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Anecdotario del viaje a Cuba II

A las tres de la mañana del dos de enero debía salir nuestro tren, desde Santiago de Cuba hasta Santa Clara (Villa Clara, para ellos, la doble L pronunciada como "ia"). Pero recién partió a las siete, con el sol ya despuntado en el horizonte, y la claridad de una mañana soberanamente despejada picándonos en los ojos.
Parte de aquellas cuatro horas muertas las usamos para leer, y el resto, para dormitar en el piso de la terminal. Los cubanos esperaron la salida del tren con una paciencia a la que parecían estar acostumbrados, doblados sobre los asientos, la cabeza sobre el hombro del de al lado, parados frente a los ventanales, o hipnotizados frente a dos televisores de veinte pulgadas que perdían la imágen y el audio cada dos minutos.
Cuando se escuchó, a la distancia, el pitazo de la locomotora que hacía su entrada en la vieja estación, nos pusimos todos de pie, nos cargamos las mochilas y bolsos, y después de hacer una fila, salimos al andén en manada.
Nuestro vagón tenía un pasillo que iba de punta a punta (dos personas charlando en el pasillo eran multitud y había que correrse para que pasase el pasajero), y divididos por una puerta corrediza cada uno, unos diez o doce compartimentos donde cabían seis pasajeros con sus bultos: tres de un lado, tres del otro, enfrentados. Los asientos eran de cuerina roja y sobre las cabezas estaba el portaequipajes.
Aunque uno no estuviese en Cuba, charlar con el esporádico compañero de viaje se convertía en una obviedad, porque uno los tenía ahí, al alcande de la mano, y porque el viaje duraría unas doce horas.

-¿Españoles? -nos pregunta un hombre de buena contextura física, de unos cuarenta años, con la gorra dada vuelta, como los beisbolistas, remera, jean.
- Argentinos -devolvemos, una vez más (no era la primera vez que nos confundían con Españoles).
El hombre sonrie. Está sentado junto a nosotros (Sofía y yo), y en el asiento de enfrente está su mujer, de su misma edad, y el nene de ámbos, un flaquito muy simpático que nos acababa de convidar unas galletas dulces.
- ¿Hacia dónde van? -pregunta el hombre. La mujer, y el nene, también prestan atención.
- A Santa Clara.
- La ciudad del Che.
- Exactamente.
- ¿Les gusta Cuba? - ahora es ella la que pregunta. Tiene el pelo recogido, delineador en los ojos, una remera y pollera de jean. En la falda, un bolsito de mano.
- Nosotros, los argentinos, estamos enamorados de la revolución, y de la lucha del pueblo cubano a lo largo de estos cincuenta años -digo, y sé que estoy tomando un riesgo del que puedo salir golpeado-. Venimos a escucharlos a ustedes, a aprender. Nos gustan sus playas, claro, pero las razones que nos traen hasta acá son pasan por otro lado.
Al lado de la mujer, hay una parejita joven. Ella está recostada sobre el cuerpo de él. Los dos nos miran con interes.
La charla se interrumpe porque una mujer, también de color (como la familia): la guarda del vagón (cada vagón tiene su propio guarda). A pesar del calor, lleva un atuendo sencillo y prolijo. Su única herramienta de trabajo: una birome y unas planillas. La vimos trabajar sin descanso, y con mucha paciencia, para acomodar a las cientos de personas que buscaban su lugar, entre bolsos, paquetes y mucha desorganización. Existía una pequeña sobreventa de pasajes, y algunos se quejaron a los gritos. La señora, con una vocación de servicio envidiable, se bancó todos los reclamos, y resolvió cada uno de los problemas. Desde la puerta corrediza nos recorre con la mirada a los siete, y nos pide el boleto. Revisa, agradece, y se retira.
- No está facil la cosa, amigo -vuelve a tomar el hilo el padre-, pero estamos acostumbrados. Trabajo hay, pero lo que falta es el dinero.
- El cubano se las arregla de la manera que sea -interviene el chico que está con su novia (ella, la novia, asiente con la cabeza) -. Yo era muy chico, pero dicen que el período especial (cuando cae el muro de Berlín, y la Unión Soviética, a fines de los años ochenta), fue realmente muy duro.
- ¡Ay, compay! -exclama el padre, riendo (para no llorar)-, si la habrá sido duro aquello... no, ¿mujercita?- le dice a su esposa. Ella asiente con la cabeza pero pierde la vista en la vegetación verde espeso que va quedando atrás del otro lado del vidrio sucio del vagón.
- Pero ahora estamos mejor -dice la flaca que que no debe tener más de veinte años.
- En nuestro país hay mucha gente sin trabajo -digo yo.
- Y sin vivienda, educación y salud -agrega Sofi.
- Pero pueden viajar, venir a Cuba, u otro país -retruca el padre.
- Nosotros sí -y me marco el pecho con el dedo índice -, pero hay muchísima gente que no tiene la posibilidad de viajar, ni de formarse, ni de acceder a un hogar, o a un plato de comida.
- Menem -tira él, de la nada, y nos saca una sonrisa. Inmediatamente percibe que nos acaba de sorprender y el brillo de sus ojos negros brilla aún más que hasta hace un rato. Se da vuelta la viscera y la pone para adelante.
- La dictadura de los años setenta, el neoliberalismo salvaje de los años noventa, la corrupción, la negligencia y traición de nuestra clase política: treinta años de devastación política, social y económica que nos dejaron en la ruina -resumo, arbitrariamente-, y esa es la historia de toda américa latina, y central, salvo la de ustedes, claro.
- Los desaparecidos, el plan condor -vuelve a agregar el padre de la familia, entonado.
- ¿Cómo sabes tanto de la Argentina? -pregunta Sofi, entre risas.

La charla se había puesto sabrosa. Los cubanos nos sorprendían a cada momento, y era muy frecuente encontrarte en medio de una charla sobre política, economía, ciencia o historia, con cualquier hijo de vecino.

El hombre abraza a su hijo, le acaricia la cabeza con su manota negra. Cruzamos la mirada. Sonrío.
- ¿Tenés? -me dice, en tono confidente, apuntando su mirada al nene.
- Sí, uno. Santino.
- Yo tengo tres -y continua con los mimos en la cabeza del nene que, insistía, ajeno al micro clima flotaba dentro del tren destartalado que atraviesa a la isla de punta a punta, con la pregunta de cuando llegan.
- Miren -dice la mujer la madre del nene, y se acomoda en el asiento-, yo soy directora de una Escuela en Camaguey -una pequeña ciudad a que llegaríamos en un par de horas, y donde nos despediríamos de ellos-, y estoy orgullosa de serlo. Todos los chicos, en Cuba, reciben su formación obligatoria hasta noveno grado. Ese es mi legado, mi aporte a la causa. Y la verdad es que tenemos muchas necesidades, ahora, por ejemplo, faltan docentes, porque muchos prefieren salir a hacer un dinero por otro lado, y el gobierno tuvo que convocar a aquellos que ya se jubilaron para cubrir el déficit, pero ahí estamos, trabajando todos los días con la misma convicción.
- Allá, en nuestro país, los chicos van a la Escuela no solo a estudiar, sino también a comer, a ser contenidos socialmente porque muchos de ellos tienen a las familias desarraigadas, sin trabajo, gente que está totalmente afuera del sistema productivo.
Tanto ellos, como nosotros, cuando escuchamos al interlocutor de turno, afirmamos con la cabeza.
- Los padres de nuestros chicos participan del proceso de formación de sus hijos -ahora es ella quien le pasa la mano por la cabeza al hijo, ni bien él se desparrama sobre su falda-, y en cuanto notamos que alguno de ellos tiene una alguna deficiencia, los convocamos. Y tienen que responder.
- Yo estudio medicina y él física -es la chica que viaja con el novio quien pone su grano de arena-, y estamos agracedidos de tener esa posibilidad. Sabemos que en otro lugares no todos tienen las mismas oportunidades, como dicen ustedes, y a pesar de que tenemos mucho por mejorar, porque es verdad, los problemas existen, estamos contentos con nuestro país -afirmamos una vez más con la cabeza, presos de una excitación feroz que nos tiene clavados a los asientos. La pareja de padres los miran complacidos.

Al rato, la parejita también convidaría con galletas. Nosotros, que no teníamos casi nada encima, le pedimos el mate a Riki y Juli, que íban en el compartimento de al lado, junto a un grupo de venezolanos, chavistas, y tirámos el as de espadas: una vuelta de mate para cada uno. "Cumple una función social", les aclaramos. Uno a uno, y con el temor propio de lo desconocido, fueron chupando de la bombilla, a pesar del calor, y las risas de todo el resto (especialmente del nene que nos contó que él íba a estudiar para ser profesor de educación física).

Cuando llegó la hora de despedirse, les dediqué el libro "Gracias por el fuego", de Mario Benedetti, que llevaba encima: "Para la familia cubana, de parte de un grupo de argentinos que pisamos su tierra con el único objetivo de aprender de un pueblo que ha dado enormes muestras de dignidad y valor".

No los depedimos con el brazo por afuera de la ventanilla porque se había llenado de gente que le compraba cositas para comer y tomar a los vendedores que ofrecían sus productos a los gritos desde el andén, pero el saludo, en la puerta del compartimento, fue muy fraternal, sincero, y emotivo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Quien te quita lo bailado. Viajar en ese tren te va a quedar prendido al alma. Ma

Anónimo dijo...

Un placer leer tu blog!!!... me voy a cuba con mi marido y un amigo en abril y si logro captar un cuarto de lo que me transmitiste... me aseguro la esperanza "revolucionaria" por unos años más.
saludos,

Mariano Abrevaya Dios dijo...

Sol: cada uno hace su propia experiencia, pero no creo que, si hablas con ellos, los cubanos, acodada en la barra de un bar, en una guagua, desde el asiento de atrás de un taxi, con el librero, o la dueña de casa donde paras, te traigas sensaciones muy diferentes a las nuestras. Después contanos. Eso sí, cuanto más alejado del turista esté el cubano con el que hables, menos duras, e infundadas, serán las críticas hacia la revolución.

Mariano

Goyete dijo...

Me encantan tus relatos, te felicito

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios