Diario en su versión digital publica información de último momento: "un perro mató a su dueño en la Paternal".
Le clavó los dientes en el cuello, apretó hasta desgarrar todo lo que había dentro y lo largó recién cuando dejó de gritar y sacudirse. Un enorme charco de sangre cubría parte del patio y la luz del día empezaba a despuntar por atrás de la medianera. El corazón le galopaba a una velocidad que sólo había experimentado las cuatro o cinco veces que lo había encerrado en una jaula oscura y mugrienta para que se peleé a muerte con otro de su misma raza: pitbull.
Toro –ése era su nombre-, nació con problemas neurológicos, explicaban unos y otros, entre carcajadas, botellas de vino y páginas porno en la pc. Mentira. Lo vengo sosteniendo desde el día que despedazó a los tres gatos que bajaban del árbol para tomar la leche que todos los días les daba la señora Rita: ese perro está maldito, no discierne entre el bien y el mal.
El dueño del toro, Rubén, conocido mío de la noche, terminó ahogado en su propia medicina. Te va a comer vivo, le decía yo. Y él subestimaba la situación haciendo gestos de fastidio con las manos. Trabajaba como personal de seguridad -prevención le dicen ahora- en diferentes boliches. Se perdía en el conurbano todo el fin de semana -a veces hasta el martes o miércoles-, y cuando regresaba a su casa se encontraba con el perro encadenado a los hierros del fondo del taller, con todos los músculos y fibras del cuerpo tensos como una pared de concreto, la mandíbula herméticamente cerrada, hambre de cuatro días y, en especial, un odio visceral que fingía con maestría.
Con el paso del tiempo y la invariable conducta de su dueño el perro dedicó su lúgubre existencia a esperar una única oportunidad.
Y ese día llegó (todos tenemos aunque sea una oportunidad en la vida). Gracias a un descuido de Rubén, el toro lo hirió de muerte.
Ahora lo tenía bajo sus cuatro patas, el corazón le golpeaba el pecho y, por primera vez en mucho tiempo, el hambre que le estaba afectando hasta el sistema nervioso, había desaparecido.
Ni bien advirtió que tiraban abajo la puerta de entrada comprendió que venían por él. Encadenado, y todavía lúcido, enfrentó durante algunos minutos a los dos jóvenes y temerosos policías.
El sol ya pintaba la mitad del patio cuando uno de los uniformados desenfundó su 9mm, acercó el caño hasta el invisible límite impuesto por la trompa desencajada del animal –en dos patas y atascado por la cadena- y con cuatro disparos lo estampó de lleno contra la pared del fondo, el mismo pozo donde pasó gran parte de su vida condenado como un perro.
Toro –ése era su nombre-, nació con problemas neurológicos, explicaban unos y otros, entre carcajadas, botellas de vino y páginas porno en la pc. Mentira. Lo vengo sosteniendo desde el día que despedazó a los tres gatos que bajaban del árbol para tomar la leche que todos los días les daba la señora Rita: ese perro está maldito, no discierne entre el bien y el mal.
El dueño del toro, Rubén, conocido mío de la noche, terminó ahogado en su propia medicina. Te va a comer vivo, le decía yo. Y él subestimaba la situación haciendo gestos de fastidio con las manos. Trabajaba como personal de seguridad -prevención le dicen ahora- en diferentes boliches. Se perdía en el conurbano todo el fin de semana -a veces hasta el martes o miércoles-, y cuando regresaba a su casa se encontraba con el perro encadenado a los hierros del fondo del taller, con todos los músculos y fibras del cuerpo tensos como una pared de concreto, la mandíbula herméticamente cerrada, hambre de cuatro días y, en especial, un odio visceral que fingía con maestría.
Con el paso del tiempo y la invariable conducta de su dueño el perro dedicó su lúgubre existencia a esperar una única oportunidad.
Y ese día llegó (todos tenemos aunque sea una oportunidad en la vida). Gracias a un descuido de Rubén, el toro lo hirió de muerte.
Ahora lo tenía bajo sus cuatro patas, el corazón le golpeaba el pecho y, por primera vez en mucho tiempo, el hambre que le estaba afectando hasta el sistema nervioso, había desaparecido.
Ni bien advirtió que tiraban abajo la puerta de entrada comprendió que venían por él. Encadenado, y todavía lúcido, enfrentó durante algunos minutos a los dos jóvenes y temerosos policías.
El sol ya pintaba la mitad del patio cuando uno de los uniformados desenfundó su 9mm, acercó el caño hasta el invisible límite impuesto por la trompa desencajada del animal –en dos patas y atascado por la cadena- y con cuatro disparos lo estampó de lleno contra la pared del fondo, el mismo pozo donde pasó gran parte de su vida condenado como un perro.
4 comentarios:
Cada vez escribís mejor.
Vamos todavía!!!!
Muchas veces que entro y leo, se me vienen a la cabeza cataratas de palabras para dejarte, pero es tal la magnitud que no se por donde empezar, maravillos relato, te felicito =)
Si me encuentro bien, a la larga uno empieza a mirar las cosas desde otro lado, paso a dejarles el "chisme", soy acredora de una cuenta facebook y me encontre con una importante movida de la cinta verde =)
Me gusto mucho cada dia hay mas gente que se esta sumando.
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