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Acerca de las vacaciones y una transmisión

Rocío y Santino se ríen del nombre que le puse al parque acuático que un vivo o amigo del poder construyó en el ingreso al embalse Los Reyunos, departamento de San Rafael, Mendoza. Se divierten porque saben que tengo razón, aunque no lo reconocen. Es parte de un juego con el que matamos el tiempo a lo bobo durante nuestras vacaciones. Al predio lo bauticé Jurasik Park porque me hace acordar al parque en el que transcurre la última mega producción de la saga de los dinosaurios domesticados -o no tanto-: instalaciones impecables, empleados sonrientes, el logo de la firma hasta en los vasos de los licuados, sonido ambiente y ni un solo papel en el piso. Ellos querían ingresar, y fue lo que hicimos. Yo con el bebé en brazos. 

Desde la terraza de piedra de Jurasik Park la vista es imponente. Cien metros abajo, el lago de color verde esmeralda -es un espejo de agua artificial, contenido por un dique, que sirve para el riego de la zona y otros usos-, y enfrente, a lo lejos, las enormes y coloridas sierras de piedra. La empresa ofrece diversión para toda la familia: arrojarse al vacío por una extensa tirolesa, un paseo en catamarán, bañarse en el lago por medio de una pileta artificial, navegar en kayak, y para los que les tiene fobia a la altura, o al agua, un cuatriciclo para recorrer el monte, del otro lado del camino. La oferta veraniega se complementa por medio de un bar, en el que podés para gastar unos cuantos pesos más en tostados, gaseosas, licuados o un café con leche y medialunas, siempre con vista al lago.

Como era de prever, de un momento a otro, el bebé dejó de lado la contemplación para arquear su cuerpito en dirección al suelo, con la clara intención de bajarse. Le pongo las dos patas en el suelo. Con la madre estamos en plena etapa de seguirlo a todos lados, y en ese lugar, como en ningún otro, no podemos perderle el rastro ni un segundo. No duramos más de tres minutos. Nos fuimos, entre sonrisas cómplices –en esos momentos nuestro juego ingresaba en un paréntesis-, cuando un joven con voz de locutor que vende publicidades anunció por el sistema de sonido la salida de un catamarán.

Dentro del coche, luego de acomodar al bebé en su silla, decidimos recorrer dos kilómetros de ripio, para ver qué tal estaba la bahía con playa que anunciaban en la entrada. Aclaro: Ellos dos no querían, probablemente para llevarme la contra. Eran las cinco de la tarde y no daba volver a la cabaña. Durante la mayor parte del día había llovido y el cielo no terminaba de mostrar su color azul. El bebé se pone a berrear. Un quejido lastimoso que luego de unos minutos pone a prueba tu sistema nervioso. Un par de días después nos daríamos cuenta que en varias de las ocasiones, Pedro nos estaba tomando el tiempo, pero aquella tarde, mientras los neumáticos del coche comían piedra en una pendiente bastante peligrosa, estábamos convencidos de que estaba fastidiado, acalorado, harto de ir de acá para allá enjaulado en su silla. Del quejido pasó al llanto. La madre y yo enseguida nos pusimos de mal humor. Cruzamos algún dardo. Qué lindas las vacaciones. Los cuatro estábamos por entrar de cabeza en una crisis nerviosa cuando a nuestra izquierda se abrió, como un telón luminoso, el sendero que nos llevaría a nuestro paraíso.

Se tornó muy peliagudo contener tanta belleza con solo dos ojos. El espejo de agua verde, una playita de unos treinta metros, una zona de parillas cubiertas por un techo de chapa acanalada, una proveeduría y dos baños. Ningún cartel, ni anuncios pomposos, ni marquesinas de colores, ni nada que remita a la pomposidad capitalista. Solo la naturaleza y una discreta intromisión humana. Nos recibió un joven con campera deportiva, gorra y el rostro castigado por el sol.

“De quién es todo esto, che”, preguntamos, luego de saludar. “De un alemán”, dijo, con un gesto de resignación. “Lo tenemos concesionado”, agregó. Santino, quizá intuyendo que en cualquier momento al pibe le decíamos “qué barbaridad, y ahora con Macri olvidate que el Estado se ocupe de regular estas animaladas”, se dispuso a bajar la última pendiente en dirección a la playa. El joven nos cobró cien pesos por el ingreso de los tres (costaba cien por persona).

Descendimos con el bebé, el termo, el mate y las mochilas. En las parrillas no había un alma. En la orilla, solo dos familias. Nos acomodamos en la playa, que no era de arena, sino de piedras. Todo allí era de piedra. Dentro y fuera del agua. Soplaba un viento frío que puso en duda el chapuzón que había que darse en el agua, a la vista helada, y muy parecida de los lagos naturales de nuestra Patagonia. Pero las dudas no nos iban a doblegar. ¡Cómo no zambullirse! ¡¡Estábamos de vacaciones!!

El agua, al final, no solo era cristalina, sino también reconfortante para nuestro cuerpo acalorado y lleno de polvo del ripio y las rocas de la sierra. Con Santino nadamos una y otra vez a lo largo del agua delimitada entre la orilla y unas bollas, diez metros adentro. Nuestras brazadas y patadas generaban un efecto de eco que rebotaba a nuestro alrededor como un tambor gigante. Todo era piedra y pero ahora también cielo azul. Por arriba de la cadena montañosa de enfrente, el sol nos trasmitía un mensaje: la tarde es toda de ustedes. El bebé, junto a su madre, nos miraba perplejo. Sacudía los brazos, pegaba gritos, daba unos saltitos desparejos sobre las piedras.

Unos minutos después, los cuatro nos sentamos sobre una toalla, con los pies adentro del agua y el sol tibio sobre la piel de la cara. Rocío cebaba el mejor mate del planeta. Teníamos un paquete de galletas dulces. Fueron diez, quince minutos. Yo acariciaba la cintura de Rocío por detrás de su espalda, mientras ella a su vez deslizaba sus dedos sobre los incipientes rulos de la cabeza de Pedro. El silencio del lugar se hacía añicos solamente con el graznido de un pájaro que cruzaba de lado a lado del lago. Hasta que Santino se puso de pie y arrojó la primera piedra al agua.

En invierno habíamos andado por un embalse similar, pero en lo alto, en la ruta, sobre un puente, y habíamos jugado a “hacer patito”, un viejo y ¿criollo? pasatiempo, que si creciste en una ciudad, y tuviste un amigo, padre o maestro de colonia, en algún viaje o escapada a un río, tuviste que conocer y disfrutar. Ahora teníamos a nuestra disposición un lago de película, tan manso que parecía de hielo, y cincuenta millones de piedras. Al bebé, en los días previos, ya le habíamos inculcado el gusto por arrojar piedras en las acequias mendocinas y arroyos puntanos, y en especial, admirar el “plop” que ahora sonaba con una profundidad única.

Tiramos una, dos, diez, cien, diez mil piedras. Rocío también se sumó. El desafío era lograr que la piedra se mantuviese en el aire limpio de la tarde, mientras picaba rasante una y otra vez sobre el agua de color verde. Había piedras chatas por todos lados, pero en especial debajo del agua, que las erosiona con la fuerza del irreversible paso del tiempo. El bebé quiso tirar. Y eso hizo, con una fuerza notable. Fueron treinta, cuarenta, cincuenta minutos de juego, que también incluyó competencia de fuerza -quién las tiraba más lejos- y puntería -había que darle a una boya-.

En un momento, con Rocío nos miramos y nos dimos un beso. El joven a cargo de la concesión es probable que haya visto la imagen desde su oficina de chapa, cubierto del sol que no le daba respiro ni un minuto del día. Un turista que estaba a veinte metros, con una remera estampada con el logo de los equipos de música Marshall, también nos pudo haber visto. Santino no nos vio, pero intuyó el acto por el sonido que produjo el contacto de nuestros labios. El bebé se nos pegó a las piernas, atento a todo.

El sol había descendido detrás del pico montañoso de la sierra del otro lado del lago. El cielo se había puesto rojizo. Era hora de comenzar a recoger nuestras cosas. Con Santi nos dimos otro chapuzón, en el lado trasero de la playa, donde se armaba una olla de agua muy profunda y oscura. Luego sí, nos retiramos, con las mallas mojadas. Saludamos al pibe del lugar y le deseamos una buena temporada, “a pesar de todo”. “Gracias, hermano”, nos dijo, y se golpeó el pecho. En ese momento una camioneta apareció por la pendiente de ripio. Eran dos amigos que se cocinarían un asado, bajo el telón estrellado de la noche. El lugar cerraba a las doce.

Dentro del coche, y camino hacia la cabaña en la que estábamos parando, ni Rocío ni Santino dijeron una palabra sobre la elección del lugar. Mucho menos de Jurasik Park. Para qué. Los tres se quedaron dormidos ni bien agarramos la ruta que nos llevaría a la cabaña.

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Manu y Santino Dios

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