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Reflexiones de una noche de verano en Macabi de San Miguel


El martes pasado, en el momento que el sol anaranjado se hundía en el horizonte que ofrece la vista de mi departamento de Saavedra, encaré hacia el campo de deportes del club Macabi, en San Miguel, ya que Adhemar, un amigo que me regaló el fútbol, festejaba su cumpleaños. Por teléfono, dos horas antes, le había preguntado si se había puesto a pensar todo lo que había hecho en 37 años. No. No lo había pensado. Un pibe tan temperamental como sensible que a los veinticinco años ya tenía organizada una vida. Hoy está casado, con tres hijos, es el dueño de una gráfica y parte de la comisión directiva de Vélez, su quinto gran amor. Lo conozco hace quince años, cuando me sumé junto a mi hermano a un equipo de fútbol de egresados de las Escuelas ORT. Once años jugamos juntos. Yo siempre de 5, en el medio, y él de 8, o de punta. Nunca nos entendimos adentro de la cancha.

Trescientos metros después de haber subido a la Panamericana tuve que bajar la velocidad y poner las balizas porque el tráfico, en los seis carriles, estaba detenido. Ante mis ojos, entonces, se desplegó un espectacular río de luces coloradas: miles de coches, camionetas, micros y camiones (más las motos serpenteando allí donde encontrasen un lugar para avanzar), se arrastraban a paso de hombre, colapsando la autopista. Pensé en lo adelantado que estaba Cortázar al escribir "Autopista del Sur", y también en los documentales que para ilustrar el vertiginoso crecimiento de las ciudades del primer mundo proyectan imágenes como la que yo tenía del otro lado del parabrisas.


Media hora después tomaba la autopista del Buen Ayre. Y a los veinte minutos la calle Gaspar Campos, con la que atravesaría una antigua y distinguida zona de quintas y también un par de barrios humildes con calles de tierra. Cuando por fin tomé la populosa avenida Bartolomé Mitre, el paisaje había cambiado de manera notoria: estaba en una zona céntrica de San Miguel. Ya me lo había adelantado Adhemar unas semanas antes de las elecciones presidenciales del último 23 de octubre: Cristina arrasa, negro, allá está todo empapelado con su figura.

El calor de enero no aflojaba a pesar de que eran casi las nueve de la noche.

Me inquieté cuando tuve que atravesar otro barrio poco iluminado y calles de tierra a los costados. Ya lo había adelantado el cumpleañero en el correo electrónico con el que nos invitaba a su cumpleaños: “¡no sean cagones, vengan!”. Es que la mayoría de los ex compañeros de equipo tienen o alquilan casa en countrys exclusivos, apartados, a los que se llega por autopistas y calles sin pobreza a la vista. A las pocas cuadras, llegué a Macabi. Y frente al portón, sentí el mismo malestar que me aflige cada vez que traspaso los muros de un country o barrio cerrado: la crudeza de la desigualdad. Me anuncié y los nada confiables muchachos de la seguridad me tomaron los datos. Cuando la empleada me cobró veinte pesos de estacionamiento me pareció muy miserable de parte del club, pero no dije nada. Encaré, entonces, a no más de veinte kilómetros por hora, hacia los quinchos. En el camino, y entre las sombras de una noche todavía despierta, pude percibir que las casas que tenía a mi derecha eran muy parecidas a las de un kibuts, icono de la vida comunitaria israelí: todas iguales, la misma modestia, nada de ostentación. En una esquina había una pequeña bicicletería y a los costados se veían un par de canchas de basquet, voley, hockey y juegos para chicos. Espacios verdes arbolados, senderitos de cemento, todo bañado por las blanquecinas luminarias del club. Estacioné junto a los costosos autos de los chicos que habían venido al cumpleaños. En los quinchos no había nadie, y ya crepitaba el fuego con el que se estaban dorando un par de decenas de chorizos. En línea recta, y al fondo, las columnas de luz blanca de la cancha de fútbol recortaban la oscuridad de la noche. Y los gritos de los jugadores, el silencio.

El campo de juego era un lujo. El pasto había sido regado por la tarde y el denso olor de la tierra húmeda te llenaba de entusiasmo los pulmones. Como cada vez que pisé una cancha con ese nivel que roza lo profesional, aún con cuarenta años, volví a sentir esa viscosa nostalgia de no haber sido lo que siempre quisimos ser: jugadores de verdad. Jugué de 8, por la franja derecha. Y cumplí. Tuve un despliegue respetable, con ida y vuelta, e incluso me las arreglé para sacar un par zapatazos desde afuera del área, como a mi me gusta. Todas mis contradicciones, fantasmas, e incluso deseos, se diluyeron con la transpiración y el esfuerzo físico y mental de esos cuarenta minutos maravillosos.

Eran casi las once de la noche cuando recorrí los quinientos metros que me separaban de los vestuarios. En ese trayecto vislumbré los contornos del triple trampolín de cemento de la pileta del club, y otras instalaciones. Pensé en mi hijo, que tiene ocho años, y que en un lugar como ese no pararía ni un minuto. También pensé en las razones que me llevaron a no volver a armar una familia, o no tener un capital suficiente para ofrecerle a mi hijo un lugar como ése. Unos metros más adelante sonaron las voces aflautadas de un grupo de chicos y chicas de trece o catorce años que estaban tirados sobre unas reposeras.

Los vestuarios eran enormes y en la atmósfera se olfateaba esa típica nube de vapor que sale de las duchas para diez o quince tipos donde se habla de infidelidades y se hacen chistes con el jabón.

En medio del griterío, los choripanes y los vasos de plástico con vino tinto, me puse al día con el puñado de amigos con los que había jugado durante tantos años. Al resto, que eran mayoría, no los conocía. “¿Seguís soltero?”, preguntaban mis ex compañeros con una mezcla de misericordia y envidia. “¿Seguís siendo kirchnerista?”, ironizaban. De manera previsible, todos estaban tal cual los había visto la última vez, dos años antes: casados, con dos o tres hijos, y al frente de sus sólidos negocios. La sensación de cercanía que se construye por haber compartido tantas horas juntas, y en especial la pelota, seguían siendo nuestros únicos puntos de contacto. “Me cierra por todos lados que un tipo como vos pertenezca a éste club y no a otro”, le confié a un Adhemar borracho de alegría. “Vos me conocés”, aceptó, ”acá no sos dueño de una casa sino que tenés el beneficio de ingresar a una por tu calidad de socio”. Y después de presentarme a un amigo editor como “el pibe que me inspiró a escribir”, me dijo que “ahora en la casa hay como seis chicos amigos de Valentina (su hija mayor) durmiendo en los sillones del living”.

Ya eran más de la una de la mañana cuando la mayoría de los invitados se subieron a los coches para volver a la Capital Federal. Fue ahí que me di cuenta que me faltaban las llaves del auto. No las tenía en la mochila ni el botinero. En pocos segundos me atacó la desesperación. La contemplación del mundo que nos rodea ya no me parecía uno de los pliegues más interesantes de la soledad, tal cual había reflexionado durante el viaje de ida o mientras caminaba por las instalaciones del club. Ahora estaba en una encerrona angustiosa: las llaves de mi casa estaban dentro del coche y la copia de la llave del auto dentro de mi casa. Y estaba en San Miguel. Y la noche se había cerrado de manera definitiva.

Después de ir dos veces hasta el banco de suplentes de la cancha (una de ellas con varios de los pibes que dormirían en los bungalows del club), y recorrer el camino que había hecho al llegar, alguien encontró la llave dentro de la mochila (que yo había revuelto una y otra vez). Me volvió el alma al cuerpo.

Despedí con cariño y agradecimiento al cumpleañero y un par de amigos más, y salí del predio. En el barrio que rodea el portón del club, un par de pibes en cuero y con pantalones cortos volvían o iban hacia alguna parte. Un perro dormía sobre un recorte de césped de una esquina. Dejé atrás la zona céntrica, tomé Gaspar Campos, y atravesé las desiertas calles de San Miguel, apuntando en la cabeza los beneficios de andar solo, después de mucho tiempo en el que esa situación representó una amenaza profundamente temida, y a la que le escapé de todas las maneras.

El empleado del peaje de la autopista del Buen Ayre dormía con la cabeza ladeada sobre su hombro derecho. Con el auto frenado a su lado, incomodo, le tuve que tocar bocina. El hombre saltó del banquito, reacomodó la realidad en su cabeza, y me cobró. Le deseé buenas noches y en cuestión de segundos me perdí en la autopista famosa por su olor a mierda.

6 comentarios:

Gus opengo dijo...

Eso de perder las llaves en el lugar donde las guardaste me resulto muy familiar. Hay que salir con el repuesto encima. Linda crónica, no conozco Macabí pero ya me hiciste verlo. De vos espero siempre esa calidad de descripción. Abrazo turulato.

Anónimo dijo...

una foto atrás de otra.

Eva Row dijo...

cuando uno atraviesa la entrada de un country y no es un habitué, le parece cruzar una puerta que separa mundos ocultos, cuartas dimensiones, o el paraíso ese que le cuentan a los pobres que los espera en el otro mundo. Pero ese paraíso está acá, en la tierra, en los countrys.
Bellísimo paseo contigo.

Mariano Abrevaya Dios dijo...

Las llaves, OpenGo, es cierto. No es la primera vez que me pasa. "¡En dónde tenés la cabeza, querido!"

Eva, muy certero lo de los mundos ocultos, u otras dimensiones. Es esa la sensación. Gracias por darte una vuelta por casa.

Anónimo dijo...

A mi me pasa lo mismo cuando te paran en la puerta del country, siempre me da una especie de asquito.
A tu hijo le ofreces cosas muy intensas.Sos un padrazo,no seas gilun.
La crónica como siempre genial!

Anónimo dijo...

Copado lo tuyo!

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios