ser leída, era una de las razones que le alumbraban el alma por esos días. Pensaba en eso, mientras flotaba en el aire con la cadencia pegajosa de los teclados y el bajo del disco. Un mes antes lo habían invitado a una escuela secundaria para que compartiese la cocina de los cinco cuentos de su primer libro, y eso valía millones, porque la frescura e ingenuidad de los pibes iluminaban su cabeza con la fuerza de cien relatos juntos. Miró para su derecha, y le pareció que dos de las chicas producidas como secretarias que fumaban tabaco en la puerta de un antiguo edificio reciclado, mientras tiraban humo hacia el cielo, se reían, y hablaban por teléfono, lo miraban.

Luciano M. no podía creer la vibración que había en la calle. El movimiento general se asemejaba, y mucho, al cosquilleo que sentía en los pies, en la espalda y en el cuello. Del otro lado de los cristales de una sucursal del Banco Galicia, una exclusiva Casa de Seguros, y la recepción de la Obra Social del Sindicato de Comercio, la gente se agolpaba para hacer su trámite. Un par de cadetes y verduleros con ropa deportiva charlaban con dos policías federales de chaleco naranja en una esquina, mientras esperaban que cambie el semáforo. Oyó, como si estuviese a cien metros, como uno de ellos, el de buzo de Boca, con una sonrisa pintada entre las dos orejas, gastaba a otro que con seguridad caminaría hacia el otro lado, a sus espaldas. Las bicicletas pasaban bordeando el cordón de la vereda. Un taxis con la puerta abiertas esperaba un pasajero, y de otro, que frenó a unos metros, se bajaron dos mujeres que vestían pollera y saco. Mucha gente hablaba por celular, y el tráfico de las calles laterales era muy intenso.

“Vuelve a avanzar, sin mirar hacia atrás… no importa lo que hagan no importa lo que dirán…”.

Cuando llegó a Paseo Colón, se desenchufó. El ruido de la calle lo envolvió con fuerza. En especial, los motores de los colectivos, que pasaban uno detrás de otro, interminables. Tenía que cruzar para tomarse el 152, pero decidió caminar hasta la otra parada, en dirección a la Boca, porque el día estaba hermoso. Y ahí tomó nota mental de un dato hasta aquel momento borroso pero presente por su persistencia: Cristina estaba por todos lados, con sus mil caras y consignas.

A mitad de cuadra apareció una cola que, según pudo constatar cuando llegó a la esquina, daba la vuelta entera por Venezuela y se perdía por Balcarce. A Luciano M. le parecía una cola para comprar entradas para un recital, o algo parecido, por la edad de los pibes y las pibas, la ropa de colores oscuros, las mochilas, los auriculares en la cabeza. Pero no estaba seguro. Justo antes de cruzar, ahora sí, la avenida Colón, escuchó la tonada de una mujer del norte de nuestro país, preguntándole a uno de la fila, si la cola era para conseguir trabajo. “No doña, es para Roger Waters”. “¿Para qué?”. “Para un recital de rock, Olga”, le aclaró el marido, vestido con un pantalón marron claro y una camperita de naylon, cara de bonachón, algo incomodada por la desinformación de su mujer de pueblo.

Luciano M., le buscó la mirada al matrimonio, y cuando se las encontró, les dijo: “cómo cambió la Argentina, ¿no?”. “Sí, m’hijo, la verdad que sí”.

Recién cuando pudo sentarse en el 152, a la altura de Retiro, pudo hojear los formularios que le había pasado la empleada de Derecho de Autor. El proyecto de la revista lo tenía loco, y más todavía, sabiendo que lo compartiría con una compañera de militancia que prometía. Perdiendo la vista en una avenida Libertador regada de coches y colectivos, a pleno, volvió a enchufarse los auriculares.

3 comentarios:

vir dijo...

Me transmitiste la energia de Luciano, escuché los sonidos ciudadanos y vislumbré el colorido de las calles.
Que buen momento, el del país y el de Luciano.
Y a propósito, feliz cumpleaños!

Guazon dijo...

Che loco, está buenisimo el recorrido de Luciano M, me hacés dar ganas de pasear por la city.

dana dijo...

pero que lindo!!! que lindo, lo unico que me duele es lo del bostero que cargaba al otro, je! porque precisamente profeso la religion millonaria, !!! pero que lindo que ganas de dar una vuelta !!! hermoso el relato!!!

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios