Volviendo de las playas del Este, en las afueras de la Habana, arriba de una guagua de origen chino, apretujados unos contra otros, y ya de noche -siete y media de la tarde-, sin querer, mi cuerpo roza la cabeza de uno de los dos mellizos -ambos vestidos de amarrillo patito-, que están sentados con las piernitas colgando y los brazos pegados al cuerpo, sin pestañar, en el asiento doble que tengo a la altura de la cintura. El padre, una mole cubana de músculos, el cuello ancho como un plato, y el pelo corto, me da entender que tenga cuidado.
- ¿Gemelos? - arriesgo, a los pocos segundos.
El tipo me sonrie, y afirma con la cabeza. La señora que viaja a su lado, de grandes proporciones, me mira intrigada. Casi no hay turistas en el colectivo, solo cubanos que vuelven de lo de un familiar, o del trabajo, o, los menos, de una playa, como nosotros (es invierno, aunque hagan entre veinte y veinticinco grados).
- Yo fui campeón de lucha libre en los panamericanos de 1991 - comparte, para mi sorpresa, el grandote. El hombre va con las dos manos agarradas al asiento de adelante (donde están sentados los gemelos), y sobre las piernas lleva un bolso de marca Puma despintado, y viejo, con el cierre roto.
- ¿Acá en Cuba?
- No - dice, y acompaña la negativa con el dedo índice -, en Canadá -ahora lo apunta hacia adelante-.
- ¿Seguis compitiendo? -quiero saber (una de las priodidades del viaje es generar un ida y vuelta con los cubanos: hombres, mujeres, mulatos y mestizos, viejos, jóvenes, fidelistas y críticos con el sistema. Y este hombre no es la excepción). La esposa del atleta me observa sin gracia.
- Ya me pasó la hora -confiesa, y me mira, y sonrie-, ahora me dedico a formar a los más jovenes.
Ahora soy yo quien sonrie. La guagua está colmada de gente, y el chofer, un negro espigado que lleva la camisa celeste gastada arremangada, con unos lentes para el sol agarrados a la cabeza de la que brotan pequeñas rastas, se levanta del asiento y, mirando hacia el fondo del omnibus, le pide la gente que se haga lugar, y que avance hacia el fondo.
Vuelvo a mirar el campeón de lucha. Pienso en los deportistas, artistas, o diferentes personalidades del quehacer nacional que tuvieron la posibilidad de viajar por el mundo y que una vez allá, fuese donde fuese, decidieron que a la isla no volverían más. Este hombre no, pienso. Acá está. Fines del 2008, con todas las complicaciones que tienen los cubanos, y que están a la vista, muy a pesar del mítico triunfo de la revolución más digna y poética de la historia moderna, allá, hace cincuenta largos años, el hombre vuelve a casa con su familia, con los bultos, con lo puesto, y en silencio.
- ¿A qué grado van? -esta vez le quiero sacar unas palabras a la madre.
- Tercer grado.
- ¿Les va bien?
Uno de los dos nenes tuerce el cuello y me pispea desde su lugar. Le gana la timidez pero antes de que vuelva a poner la vista en el frente, le pesco una mueca parecida a una sonrisa.
- Muy bien. Son muy estudiosos.
- Salieron al padre -se auto vende el padre, orgulloso, y sonriendo una vez más.
En el medio del colchon de cabezas que se desparraman en el pasillo de la guagua, individualizo a Roberto, el papá de Wen, un amigo que también viajó a la isla. Padre, hermano y hermana, quedaron en encontrarse en la Habana para viajar juntos a Santiago de Cuba el primero de enero, día en el que se cumplirán cincuenta años de la entrada de Fidel, y el ejercito rebelde, justamente, a esa ciudad del norte de la isla. Wen, mi amigo, vive en Buenos Aires, y su padre, y hermana, en el DF, México -hacía ocho años que no se encontraban los tres en un mismo lugar físico-. Le levanto la mano, y pongo los dedos índice y anular en V. Roberto me sonríe desde la penumbra del pasillo, entre los brazos negros y mestizos que se tuercen en el aire para aferrarse de lo que sea, las gorras nike, los bolsitos, las bolsas, y me devuelve el gesto.
Cuando llegamos a nuestra parada, Alamar, uno los primeros barrios de corte socialista de toda la Habana -una pequeña ciudad de monoblocks de cuatro pisos de altura, idénticos entre sí, hoy despintados y con la ropa colgando de los balcones, con estación de policía propia, una feria de verduras y varios perros muy flacos dando vueltas-, nos sacamos una foto con el campeón de lucha, su robusta señora, y los dos mellizitos de amarillo. Nos deseamos buen año unos a otros, estrechamos las manos, y hasta nos regalamos una palmada en el hombro.
Como no puedo con mi genio, a los pocos metros de habernos distanciado, me doy vuelta y le chisto:
- ¡Amigo!
- ¡Sí! -él también se da vuelta, al igual que la mujer.
- ¡Viva la revolución cubana!
El grandote se ríe, saluda con el brazo en alto, y antes de darse vuelta, con un nene en cada mano, devuelve:
- ¡Adios, compay!
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Anecdotario del viaje a Cuba
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on lunes, 12 de enero de 2009
Etiquetas:
Cuba
2 comentarios:
Gracias Matu por llevarnos a esa guagua de compas, se lo lei a la celi y viajamos con unos segunditos.
Queremos seguir viajando.
Abrazo Amigo.
Leer tu cronica es como estar allì, gracias por permitirme viajar y vivenciar tantas cosas importantes. Ma
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