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El más lindo recuerdo de Avelleneda

El centro de la ciudad de Avellaneda lucía animado, en especial por la cantidad de gente que caminaba por la calle, pero también por el paso de los colectivos, los coches. Celebré que algunas calles estuviesen resignificadas por la gestión de Jorge Ferraresi, un kirchnerista hasta el hueso, como yo, como tantos, con nombres de luchadores sociales o emblemas de la cultura popular. Harían unos quince grados y el sol entibiaba una mañana agradable. Hice dos cuadras por la avenida Mitre. Una cantidad notable de vendedores ambulantes ofrecía globos, chupetines, películas y series, chipá, pañuelitos de papel, paltas y limones, ropa de gimnasia, juguetes chinos. Los locales comerciales, por su parte, lucían desiertos. Doblé en una esquina, pasé por el Teatro Roma, crucé una mirada con el cuida coches y en sus ojos oscuros intuí todo tipo de urgencias. Llegué a la calle Florencio Ameghino. Un rayo de sol me obligó a entrecerrar los ojos. Me faltaba solo media cuadra para llegar al anexo de la Universidad Nacional de Avellaneda, en el que funciona su editorial.

En el tercer y último piso del modesto edificio, mientras esperaba que Carlos me atendiese, me distraje con las fotos de la inauguración de la universidad, en 2011. Junto al rector y algunos asistentes, estaban Ferraresi y Cristina, entre otros funcionarios y dirigentes. Pensé con nostalgia que se trataban de imágenes de una época que a cada minuto se torna más lejana, producto no solamente del paso del tiempo sino también, y en especial, por el brutal avance del macrismo y los radicales en contra de los intereses del país y el bienestar del pueblo. Fui al baño. Estaba ansioso, inquieto.

Yo ya sabía que la universidad publicaría la biografía del Pitu Salvatierra. Llegué con esa certeza, por momentos ingobernable. Me lo había confirmado Carlos con un mensaje de WhatsApp. Pero ahora nos veríamos las caras. Conversaríamos sobre las 300 páginas del texto, su edición. Cerraríamos detalles. Se trataba de la concreción formal de la última y obligada etapa de un proyecto en el que había puesto tripa y corazón durante más de cuatro años, en el que conviven deseos personales y aspiraciones colectivas. Por fin se confirmaba que el proyecto sería libro.

"A pesar del ajuste y ahogo que estamos sufriendo en la universidad, decidimos publicar el libro, Mariano, porque nos parece un gran trabajo y porque el año pasado, aún con todos los problemas que tuvimos, avanzamos con la edición de una docena de libros", me dijo Carlos en la sala de reuniones. "Yo mismo me voy a ocupar de la corrección", anunció. "Algo de gramática, algo de estilo. Pero el texto ya lo tenemos. Felicitaciones", me dijo, y me dio un cálido abrazo.

Carlos tiene unos cincuenta años. Usa el pelo largo. Viste pantalón y camisa. Vive en la provincia de Buenos Aires. Debe tener una compañera, hijos adolescentes. Lo suyo son las ediciones universitarias, la investigación, los ensayos, pero también la literatura. Lo suyo es la militancia política, la universidad al servicio del pueblo y de un proyecto de país inclusivo, que los contenga y le ofrezca posibilidades a todos. Se trata de hombre sensible, comprometido con su tiempo y sus ideas. Un compañero. Cuando le pasé el libro, hace unos meses, lo leyó de un tirón en un fin de semana. Ya sabía quién era el Pitu.

"La historia me agarró de las pestañas y fui hasta el final casi sin respiro", me dijo. La emoción y la gratitud me sacudían el cuerpo. No sé cuánto lo habrá notado él, pero por dentro vibraba como una hoja de papel. "Te acordás que te dije que necesitábamos encontrar una editorial que pusiese la plata para imprimir y distribuir los ejemplares", me dijo. "Los colegas de Punto de Encuentro leyeron la biografía y dijeron que sí", retomó antes de que yo abrirse la boca. "El Pitu Salvatierra va a tener su biografía en las librerías en unas tres semanas", anunció.

Un rato antes, cuando bajé del 22 y comencé a caminar por la angosta vereda de la avenida Belgrano en busca de la calle Ameghino, por mi cabeza revolotearon algunos recuerdos sobre la Ciudad de Avellaneda, en la que había estado un puñado de veces.

Una fría noche de invierno, en la Plaza Alsina, por ejemplo, cuando despedí en la puerta de una remisería a una conocida, con la que había coincidido un par de horas antes en una fiesta en San Telmo. Ella abordó un auto que la llevaría a su casa, en Villa Domínico, y se perdió en la oscuridad de una calle lateral. O por esa misma zona, sobre la avenida Mitre, una tarde de hace muchos años que acompañé a un amigo a ver a Independiente, y en el portón de un banco, acorralados como animales, tres hinchas del Rojo recibieron golpes de puño de parte de unos desquiciados que vestían remeras y gorros con los colores de Boca. Cómo olvidar la tarde-noche -también de aquella época de adolescencia en la que reinaba una importante dosis de inconsciencia- que fuimos con un amigo a ver a River a la cancha del Rojo. No se veía nada de lo que sucedía en el campo de juego ya que los escalones de la tribuna eran chatos como el ancho de una regla. El pampeano Gilberto Funes clavó un golazo y nos enteramos por la avalancha que nos arrastró hasta el alambrado. Y la salida, mamita. La infantería nos mandó por un descampado que parecía la boca de un lobo. Otro de los recuerdos era más fresco, cuando estuve en la sede social y deportiva de Racing, también sobre la céntrica avenida Mitre, una mañana luminosa, para acompañar a mi hijo, que jugaba un partido de su liga de fútbol infantil. Nos volvimos con la canasta llena de goles. Y un último recuerdo, también de cuando era bastante joven, un mediodía que fui en coche por Belgrano hasta el puente de Sarandí. Por esa zona tenía una óptica de barrio el padre de Gustavo Cordera, al que había conocido en un recital de la Bersuit. Habíamos coordinado que le llevaba un disco de la banda en la que tocaba con mi hermano y otros amigotes: Brote. El hombre de delantal blanco -y lentes, claro- me estrechó su manota y me dio su palabra de que le pasaría el material a su hijo. Los de la Bersuit nunca nos contactaron, pero no importa.

Caminé hasta la parada del 22 que me devolvería al centro de la Ciudad de Buenos Aires, como si levitase, a varios centímetros del pavimento bonaerense. Nadie de mis seres queridos sabía todavía que aquel proyecto tan conversado y deseado, ahora era un hecho consumado. Contenía en mi pecho una noticia estupenda para compartir. Qué se hace en un momento de semejante satisfacción. Nada en especial. Por lo menos yo. No me puse a saltar ni a abrazar a los vendedores ambulantes o canillitas. Simplemente pasé una vez más por el corazón la certeza de saberme realizado. En la parada del colectivo pensé en el escritor Pablo Ramos, ya que gran parte de sus preciosos personajes ríen y lloran en esa parte del mundo. Un bar de la avenida Mitre, un aguantadero en los alrededores del puente Alsina. Ramos y Salvatierra tienen puntos de contacto. El barrio, el reviente, el talento, la sensibilidad, la ideología política. Pensé en la posibilidad de invitarlo a compartir alguna de las presentaciones que haremos de la biografía, ahora que está en la imprenta, y que dentro de unas semanas será libro.

Llegó el 22. Dos minutos después cruzó el puente Puyerredón, que aquel mediodía de otoño, solo ese día, de tiempos macristas, no estaba poblado de manifestantes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bella crónica sobre lo que será (qué duda cabe después de esto) un bello libro!

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios