Hoy domingo 1ero. de marzo del 2009, el día que Cristina abrió las sesiones ordinarias del Congreso de la Nación -instancia en la que, una vez más, la mina dio sobradas muestras de ser un cuadro político de altísimo nivel-, publiqué mi primer artículo en un medio gráfico de tirada nacional (y Kirchnerista): Miradas al Sur.
Uno se expone cuando escribe, claro que sí. Arriesga una mirada, muestra lo que tiene para dar. Trabaja el texto con el mismo hambre que un alfarero cuando se pone a amasar con las manos el barro, a pura dedicación, y deseo. Pero una vez que compartimos el texto con el otro, impreso, por correo, en un blog, lo mismo da, como nos dijo una vez Sandra Russo (y que luego escucharíamos en otros ámbitos), el texto deja de pertenecernos porque el lector lo hace propio (si llega hasta el final, claro), y lo subjetiviza una y otra vez.
Entonces, lo ideal es disfrutar el camino, la transición, desde la angustia de la página en blanco hasta poner un punto y coma en el medio de una oración, pintar sutilmente un rasgo de un personaje, o darse el gusto de utilizar un recurso poético para cerrar un párrafo. Dedicación, y deseo.
Gracias a todos los que me bancan desde el día que, sentado frente la computadora, escupí, preso de un deseo que tenía dormido, los detalles de un partido de fútbol entre amigos.
Adjunto el texto publicado.
Buenos Aires tierra adentro: Peñas.
A las tres de la madrugada del domingo unos treinta chicos bailan bajo una lluvia torrencial, con la espalda encorvada, de las manos, en patas, y sobre un colchón de veinte centímetros de agua. A la distancia podría parecer un festival de rock. Pero no: es un carnaval andino.
La peña de la Ribera, en verano, cuenta con una ventaja muy tentadora: una inmensa pista de baile al aire libre. Hay mesas esparcidas a los costados, un parque del que llega olor a verde, árboles, cables con lamparitas de colores que van de lado a lado, y al fondo (aunque no se lo vea), el río de la Plata. Queda en Olivos, pero sus dueños son los mismos que organizan la Resentida, una peña que funciona en un viejo galpón, en Caballito.
A las once de la noche del sábado corría viento y el cielo amenazaba con venirse abajo. Pero la clase de bailecito con la que arranca la peña se hizo igual: ochenta personas, todos con pañuelo en mano, imitaban los pasos del Caporal, un jujeño de treinta años que en Buenos Aires se gana la vida como albañil y profesor de danzas andinas. “A esta hora la mayoría de la gente, como ven, tiene más de cuarenta años. Vienen a divertirse, y a acercarse al folclore”. Todos llevaban una planta de albahaca prendida a la oreja. El profe sonrió: “es una vieja tradición del carnaval norteño. Las mujeres se la ponían entre las piernas para que los solteros no las dejen embarazadas”.
Dentro del quincho del predio, tres cholas, con pollera hasta los pies, poncho, sombrero y caja en mano, se plantaron en el escenario y durante cuarenta minutos estremecieron a la gente con un canto ancestral que les brotaba desde el fondo del pecho: la copla. Al fondo, en la barra, la gente compraba comida casera, vino, cerveza y fernet.
La pista al aire libre se fue poblando de jóvenes. Conversaban con una botella de vino en la mano, fumaban. Muchos de ellos eran los nietos de los inmigrantes de comienzo del siglo pasado, pero también estaban los que pertenecen a la Argentina profunda, los que se vinieron desde las provincias, y que seguramente crecieron con un bombo legüero en la habitación, y muchos hermanos, y un fondo de piso de tierra con limonero y el pío de los pájaros. Había estudiantes y profesionales de las ciencias sociales de la UBA, militantes de organizaciones sociales, y chicos que viajan de mochileros al norte, pero también los descendientes de los pueblos originarios que no descuidan sus raíces y que encuentran, en la peña, su cotidianeidad perdida.
Pasadas las doce, dentro del quincho, un potente sexteto llamado Los Duendes de Salamanca, regalaba bailecitos, cuecas y sayas (música andina tradicional). Afuera, por fin, se desataba la tormenta. Y hubo que apretarse. El cantante agitaba para que se festeje el carnaval norteño como es debido. Y la respuesta fue inmediata: se apilaron mesas y sillas y, en diez minutos, el quincho ardió. Una chica con un gorro de lana que le tapaba parte de la cara, peregrinaba por la pista haciendo que los bailarines le besen la cola a un diablo rojo (símbolo tradicional del carnaval). Otro sacaba harina y papel picado de un morral que le colgaba del hombro y espolvoreaba la cara a hombres y mujeres (también a las copleras). Un flaco muy alto, excelente bailarín, repartía chicha (maíz o maní fermentado) en vasitos de plástico.
El clima era de absoluta espontaneidad. No se veían poses y poco importaba la ropa que uno pudiese tener puesta. Se bailaba en parejas, y mirándose a los ojos. Se sonreía, cantaba, y guiaba al de al lado si hacía falta. El promedio de edad de la fiesta, a la una de la mañana: veinticinco años.
Marisa Cabrera, una bailarina de formación folclórica, responsable de la peña La callejera del Parque, en un respiro, acodada en la barra, afirmó que al auge de las peñas en nuestra ciudad, salvo excepciones, había que ubicarlo después de diciembre del 2001: “de aquel momento a la fecha, y como consecuencia de la apuesta política de revalorizar lo nuestro, el fenómeno ha crecido de manera notoria”.
A las tres de la mañana, y después de la energía que entregaron un grupo de Sikuris y un dúo de folclore tradicional (chacarera y zamba), el aire quedó enviciado por un perfume de sonidos, colores y texturas de una Argentina que no todos conocemos. Y fuera del quincho, una imagen difícil de olvidar: los pibes bailando bajo una cortina de agua, sintiendo el carnaval andino con la misma libertad que el Caporal, el jujeño, pero acá, tierra adentro, en Buenos Aires.
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