Escrito por Leopoldo Brizuela para este blog, el año pasado
Yo que no sé bien qué es el orgullo, que me resisto a apreciar ningún orgullo, me siento orgulloso de Hebe. Hebe que nació en Ensenada como mi madre, que terminó sólo sexto grado en una escuela del Dique, que se casó, como mi madre, con un obrero de YPF, que tuvo tres hijos y los crió en la Plata, en el mismo barrio en que yo nací, y que luego, aquí en Tolosa, sufrió la tragedia inconcebible -tres hijos desaparecidos (la nuera embarazada), y un marido muerto de cáncer en menos de un año-, pero sobrevivió, y se inventó y se reinventó de nuevo, a cada paso a cada instante de estos treinta y dos años. Entregada y jugada como nadie más, insoportable por naturaleza pero también por exigir a todos lo que ella misma se exige, loca con una locura infinitamente más luminosa que la cordura que hubieran prescripto para ella, ¿quién que la haya conocido podrá olvidar su apasionada ternura, su generosidad puramente maternal, su capacidad de fundar allí donde iba una familia…? Alguien me dijo cuando la conocí, a principios de los ochenta, que huía de la muerte, ¿y a quién puede importarle ya, si cuando al fin la encuentre, Hebe habrá dejado casi tanta cosa viva como la que perdió…? Hebe que nunca ha querido ser fina ni buena ni simpática, sino verdadera; y que ahora que tiene ochenta ahí está, con la edad de sus hijos desaparecidos. Hebe que, finalmente, cuando creyó reconocer en alguien algo de ellos, sus ideales, no vaciló en ponerse literalmente a su servicio… en un país, y en un medio, patológicamente incapaz de salir del rol de opositor... El blanco de ese pañuelo que ahí ven es el blanco de una ausencia que se ha propuesto mantener siempre revulsiva; podrás hacer cualquier cosa junto a ella, salvo dos: tenerle lástima y quedarte tranquilo.
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