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Anotaciones imprescindibles sobre la producción de mi primera novela



Esperaba con ganas la llegada de los viernes, no tanto por la inminencia del fin de semana, sino porque ese día, luego del trabajo u otras obligaciones, había taller en lo de Vanoli. Una discreto chalet de dos plantas, en La Paternal, aflautado, con jardín y parrilla en el fondo, en la que nos juntábamos a aprender a escribir una docena de hombres y mujeres de entre 30 y 40 años, que en algunos casos veníamos de hacer un taller anterior, y en el que aparte de estar de unidos por un mismo deseo –de eso se trata también un taller literario: descubrir hasta dónde nos conmueve y moviliza la escritura, y si estamos dispuestos a convertir la actividad en una vocación-, también había un recorrido común en la UBA y posicionamientos políticos mas o menos parecidos. Yo ya militaba en el kirchnerismo.

En general nos acomodábamos en la mesa del comedor diario de la cocina, bajo la luz de una lámpara, con vista al césped del fondo, pero hubo una época en la que nos esparcíamos en el living, frente a la biblioteca que el dueño de casa tenía adosada a una de las paredes, al pie de la escalera. Vanoli siempre nos recibía con algo para beber y picar. Nosotros, por nuestra parte, aportábamos alguna botella de cerveza o vino, y un paquete de saladitos o queso mar del plata.
Hernán Vanoli contagiaba respeto y entusiasmo por medio de tres virtudes: prepotencia de trabajo, talento y sabiduría. Era joven. Más que yo, por lo menos. Ya tenía publicado el libro de cuentos Varadero y Habana maravillosa y la novela Pinamar, que abordaba, por medio de la relación de dos hermanos, la crisis del 2001. Fue él quién en alguna de las reuniones, tiró una definición que ahora vuelve a tomar relevancia, con la publicación de mi primera novela: “Desde la ficción se suele dejar algo de tiempo para poder abordar, a la distancia, un importante proceso político como los que cada tanto sacuden a la Argentina”.

En quince días el tipo se leía todos nuestros textos y nos devolvía una serie de observaciones que en general resultaban muy provechosos para que el trabajo gane espesura literaria. En general, los alumnos y alumnas estábamos en un mismo nivel, o parecido, y las anotaciones que el profesor devolvía en hojas impresas, le servían al conjunto. “¿No era el Tano el que se había quedado dormido dentro del túnel que habían construido los ex montoneros en La Falda, Córdoba’”, lo interrogaba a Fede, uno de los pibes del taller, estudiante universitario, meticuloso, con mucha facilidad para narrar. “Seeee, tenés razón”, asumía el otro, y se daba una palmada en la frente. Hernán tenía una capacidad notable para retener nombres, fechas, escenarios y nudos argumentales. Y mucho oficio, claro: sus sugerencias, acerca de los personajes, puntos de vista, tramas, giros narrativos y otros recursos, solían ser certeros. Tres años y monedas fui a su taller.

Fue en ese marco, allá por finales del 2011, que Vanoli -32 años, un metro noventa de altura, hincha de Boca y 9 de área dentro de una cancha de fútbol- me propuso que me anime con el desarrollo de una novela. “Un texto de largo aliento”, fueron sus palabras, con un cigarrillo rubio colgado en la comisura de los labios. Acepté el desafío. Tenía la historia. Solo había que escribirla.

Cuando alguno de nosotros cumplía años –no exactamente ese viernes, sino durante la semana que terminaba o la que vendría-, la jornada de taller podía durar hasta la madrugada. Si hacía frio, en la cocina, dividida en dos por una barra que siempre se llenaba de botellas, y junto a algunos amigos del dueño de casa que también estaban vinculados a la escritura, por medio del periodismo o la edición, la corrección y también la traducción, y que caían un rato antes de que terminarse la clase. Había uno de pelo y barba muy larga, que siempre vestía camisas leñadoras y llegaba con alguna bebida blanca debajo de cada brazo. Pesadas nubes de humo de tabaco y hierba flotaban en el ambiente. En un equipo sonaba rock ingles. Los temas de conversación que mas animaban aquellas tertulias eran el fútbol, la política, el cine y la literatura. Diego Vecino, cotallerista de Hernán en los inicios del taller, era uno de los que caían con una sonrisa de oreja a oreja y una botella abajo del brazo. Fue también, uno de los dos referente de la literatura que me acompañó, en 2010, en la presentación de mi primer libro de cuentos, en la sede original del Club Cultural Matienzo.


Entre los hombres, sobre las mujeres. Lo recordaré siempre: hasta la muerte de Néstor, en esos ámbitos, me sentía un predicador invisible, al defender las medidas del gobierno kirchnerista (no es casual el nombre que Vanoli me propuso para la novela, y que yo acepté con gusto). No me mataban, pero sí se ponían muchos peros. Luego del 27 de octubre de 2010, el acompañamiento a nuestro gobierno, fue unánime. En 20177, todos y todas votarían a Cristina.

La llave que abrió la puerta para que pudiese sostener el volumen narrativo de la novela se llamó Escaleta. Me lo propuso Vanoli para planificar la escritura del texto. Yo nunca había escuchado el término. Viene del cine, contó. Se parece a un guión, justamente, cinematográfico. En una hoja aparte, había que detallar, capítulo por capítulo, escena por escena, qué dice y hace cada personaje. De esa manera, el la estructura de la historia iría tomando forma. Al tiempo me iría dando cuenta de otra realidad: Todo lo que se puntease en ese gran ordenador, debía abastecer la trama. Si así no fuese, esa escena, ese diálogo, esa descripción, estaba de más.

En el invierno de 2010 yo había debutado con un libro de tres cuentos. Una novela corta -o cuento largo- y dos cuentos cortos. Ya era bastante para mí, que había empezado a escribir en 2006. Y durante el primer año de taller con Vanoli había producido otros textos que luego terminarían formando parte de mi segundo libro de cuentos -esta vez serian diez, y sería publicado en 2015-, pero mandarse con una novela era un asunto mayor.

En el lapso de un año, el texto tomó forma. Con la escaleta arriba de la mesa, avanzaba con la escritura de una historia de militancia bastante autobiogáfica, en la que se combinaban mundos como la política, el fútbol, el sexo, la música y el periodismo. También el policial, o la violencia, un elemento que nunca falta en mis historias -y que en impera, en general, y por distintas razones, en los barrios humildes como el que había elegido como escenario para mi novela-.

El último capítulo, lo recuerdo muy bien, lo vomité entre una clase y otra. Fueron días afiebrados, en mi departamento de soltero, con o sin mi hijo que en aquel momento tenía unos ocho años y que dormía en un futón que teníamos en living. Hernán, en la clase, al hacerme la devolución, me dijo: “caíste por la pendiente narrativa, felicitaciones”. Sabía de lo hablaba. Conocía muy bien esa fiebre, ese combustible que empuja a todo narrador a escupir durante varias horas seguidas líneas y líneas de texto.

En el taller logramos un clima de fraternidad y confianza muy especial. En algunos casos, con los que tenía mayor afinidad, en las noches de asado y alcohol, cuando se baja un poco la guardia, o del todo, nos contábamos intimidades de nuestras vidas, las relaciones afectivas, los deseos, miserias y obsesiones. Poníamos el oído y en algún caso también el hombro. Las despedida de las clases siempre se realizaban en el living. Era una ceremonia que llevaba un par de minutos y que incluía la posibilidad de llevarse un libro de la biblioteca. A veces, el expendio era a medida del alumno o alumna. Había un autor para cada uno, y en cada época. En el taller también conocí a muchos autores y autoras, y también aprendí a leer.

En algún momento Vanoli se separó, y mudó. El nuevo nido del maestro quedaba cerca de los tribunales porteños, en el centro. Para mí ya no era lo mismo. Las calles y casas bajas de La Paternal, los espacios para estacionar, el pío de los pájaros, el ida y vuelta a mi casa, serpenteando por la zona de Agronomía, no era una moneda intercambiable. Se había cumplido un ciclo. Él mismo nos venía diciendo: “alguna vez hay que cortar con el taller y animarse a poner en práctica todo lo que aprendimos, sin la necesidad de tener enfrente a uno que te avale u observe tu ficción”. Eso también lo pintaba de cuerpo entero. Y eso hice. No volví a ir a un taller, aunque a veces tengo ganas. También nos impulsaba a abrir un taller propio.

La novela, desde aquella primera versión, cerrada a comienzos de 2013, sufrió tres correcciones, siempre para mejor. La última, el verano pasado. Ya no gobierna nuestro proyecto político, y estamos en manos de una dirigencia que lleva a nuestro país hacia el desastre. Quizá por eso, entre otras razones, El predicador invisible sea ya no solo una historia de ficción que narra una experiencia de militancia política en un barrio humilde, con todas sus luces y contradicciones, sino también, uno de las primeras novelas que abordan un proceso político disruptivo y esperanzador, con las herramientas de la literatura.

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Manu y Santino Dios

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