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Películas de la Mar del Plata de Macri



“Hola, Chino Darín. Hola, Sol Pérez. Cómo andan. Hermosa Mar del Plata, como siempre, ¿no? Yo sé que hoy me pueden dar una manito. Qué decís, guapo, qué linda estás, reina. Me van a ayudar, ¿no? Dale, no teman, tenemos mala fama pero somos buena gente, como ustedes. Mirá, guapo, llevate este elefante de la suerte, que te va a ir mejor que nunca”.

“Perdón pero no puedo”, le dijo Rocío a la mujer, sin siquiera poder mirarla y sin frenar la marcha. “Paso, gracias”, devolví yo, con Pedro en brazos, una sonrisa lo menos falsa posible, y cien pesos menos en la billetera por habérselos dado, cinco minutos antes, a otra mujer que nos había pedido una ayuda para poder alimentar a su hija.

De esa manera dejábamos atrás la escollera central de la playa Bristol, a la que decidimos ir para ver de cerca el mar. En la punta del muelle solo había una pareja, empalagada, a los besos. En seguida se fueron. Y quedamos solos, frente al océano, obnubilados por su color esmeralda. Nuestro hijito abrió los ojos como un dos de oro y no pestañó durante varios segundos. Se puso tan serio que nos agarró un ataque de risa. A dos metros de distancia, las olas rompían contra la base de cemento que había debajo de nuestros pies, y el sonido y la espuma del mar, la agradable temperatura y el vuelo de un puñado de gaviotas, completaban una postal encantadora.

Pero la pelota en el estómago no cedía. Ambos sabíamos por qué.

Había que volver a decirle que no a los vendedores de la playa, matrimonios humildes que ofrecían medias, pantalones, buzos y camperas inflables. Había que volver a pasar frente al precario parque de diversiones instalado sobre la arena, frente a las escalinatas que unen la rambla con la playa, descolorido, triste, y ver a un solo pibe dando saltos sobre una lona elástica. Había que decirle que no a las gitanas.

Había que enfrentar, también, el abandono estatal –del intendente Arroyo y la gobernadora Vidal-, reflejado en el paseo que hay entre la playa y la rambla, por el que caminábamos unos pocos turistas, son sus paredones descascarados y sucios, las manchas de humedad, o lo yuyos que te mordían las zapatillas desde las juntas de las baldosas. Había que verle el rostro arrugado al viejo vendedor de la rambla, que ofrecía sus manzanas acarameladas, al costado de un carro que alguna vez, fue rojo pasión, y también el forzado entusiasmo de un mozo –también veterano- que invitaba al turismo de bolsillos vacíos a sentarse sobre unas mesas de plástico gastado a almorzar por algo más de doscientos pesos.

Caminamos casi en silencio hasta el auto, que había quedado en la zona del edificio Havanna. Con Rocío teníamos bien claro que el neoliberalismo de Macri y Vidal hace estragos, en especial, en los sectores más postergados de la sociedad, pero aquel rato que pasamos en la rambla fue un cachetazo. Lo suficientemente doloroso para inspirar estas líneas.

Luego, para ir hacia el puerto, atravesamos la acomodada zona de Playa Grande, con sus amplios y perpendiculares parques verdes, sus paseos de piedra y laja, las bellas torres de departamentos, y una cola de cincuenta personas en la puerta de Manolo, el tradicional restaurant, lejos del centro y la necesidad, frente al océano, con el confort que brindan la calefacción y el buen vino tinto.

Con esa foto se completó una de las películas que nos trajimos del invierno de Mar del Plata, a la que yo no iba hacía dos décadas, y Rocío otro tanto. No fue la única, claro. Lo mejor sucedió en el puerto, frente a los pesqueros, sus hombres a bordo, el fuerte olor a pescado, el revoloteo de las gaviotas y los lobos marinos. Lloviznaba y hacía frío.

Estábamos felices porque viajar en general te pone de buen semblante, por lo menos por tener la posibilidad de cortar la rutina y darte algunos gustos, aparte de tener tiempo para pensar, proyectar, conectarse con los deseos y por qué no con los miedos. Si encima contás con el milagro de llevar a upa, a caballito o de la mano, a un enano de cincuenta centímetros, que es puro asombro y pulsión de vida, que está empezando a descubrir el mundo del lenguaje y que sonríe con una naturalidad conmovedora cuando te mira, podés darte por realizado.

Con respecto a la durísima película de la Bristol, confío en que la vamos a empezar a dejar atrás el próximo domingo 11 de agosto.


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Manu y Santino Dios

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