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Inyecciones de encanto (1)


Eran las once de la mañana del domingo 31 de enero y el cielo de Garopaba estaba cubierto por una irregular capa de nubes. El aire estaba húmedo, espeso, y la calle lucía casi desierta porque los pescadores, empleados públicos, bancarios y algunos comerciantes estaban descansando en sus hogares, o en la playa, junto a los cientos de turistas brasileños y argentinos que por aquellas horas colmaban la oferta de posadas, casas, departamentos y hasta el camping municipal.

Nosotros veníamos de dejarle el Gol a un mecánico argentino y ahora nos dirigíamos hacia el pequeño centro de la ciudad, por una calle sin vereda, con la intención de encontrar una clínica en la que me diesen una inyección. Pero doscientos metros más adelante tuvimos que detener el paso. No podía caminar más. Era un puntazo detrás de otro. Para colmo un constante cosquilleo me bajaba de la cintura a las piernas. Rocío, mi gran heroína, dijo: Allá hay una farmacia. Les voy a preguntar si te pueden inyectar ahí. Sino, llamamos al teléfono del seguro médico o buscamos un hospital. ¿Te parece?, le dije. Sí.¿Te vas a arreglar con el portugués?, le tiré un poco en serio y un poco en chiste, para bajar el nivel de angustia que sufríamos por aquellas horas. Ella se acercó hasta la base de cemento en el que me había apoyado, me dio un beso, y partió. Tenía el pelo tan largo que al bailotearle sobre la espalda casi le rozaba el pantaloncito de jeans.

Un rato antes habíamos estacionado en la puerta del taller de Carlos, el mecánico. La persiana estaba cerrada pero desde adentro llegaba el sonido de una moladora, o herramienta similar. Le golpeamos la persiana. Enfrente, la vista era inmejorable: amplios y poco poblados terrenos coronados por una cadena de morros abarrotados de selva. Cuando apareció, y nos vio, el argentino sólo atinó a hacer un movimiento ascendente con las pestañas. Volvió a aparecer el ruido, le conté. Ayer a la noche, en medio de la tormenta y camino a Ferrugem, expliqué. Me pidió que abra el capó. Se inclinó sobre el motor. El chirrido se escuchaba con desesperante claridad. Era la correa. No la de distribución, sino la que está a la vista, y que por alguna razón seguía raspando sus dientes contra el borde de una pieza. No la que él mismo había cambiado el día anterior –del tamaño y la forma de un viejo tubo de teléfono, trabajo por el que nos había cobrado 2.500 pesos argentinos-, sino otra. La que ahora trataba de identificar, serio como perro en bote, con el seño fruncido y las manos apoyadas en la carrocería. Luego de un larguísimo minuto y medio en silencio, señaló la pieza defectuosa con su dedo índice -lleno de cortes y de grasa-, y dijo: Es ésa. Hay que reacomodarla, quizá limarla un poco. Se podrá arreglar ahora, pregunté. Y le conté que nuestra idea era emprender la vuelta a la Argentina esa misma mañana del domingo. No lo demostró con palabras pero el malestar se le manifestó con un perceptible gesto que le endureció la boca. Por favor, rogué por dentro. El día anterior Carlos había mostrado un enorme gesto de grandeza. Le teníamos toda la fe. Volvé en dos horas, dijo.

El puesto de salud municipal estaba frente a la plaza del pueblo. Era de una sola planta, modesto. Ingresamos ya casi rengueando por un pasillo que nos depositó en una sala de espera silenciosa, recién pintada de blanco, en la que había un par hileras de asientos de plástico azul frente a una pared que tenía empotrado un plasma apagado. No había ni un solo papel en el piso y el ambiente olía a limpio. Luego de unos instantes de estar pie, desandé el camino de ingreso y me topé con una oficinita en la que una administrativa me pidió con desgano algunos datos personales. Luego me dijo que esperase en la sala, que me llamarían por mi nombre. Recién cuando nos sentamos frente al plasma apagado volvió a amainar un poco el dolor de la cintura. No así el temor de sentir, ante el mínimo movimiento, el aguijonazo que me dejaría en el piso, a los gritos, como una animal herido de muerte, como me había pasado una vez en 2015 y otra en 2014. Perturbaciones que solo se calmarían cuando me inyectaron un potente relajante muscular. Un traumatólogo de la cartilla de mi obra social estatal, luego de hacerme estudios, me diagnosticó una pequeña hernia en un disco inferior de la columna vertebral y me recetó una docena de sesiones de kinesología. Pero ahora estaba en manos del sistema de salud pública de un colorido pueblo del Estado de Santa Catarina, al sur de nuestro gigante hermano mayor. Rocío habrá detectado en mi mirada el vuelo de los buitres, y me agarró la mano. Ahora nada malo me podía ocurrir.

El día anterior habíamos estado en la playa de Garopaba entre las doce del mediodía y las seis y media de la tarde, mientras Carlos arreglaba el problema del chirrido que al final no solucionó. Pero mágicamente la impotencia y frustración comenzaron a diluirse con el encanto de la playa. El día estaba espléndido. A treinta metros de la costa, en cuclillas y con el agua hasta el cuello, Rocío y yo gozábamos de un mar manso, sin grandes olas ni agitadas alfombras de espuma. Es por la marcada forma de herradura que tiene la bahía, dijo ella. Claro, por eso habrá sido que acá se instalaron los primeros pobladores de toda la zona, dije yo. El cielo estaba limpio y el sol, radiante. Apreciábamos nuestras rodillas debajo del agua clara. Primero los indios y más tarde los conquistadores, no, pregunté yo, ya con claro tono jocoso. Muy probablemente, sí, contestó ella, con una leve pero ya evidente sonrisa entre los labios. Hablamos de antes o después de que la familia real portuguesa se instale en Río de Janeiro, chicaneé. No te puedo dar esa información, cerró, antes de desatar una sonrisa por completo y acercarse hacia mi cuerpo con los ojos bien abiertos para fundirnos en un sensual abrazo que terminó en besos. Luego torcimos nuestra posición hacia la derecha, siempre debajo del agua, para apreciar la antigua iglesia que emergía del mato, a unos mil metros de distancia. Un triste e indiscutido símbolo del despojo europeo, pensamos en simultáneo. A sus pies se desparramaba la parte histórica del pueblo, colorida, pintoresca, apíñada, en la que vivían los pescadores, en su mayoría humildes, muchos de ellos negros y mulatos. Nos pusimos de pie y con el agua hasta la cintura volvimos a girar, ahora en dirección a la playa, en la que habían quedado nuestra mochila, termo y libros. Las familias estaban amontonadas en un espacio mucho menos reducido que las otras playas de la zona, pero no importaba. Rocío estaba encantada porque el agua por fin era mansa. La fiesta ya no era solo de los surfistas.

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Manu y Santino Dios

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